Por Juan Pablo Garnham Enero 19, 2012

Se llamaba Daniel. De su apellido no se acuerda. Pero el nombre todavía resiste en la mente del doctor Ruperto Miranda. Aún hoy, treinta años después. También entre sus recuerdos queda algo de esa fecha que Daniel tenía inscrita en su anillo: algún día de marzo de 1982. Probablemente era su matrimonio o su postura de argollas. Pero esa historia se acabó ahí, en las heladísimas aguas del Atlántico Sur. Miranda tenía la labor de identificar su cuerpo ya sin irrigación, congelado después de flotar en esas aguas un par de días.

Los oficiales del buque chileno Piloto Pardo, en el que navegaba Miranda, miraban los restos de la balsa que traía al cuerpo. Era una de las que habían usado los marinos del crucero argentino Belgrano, hundido hacía pocos días por los ingleses. En sus caras se notaba el impacto de ver la guerra de las Malvinas resumida en un rostro congelado, un joven de no más de 22 años, como muchos de ellos. No quedaba más que guardar silencio.

El silencio se repetía en el hogar de un profesor rural chileno, Claudio Muñoz, en el estrecho de Magallanes. Él vivía tranquilo, haciendo sus clases en el internado de Agua Fresca, a veinte kilómetros de Punta Arenas. La guerra era algo que ocurría lejos, al otro lado de Tierra del Fuego y más allá. Ya había pasado la época de su servicio militar. Atrás habían quedado también sus años en una escuela en el Beagle, cuando Chile estuvo cerca de ir a la guerra de Argentina y debía estar preparado todos los días para afrontar un conflicto bélico. Pero la recuperada tranquilidad se interrumpió con la estridencia de un helicóptero que vio aterrizar desde su casa. El hecho no lo alteró demasiado. Hasta que la nave explotó.

El resto de los chilenos seguiría la guerra de las Malvinas por televisión, radios o diarios, pero unos pocos -como Claudio Muñoz y Ruperto Miranda- fueron testigos cercanos de los hechos que marcaron este conflicto, desarrollado en abril y mayo de 1982. Hasta hoy existen preguntas sin responder, como el detalle de la ayuda que prestó Chile al Reino Unido. En unas semanas más, cuando se cumplan treinta años de los hechos, el gobierno británico deberá, por ley, desclasificar los documentos relacionados al conflicto. Mientras tanto, un grupo de chilenos relata a retazos sus memorias de una guerra que puso al país en una incómoda posición.

La guerra que nunca se declaró

A partir del 2 de abril de 1982, el teléfono del embajador chileno en Londres sonó como nunca antes. "Yo pasé a ser el equivalente de lo que podría haber sido un canciller de país petrolero", dice Miguel Schweitzer, quien ejercía ese cargo. Las tropas argentinas invadieron las Malvinas -o Falkland para los británicos-, el embajador trasandino pasó a ser persona non grata y los parlamentarios británicos empezaron a llamar a Schweitzer para almorzar o simplemente consultarlo.

A partir del 2 de abril de 1982, el teléfono del embajador chileno en Londres, Miguel Schweitzer, sonó como nunca antes. Los parlamentarios británicos empezaron a llamar a Schweitzer para almorzar o simplemente consultarlo.

Al día siguiente, Margaret Thatcher acudió al Parlamento. Los embajadores tenían asientos reservados en el segundo piso, los cuales no eran muy solicitados. Schweitzer, sin embargo, iba constantemente. Mientras Thatcher explicaba que las comunicaciones estaban cortadas con las Falkland y que condenaba esta "agresión sin provocación", los parlamentarios manifestaban su apoyo con un "yes!" y Schweitzer observaba, junto a sus pares de Francia, Alemania y Egipto. De la misma forma que Galtieri no dio aviso, la Dama de Hierro nunca declararía la guerra. Sólo anunció que una flota partiría hacia el Atlántico Sur a recuperar las islas. "Muy poca gente creyó realmente que Margaret Thatcher lo iba hacer, pero dijo que frente al uso de la fuerza, no quedaba otro camino que la fuerza", recuerda Schweitzer.

Terminada la sesión, el embajador salió del salón y envió un télex al gobierno chileno contándoles lo que había pasado. "Les dije que esto significaba una declaración de guerra", recuerda Schweitzer.

Lo segundo que hizo el embajador chileno fue reunirse con sus agregados militares en esa época: Ramón Vega, de la FACh, y Sergio Cabezas, de la Armada. "Les dije que, para los efectos de resguardar la seguridad nacional, todo lo que ellos hicieran lo debían hacer sin conocimiento del embajador. De la misma manera, yo no los contaminaría con lo político".

