Por Juan Pablo Sallaberry Febrero 14, 2013

¿Será la firma? Gonzalo Sotomayor volvió a revisar incrédulo ese papel amarillento que se resquebrajaba de sólo tocarlo y el garabato de tinta dibujado a mitad de página. Llevaba varias jornadas encerrado en los archivos de la iglesia de Santo Domingo -a una cuadra de la Plaza de Armas- tras conseguir que el fray dominico Ramón Ramírez lo autorizara a estudiar la invaluable colección de libros y documentos del siglo XVI en adelante que la orden había logrado preservar de incendios, robos e inundaciones.  El historiador de la Universidad Católica estaba delante de un tesoro. Tras mucha práctica, aprendió a leer con fluidez el español antiguo, descifrando la caligrafía y abreviaturas de la época,  y en los volúmenes pudo encontrar sorpresas, como textos inéditos suscritos por Ambrosio O´Higgins, Bernardo O´Higgins, Andrés Bello y otras celebridades de los siglos XVIII y XIX. Pero lo que ahora tenía entre sus manos era una verdadera joya -“nuestro documento estrella”, dice- un manuscrito de 1550 firmado por el fundador de Santiago, Pedro de Valdivia.

Sacó una copia de la hoja y la envió para que la autentificaran los peritos. Era un texto judicial, una cesión de terrenos que hacía el conquistador español a su pareja Inés de Suárez, de la antigua Chimba -en el sector norte de Santiago- y que permitía a Gonzalo Sotomayor avanzar en el ambicioso proyecto de trazar el mapa con los orígenes de la ciudad.

Si el historiador estaba entusiasmado con el hallazgo, su socio lo estaría aun más. Rubén Stehberg, arqueólogo de la Universidad de Chile y PhD de la U. de La Plata, trabaja desde hace 35 años en el Museo de Historia Natural, donde comparte el último piso con la famosa momia de El Plomo -la verdadera y no la réplica que se exhibe al público-, el niño incaico sacrificado hace más 500 años en la cordillera de la Región Metropolitana. Desde el inicio de su carrera, Stehberg ha repetido a sus colegas, estudiantes y a quien quiera oírlo, su hipótesis de que, así como en el cerro El Plomo existía el recinto ceremonial, en la ribera del Mapocho el imperio inca del Tawantinsuyo levantó un complejo centro administrativo, con edificaciones, cementerios y canales de regadío, lo que explicaría por qué Pedro de Valdivia escogió dicho lugar para establecer Santiago. Ahora, con los nuevos antecedentes, se encontraba un paso más cerca de demostrarlo.

A fines de 2011 Stehberg y Sotomayor acordaron iniciar una investigación para despejar de una vez el misterio de si existió o no una ciudadela inca. Mientras el arqueólogo se encargó de reunir y sistematizar los hallazgos de cerámicas, joyería y diversos objetos incaicos encontrados durante los últimos cien años en excavaciones en la capital -para lo cual utilizó la amplia base de datos del Museo de Historia Natural y encontró en las bodegas piezas inéditas donadas por particulares-, el historiador, por su parte, se dedicó a exprimir la información de los documentos de los dominicos y del Archivo Histórico Nacional, rescatar los primeros mapas de la ciudad y dibujar los canales de regadío existentes en la época precolombina. Los resultados fueron sorprendentes.

“Se concluye que habría existido un centro urbano Tawantinsuyo, bajo el casco antiguo de la ciudad de Santiago, desde el cual salían caminos incaicos en distintas direcciones y cuya base de sustentación fue la hidroagricultura y la minería de oro y plata”, dice el documento, que publicaron en enero de este año en el boletín del Museo de Historia Natural. La investigación, que en un principio se iba a llamar algo así como “Nuevas informaciones acerca de la presencia incaica en la cuenca de los ríos Maipo y Mapocho”, se tituló finalmente Mapocho Incaico.

 

El rompecabezas

Rubén Stehberg tenía 26 años en 1976, cuando hizo su tesis de grado sobre los restos del pucará del cerro Chena, la fortaleza inca ubicada 20 kilómetros al sur de Santiago. El arqueólogo planteó que los murallones de piedra -que mirados desde el cielo tienen la forma de un felino similar a las figuras del Cusco- tenían como propósito impedir la entrada de los promaucaes (mapuches) provenientes del sur. Y que por estructura no era lógico que sólo sirvieran para defender algunas zonas agrícolas, sino que debía existir en el valle un centro administrativo mayor. Aunque en esa fecha aún no sabía decir cómo era ni dónde estaba ubicado.

Para entonces la etnohistoria -el estudio de las comunidades originarias- recién surgía como disciplina y su propuesta generó amplio debate a nivel académico. Sin embargo, al año siguiente, la tesis fue rebatida por el historiador Osvaldo Silva Galdames, quien revisando fuentes escritas españolas concluyó que la dominación incaica en la cuenca de Santiago fue “tenue, incompleta y tardía”, debido a que allí había una población indígena difícil de controlar, y que el imperio fijó su frontera en el valle de Copiapó, hasta donde se podía detectar  el camino del inca. La batalla entre el desconocido estudiante y el afamado historiador la ganó este último.

