Por José Manuel Simián, desde Nueva York Mayo 5, 2011

La madrugada del lunes, a pocas horas de saberse de la muerte de Osama bin Laden, el taxi que me llevaba al trabajo pasó frente a los tribunales federales de Manhattan. Ahí podría haberse juzgado a Bin Laden si se le hubiera capturado o arrestado, y aunque las probabilidades de que ello hubiese ocurrido eran bajísimas (por muchas razones, un juicio nunca pareció factible), los edificios que en tantas otras ocasiones me inspiraron un respeto y emoción casi infantiles, a esa hora me parecieron más bien ridículos e impotentes.

El anuncio de Barack Obama había sido tan inesperado como fulminante. Cuando apareció en  televisión la noche del domingo -la intervención con más rating en casi una década a pesar de que eran las 11:30 p.m.- ya sabíamos la noticia, aunque necesitábamos esas palabras oficiales para que se convirtiera en realidad.

Y entonces vimos a Obama hablarnos desde una Casa Blanca vacía como un palacio, pasando rápidamente de los hechos (disparado en la frase inicial) a la parte de las explicaciones, transformando lo que había ocurrido en Pakistán en un asunto emotivo y de naturaleza familiar: según él, las peores imágenes de los ataques del 11 de septiembre habían sido las que el mundo no había visto, "un asiento vacío en la mesa del comedor,… los padres que nunca van a conocer la sensación del abrazo de su hijo".

Y sobre el final, a los siete minutos de discurso, el momento de las conclusiones: "Se ha hecho justicia".

Pero esa madrugada, en camino a comenzar una larga jornada de trabajo -en Nueva York todo lo que tenga que ver con el 11 de septiembre es una noticia local-, frente a los tribunales, las palabras de Obama comenzaban a adquirir un sabor extraño. Tanto desde el punto de vista intelectual (antes de ser periodista fui abogado) como el ético (además de chileno, soy ciudadano estadounidense), lo que había escuchado me abría muchas más preguntas que las respuestas que había pretendido responder.

A quién le importa

¿Qué había querido decir Obama al hablar de "justicia"? Aunque pretendiera hacerlo, el hombre que había enseñado Derecho Constitucional en la Universidad de Chicago no podía estar usando esa palabra en un sentido sustantivo. Para la Constitución que él había prometido respetar al ejercer su poder, la justicia es otra cosa, algo que tiene que ver con normas (incluyendo los tratados internacionales) y tribunales, con derechos y procesos, cosas que claramente no habían operado en esta ocasión.

¿Por qué usó entonces la palabra "justicia", algo que perfectamente podría haberse ahorrado?  Resulta difícil saberlo. Está claro que para Estados Unidos eliminar a Osama bin Laden era un asunto de seguridad nacional. Pero ¿por qué arriesgar en la justificación de ello un valor que Estados Unidos suele esgrimir como uno de sus compromisos irrenunciables?

"Es por ese raro destello de la identidad nacional que muy pocos se molestan en cuestionar la operación que mató a Bin Laden. ¿Cómo entender, si no, que el mismo país que se pasó meses en vilo porque su presidente había mentido bajo juramento pase por alto los evidentes aspectos ilegales de esta acción militar?"

Mi mejor explicación tiene que ver con la naturaleza de Estados Unidos, un país que está conformado no sólo por la increíble diversidad de gentes, costumbres y formas de vida que permiten su tamaño y sistema federal, sino también con que es una nación en permanente conflicto; un país que existe y respira gracias al incesante choque de fuerzas entre republicanos y demócratas, sofisticación y chabacanería, virtud y pragmatismo, los altos ideales de la Constitución y el Far West. Y la noche del domingo, cuando Obama se atribuyó la virtud sobrehumana de haber hecho justicia, cuando distorsionó esa cara palabra para justificar lo que había hecho, no  habló a esos "dos Estados Unidos" a los que suelen referirse quienes pretenden explicar las complejidades del país sin conocerlo bien. Le habló al único Estados Unidos que existe, combinando en una sola frase la aspiración de virtud de la justicia con la fuerza bruta de lo que acababa de hacer. Dicho de otra forma, al hablar de justicia esa noche, Obama habló en un lenguaje puramente estadounidense.

Y esto es una constatación, no un halago a Obama ni un panfleto nacionalista: pocas veces esas contradicciones que conforman Estados Unidos se pueden unir con tanta nitidez; son muy pocos los días en que los estadounidenses nos damos el tiempo para mirarnos y reconocer que frente a ciertas cosas no somos tan distintos.

Es por esa razón -por ese raro destello de la identidad nacional- que muy pocos se atreven o se molestan en cuestionar la legalidad de la operación que mató a Bin Laden. ¿Cómo entender, si no, que el mismo país que se pasó meses en vilo porque su presidente había mentido bajo juramento pase por alto los evidentes aspectos ilegales de esta acción militar?

 

Otro día tuvo que pasar para que algunos de los fanáticos analistas de Fox News- que en otras ocasiones no habían pestañeado para defender la tortura como método de interrogación (incluso, en una famosa ocasión, usando la serie de televisión 24 como argumento)-  comenzaran a preguntar si se podía hablar aquí de "asesinato como táctica de gobierno", mientras un presentador calificaba a la pasada el actuar del gobierno de "ilegal". En el New York Times tuvo que llegar el miércoles para que la columnista Maureen Dowd se atreviera a calificar (incorrectamente, pero con ganas de ser políticamente incorrecta) la muerte de Bin Laden de "ejecución".

Mas ésas eran las excepciones. Mientras tanto seguían generándose noticias, columnas y programas de televisión, y a nadie parecía importarle hacer las preguntas más fundamentales.

Y con ello la frase más importante del presidente, la que podría acompañarlo por el resto de sus días, seguía flotando en un enorme vacío.

Un hombre malo

Para cuando volví a mi casa el día que había comenzado en ese taxi que pasaba frente a los tribunales, mi hijo de 3 años ya sabía de la noticia.

"Es un hombre malo", me dijo a la primera mención de Bin Laden en un noticiario.

Mi hijo lleva meses fascinado con la idea de "los buenos" y "los malos", haciendo preguntas que a veces terminan  con explicaciones sobre la policía, la cárcel y los tribunales, y ésta le parecía una ocasión perfecta para seguir interrogando: por qué, dónde, cuándo, qué fue lo que hizo, por qué, por qué, por qué.

Y yo intenté responderle lo mejor posible sin dar demasiados detalles, pero me alegré cuando se dio por satisfecho y pasamos a otro tema. Para entonces ya sabía que, a menos que mintiera, no tenía nada que decirle.

Relacionados