Mientras tanto, el Ministerio de Relaciones Exteriores chileno enviaba instrucciones a sus embajadores de mantenerse neutrales. René Rojas, el canciller de la época, era un diplomático de carrera y su posición, que fue la oficial del gobierno, era de apoyar la demanda argentina, pero condenar sus métodos. "Pero los dos embajadores éramos políticos, actuamos libremente, cada uno haciendo lo que creía que era mejor para el país", dice Schweitzer. Sergio Onofre Jarpa, en la embajada en Buenos Aires, declaraba a los argentinos que "sus espaldas estaban cubiertas" y que no había nada de qué preocuparse.

En paralelo, oficiales chilenos se reunían con los británicos y se coordinaban con los chilenos para colaborar. La actitud de Galtieri tenía preocupadas a las Fuerzas Armadas. El proceso de paz tras el conflicto por las islas Picton, Nueva y Lennox aún no estaba terminado y el presidente de la Junta de Gobierno argentina había dicho que con esto se comenzaba la recuperación definitiva de las islas del Atlántico Sur. Para los argentinos, esas tres islas en el Beagle que Chile reclamaba eran parte de ese conjunto.

En el Pacífico, mientras tanto, un petrolero de bandera británica se acercaba a las costas chilenas. Era el Tidepool, que había sido comprado por el gobierno de Pinochet. Entre su personal venía una parte de la nueva tripulación chilena, como se acostumbra en las transacciones navales. Llegando a Valparaíso, el buque debía cambiar de nombre y pasar a ser el Almirante Montt. Sin embargo, la guerra comenzó y el gobierno de Thatcher solicitó el buque de vuelta. Así, el 2 de abril los ingleses llegaron al puerto de Arica, la tripulación chilena descendió y el barco enfiló hacia el canal de Panamá -había que evitar la zona cercana a las Malvinas-, para unirse a la flota inglesa. La bandera chilena sólo flamearía en el Tidepool en agosto, cuando la guerra terminó. Ahí, el petrolero pasó por el Estrecho de Magallanes y fue entregado en Talcahuano a sus nuevos oficiales.

Malvinas: chilenos en la guerra

Pero más allá de las colaboraciones oficiales, las Fuerzas Armadas de la época apoyaron secretamente al Reino Unido, como relató el general Fernando Matthei en detalle en 2002 a la historiadora Patricia Arancibia. Matthei habló de un radar inglés que instalaron en Balmaceda que permitía "observar" las instalaciones en Comodoro Rivadavia y que finalmente pasaría a Chile.  Además, facilitaron un avión de inteligencia, misiles antiaéreos y otros aviones, todo a precio muy barato. También se ha dicho que Chile entregaba información de radares y que aviones ingleses habrían usado la isla San Félix, en el Pacífico, para aterrizar.

Durante esos años, poco se sabía y mucho se sospechaba. La mediación papal aún no se resolvía y tanto chilenos como argentinos desconfiaban entre sí. Por esto, cuando el crucero General Belgrano fue hundido, el gobierno de Pinochet no dudó en enviar ayuda, en parte por razones humanitarias y en parte para limar asperezas.

Al rescate del Belgrano

La llamada lo pilló de sorpresa. El segundo comandante de la base naval de Puerto Williams le dijo a Ruperto Miranda que se preparara para embarcar. Un helicóptero lo llevaría al buque Piloto Pardo. Tendría que dejar su rutina de médico general en el hospital del pueblo para acompañar a la embarcación en la búsqueda de sobrevivientes del crucero argentino General Belgrano.

A pesar de ser una de las ciudades chilenas más cercanas al conflicto, Puerto Williams vivía la guerra de las Malvinas de forma aislada. Los programas de televisión llegaban con desfase de unos días, pregrabados. La emisora local, radio Cabo de Hornos, era el único medio que funcionaba en la zona. Por esa vía, y por llamadas telefónicas con familiares, la gente se había enterado de que el 2 de mayo de 1982 el General Belgrano había sido hundido. Un submarino nuclear británico había disparado tres torpedos, dos de los cuales dieron con el barco argentino. En total, 323 personas murieron en ese ataque, pero en ese momento aún la cifra no estaba clara: decenas de balsas de emergencia flotaban en el Atlántico Sur y los jóvenes marinos argentinos intentaban resistir a las mareas, el viento y el frío.

Miranda, en esa época de 30 años, dejó a su señora embarazada y a su hija en Puerto Williams. No había tiempo que perder: el buque avanzaba por el canal Beagle hacia el Atlántico y el helicóptero se posaba en su cubierta con el doctor y un anestesista. La esperanza era encontrar a alguien vivo.