El debate quedó silenciado, pero la investigación continuó. Durante los años 80, Stehberg se dedicó a reconstruir paso a paso el camino de Inca -también llamado en esta parte camino Chille-, descubriendo su huella desde el sur de Copiapó hasta vestigios en el río Cachapoal, en la VI Región. Cruzando por la mitad de Santiago. Fue a mediados de los 90 cuando el tema se reactivó. Un amigo historiador le enseñó un documento irrefutable: las actas del Cabildo de Santiago del 10 de junio de 1541 -pocos meses después de la fundación de Santiago-, donde se indica textualmente que Pedro de Valdivia fue nombrado gobernador en  “el tambo grande que está junto a la plaza de esta ciudad”. ¿Qué hacía un “tambo”, un albergue incaico, en plena Plaza de Armas? La pregunta circuló en la academia, donde hubo dos explicaciones: los que comenzaban a creer que existían edificaciones incas previas, y los que supusieron que dicho tambo fue construido posteriormente por los indígenas que acompañaban a Pedro de Valdivia en su travesía. Faltaban pruebas.

Hasta ahora. Stehberg y Sotomayor dieron con ellas durante este último año de investigación. El catastro de objetos incaicos hallados bajo el subsuelo de Santiago es numeroso; el primero data de 1908 cuando, durante la instalación del alcantarillado en calle Catedral, se encontraron dos jarros aribaloides para chicha, un plato con la figura de un ave de características incaicas y una planchita de oro de ese origen. El 2010, durante una excavación en la cripta de la Catedral Metropolitana se hallaron más de 10 mil fragmentos cerámicos prehispánicos. En Marcoleta, bajo la actual clínica de la Universidad Católica, se  encontró en 1970 un cementerio indígena, con bóvedas subterráneas y cerámica inca local. En calle Bandera, el 2011 cuando ampliaron el Museo de Arte Precolombino, se toparon con decenas de restos de alfarería de estilo cusqueño. Y así, suma y sigue. Un cementerio en La Reina -donde podrían estar los restos del gobernador inca Quilicanta-, vasijas y sepulturas en el Metro Quinta Normal, un jarrón inca en calle Los Guindos en Ñuñoa, otro en avenida Larraín, sepulturas en Apoquindo… 

Con mapas históricos se pudo fijar, además, un extenso sistema de chacras y acequias prehispánicas desde La Dehesa a Talagante que requerirían un gran número de habitantes para su mantención.

Hay una pieza clave. Se trata de un juicio de la Real Audiencia de 1613, que intentaba, en base a documentos y testimonios recogidos en esa época, determinar la localización exacta del camino del Inca. El  texto legal recoge el testimonio del indio Gaspar Jauxa, proveniente del Perú, que dibuja el “camino de Chille” partiendo del centro de Santiago, “desde las casas de doña Ysabel de Caseres donde están los paredones biexos de las casa del inga” (sic). Con mapa en mano, los investigadores determinaron que “los paredones viejos de la casa del Inca” -otra instalación incaica preeuropea- se encontraban en calle Bandera. Pero es el procurador de Santiago de 1795, quien en un dictamen habla con todas sus letras de la existencia de una ciudad preeuropea: “Reconosidos los antiguos papeles del Archibo de este YlustreCavildo, se sabe con fundamento que el camino de Chile era por el que los indios de Mapocho y los de esta Ciudad trajinaban al valle de chile y sus minas que estaban cercanas” (sic).

Otros textos mencionan un puente inca, un monasterio de vírgenes mamaconas y los tambillos del Inca junto al río. Pero la historia oficial también entrega pistas: Gerónimo de Vivar, el cronista de Pedro de Valdivia, quien lo acompañó en varios de sus viajes, siempre señaló que “Don Pedro tenía la intención de poblar un pueblo como el Cusco, a orillas del río Mapocho, donde los indios pudieran venir a servir”. Los investigadores reparan en que el conquistador sabía exactamente a dónde se dirigía e iba a “poblar” un pueblo, no a fundarlo.

La investigación cita la teoría del arqueólogo australiano Ian Farrington quien, tras visitar Chile hace algunos años, sugiere que existieron varias capitales provinciales del imperio inca, y una sería la del valle de Santiago. Y tendría algunos rasgos simbólicos similares a Cusco: estuvo emplazada entre dos ríos -los dos antiguos brazos del Mapocho- y junto a un cerro ceremonial, que en este caso sería el Santa Lucía, donde se encontró en el siglo XIX una piedra ritual inca.

 

El silencio de los historiadores

La tesis del Mapocho incaico fue expuesta en el Congreso Nacional de Arqueología que se realizó en Arica el pasado mes de octubre. Generó conmoción. Stehberg y Sotomayor fueron bombardeados con felicitaciones, críticas, preguntas, sugerencias, y el texto comenzó a circular por los correos electrónicos. Varios arqueólogos tenían ideas parecidas. Sin embargo, entre los historiadores hubo silencio y no se han pronunciado para validar o deslegitimar la investigación.

“Mientras la arqueología avanzaba,  sospechando que acá en el centro de Santiago ocurría algo importante, la historia se quedó atrás”, señala Sotomayor.“Los historiadores son más formales, si alguno está interesado en el tema lo más probable es que haga su propia investigación primero y después la publique”, agrega.

Stehberg es más duro: “Están pensando qué responder. Ellos habían contado la historia de otra manera y, hay que ser bastante valiente para reconocer que esto se les pasó. Los hispanófilos amantes de Europa no son capaces de ver nada valioso en lo indígena”. Pese a que pronto se van a cumplir 500 años de la fundación de Santiago, el arqueólogo señala que  “en los colegios prácticamente cuentan que Pedro de Valdivia llegó a un sitio eriazo con un alarife y le dijo, ‘haga la plaza aquí’. Pero no es verdad, la plaza estaba. Desde México hasta Perú los españoles siempre vinieron ocupando ciudades indígenas, ¿por qué no iban a hacer lo mismo en Santiago?”.

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