El doctor Ruperto Miranda analizó el cuerpo del argentino congelado en la balsa del hundido crucero General Belgrano. Luego encontrarían otro cadáver. "Éstos estaban ahí porque se habían amarrado", recuerda. "Sabían que se iban a morir. Lo único que querían era no desaparecer en el agua".

El Piloto Pardo navegaba en zigzag. La tripulación bromeaba sobre la posibilidad de encontrarse con los submarinos ingleses y ser confundidos con una amenaza. "Pongan bien clara la bandera, que se note que somos chilenos", decían.

En alta mar, Miranda se encontró con otro problema. El Atlántico movía el buque de proa a popa y él, el único doctor en la embarcación, estaba en la enfermería, mareado, en condiciones que le impedían ayudar. Pasaron dos o tres días de navegación. Cuando Miranda salía a la cubierta, se daba cuenta de que las posibilidades de encontrar a alguien vivo eran cada vez menores. El cielo estaba despejado, pero el viento corría con mucha fuerza. "Aquí va a ser muy difícil", pensaba.

En algún momento, desde los helicópteros, avistaron un pequeño punto anaranjado en medio de las olas. El buque se acercó y pudieron darse cuenta de lo que había: sólo plástico mojado, arrugado, flotando. Los restos de una balsa sin ningún tripulante. Eran grandes, podían llevar veinte o treinta personas, pero no había nadie. Luego vino otra balsa y otra, y otra más. "Debimos haber encontrado unas ocho o diez, siempre vacías", dice Miranda. Hasta que entre una de esas embarcaciones zozobradas, un rostro congelado, con la boca abierta, los ojos mirando hacia el cielo y los brazos inertes abrazando un flotador amarillo apareció enredado entre el plástico.

Un buzo se metió al mar y amarró al cuerpo, al que levantaron con cuerdas, con mucho cuidado. También subieron la balsa, que aún contenía paquetes de comida, linternas y otros elementos de supervivencia. En la cubierta, los marinos miraban los restos de la balsa en silencio. El doctor Miranda tendría la labor de analizar el cuerpo e identificarlo. Al poco tiempo encontrarían otra balsa con otro joven argentino fallecido. "Los demás se deben haber caído. Éstos estaban ahí porque se habían amarrado", dice Miranda. "Los tipos sabían que se iban a morir. Lo único que querían era no desaparecer en el agua".

Han pasado treinta años y el doctor Miranda no se ha podido olvidar del nombre de uno de ellos: Daniel. En sus dedos tenía un anillo con esa inscripción. En la enfermería pudo constatar lo que parecía obvio: habían muerto por congelamiento. No tenían ninguna señal de otro tipo de daños. Vistieron los cuerpos con ropas secas y, de acuerdo con el protocolo establecido, los llevaron en helicóptero al buque argentino Bahía Paraíso, con las balsas encontradas y las cosas que venían dentro.

"Fue fuerte para nosotros, porque vimos los desastres de la guerra. No tiene sentido que el ser humano llegue a esos niveles, no tiene sentido", comenta Miranda. Alguno por ahí en el Piloto Pardo también comentó que esos cuerpos podrían haber sido ellos mismos. El conflicto con Argentina por el Beagle en 1978 estaba aún en las mentes de esos oficiales y suboficiales.

Un par de días después,tras no avistar más balsas, el Piloto Pardo volvió a Puerto Williams y Ruperto Miranda a su rutina, a ver niños y ancianos en el hospital local. La gente le preguntaba por lo que él había visto. Su sentimiento era amargo. Gracias a ellos, dos madres argentinas podrían enterrar a sus hijos; pero no habían encontrado a nadie con vida.

Malvinas: chilenos en la guerra

Un helicóptero arde en Punta Arenas

La noticia de esa noche era un muerto en un incendio. Ésa iba a ser la portada de La Prensa Austral del día siguiente. El periodista Francisco León estaba de turno, escribiendo esa crónica, reporteando con carabineros al teléfono, cuando de fondo alcanzó a escuchar a alguien mencionando algo de un helicóptero. "Parece que se estrelló en el sector de Agua Fresca", decían. Era casi la medianoche del 18 de mayo, pero valía la pena detener las prensas.

León tomó su Chevette beige y partió rápido por el camino de ripio hacia el sur, bordeando el Estrecho de Magallanes. Cuando ya llevaba casi 20 kilómetros, llegó a un lugar donde el camino se dividía en dos. El de la izquierda, hacia el mar, estaba bloqueado por carabineros. El periodista tomó el de la derecha, que subía por una pequeña loma. Luego de pasarla, en la oscuridad, pudo ver las formas: una gran estructura de metal quemada, muy cerca del mar, en un pequeño claro entre los árboles de lenga y un arroyo.

Unos pocos kilómetros más al sur, el profesor rural Claudio Muñoz todavía trataba de entender lo que había visto esa mañana. En algún momento en las horas siguientes alguien le explicaría que se trataba de un Sea King, un helicóptero británico con capacidad de transportar 27 hombres, e incluso vehículos. Eso era lo que lo había sorprendido mientras se disponía a preparar su desayuno.

Muñoz se despertó, como siempre lo hacía, entre las seis y las siete. Le gustaba ver salir el sol por el mar, como pasa en esa zona, y ese día el paisaje era excepcionalmente calmo. El agua apenas se movía, estaba despejado y con poco viento. Por su ventana podía ver hacia el norte Agua Fresca y la puntilla de Santa María. Entonces, en ese mismo lugar, vio un helicóptero aterrizar.

"Pensé que era de la Armada. Para mí era algo normal", dice Muñoz. Antes de su labor en el internado rural de la zona había sido profesor de la escuela de Puerto Toro, en el Beagle. Estuvo ahí durante el conflicto con Argentina en 1978: iba a dar clases cargando un fusil y solía ver aviones trasandinos volando a baja altura. No se iba a venir a sorprender ahora. Hasta que, unos diez minutos después del aterrizaje, el aparato explotó.

Con una mezcla de curiosidad y ganas de ayudar, Muñoz partió hacia allá. En su Opala celeste salió hacia la carretera, junto con el director del internado. Al llegar a la puntilla, al mismo lugar donde Francisco León vería más tarde al helicóptero quemado, vio carabineros y soldados, incluido un camión militar. La aeronave había explotado recién. "A nosotros eso nos hizo suponer que esto estaba más o menos avisado o coordinado", dice Muñoz. Los soldados les pidieron que se retiraran, pero él se hizo el tonto y alcanzó a ver claramente el helicóptero en llamas.

Claudio Muñoz había sido profesor de la escuela de Puerto Toro, en el Beagle durante el conflicto en 1978. Solía ver aviones trasandinos volando a baja altura. No se iba a venir a sorprender ahora con el aterrizaje de un helicóptero. Hasta que, minutos después del aterrizaje, el aparato explotó.

Con los días, meses y años se llegaría a algo cercano a la verdad.  En un principio, se habló de un helicóptero británico que estaba haciendo una misión de reconocimiento y se perdió, que tuvo dificultades con el clima y que la misma tripulación, al no saber dónde se encontraban, prefirió quemarlo. De todas maneras ponía a Chile en una posición compleja como país neutral. La Cancillería protestó formalmente frente a la embajada británica. A los pocos días, se encontraría a tres tripulantes, los cuales serían enviados a Santiago y desde ahí a Londres.

Sin embargo, las dudas todavía persistían: el helicóptero tenía capacidad para mucha más gente. Tampoco se entendía por qué capotó y qué hacía ahí. Hasta el momento, los británicos habían mantenido la guerra en la isla, al menos públicamente. Tiempo después se sabría que esto habría sido parte de la fracasada operación Mikado, con la que las fuerzas de elite del Reino Unido esperaban atacar a los aviones Super Étentard y sus misiles Exocet en las bases argentinas de Tierra del Fuego. Hace cinco años, el diario Clarín de Argentina publicó lo que podría explicar todo: soldados argentinos reconocieron haber disparado a una aeronave no identificada la noche del 17 de mayo.

De acuerdo a los documentos, el Sea King no podría haber estado sólo tripulado por tres personas. Se habla de ocho oficiales del Servicio Aéreo Especial británico (SAS), pero nunca hubo rastro de ellos en la zona.

Claudio Muñoz cree que se podrían haber ido en el camión militar que vio esa mañana. Pero Francisco León tiene otra teoría. Esa noche, cuando vio los restos del helicóptero, en el mar pudo observar tres luces rojas formando un triángulo, alejándose y finalmente hundiéndose en el agua. Para él, los comandos se habrían ido en un submarino.

Llegó de vuelta al diario a las dos de la mañana, pero aún estaba a tiempo para cambiar la portada. "Esto era una papa caliente que no sabíamos hasta dónde iba a llegar", recuerda León. Pero había que tener cuidado: "Imagínate que nosotros estamos a apenas 250 kilómetros de Río Gallegos". Llamó al director del diario. "Él se puso en contacto con el dueño y luego con el gobierno regional", explica. A las tres de la mañana le dijeron que no publicarían la historia del helicóptero.

Al día siguiente, la noticia se filtró. Lo que en realidad había pasado fue develándose a cuentagotas, pero aún no todo está claro. Quizás en los próximos meses, cuando se cumpla el tiempo que la ley británica establece para desclasificar documentos de este tipo, se sabrá más. Ese día, quizás, la noticia que León fue a investigar sí llegará a la portada.

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