Por Andrew Chernin Abril 14, 2011

© Nicolás Abalo

La gimnasia, podría decirse, es la educación del cuerpo en esa suerte de limbo breve que sucede cuando alguien gira en el aire. Es el control de las extremidades, la cabeza y el tronco, cuando todo está a la deriva y lo único que queda es mantener la postura en medio del vértigo. Vista desde la tranquila calma de las graderías al menos, la gimnasia es como la profesionalización atlética de eso que juegan los niños cuando giran y saltan de una cama a otra, como si la vida se les fuera en no tocar el suelo.

Quizás por eso, el gimnasio del Club Manquehue, donde entrena Tomás González, parece una guardería alemana y no una de esas carpetas sintéticas, que sólo vemos en la televisión cada cuatro años para los Juegos Olímpicos, donde compiten atletas de goma que desafían los límites estéticos de la perfección. A esta hora, como las cinco de la tarde de un lunes, González, que probablemente comparte las esquizofrénicas distinciones de ser uno de los deportistas más queridos y sufridos de esta parte del mundo, comparte metro cuadrado con un enjambre de niños rubios que dan vueltas de carnero mientras descifra frotando sus manos con carbonato de magnesio, asuntos tan poco triviales como cómo mantener su estatus de niño prodigio de 25 años que ayer se fue a dormir sabiéndose el número uno del mundo en las disciplinas de suelo y salto luego de sus medallas de oro en la Copa del Mundo de París. Y, sobre todo, cómo llegar a Londres con certezas empíricas de que disputará una final olímpica.

El gimnasio del Club Manquehue, mientras todo esto sucede, suena a guitarra española, colchonetas arrastrándose por el piso y, si no fuera por los equipamientos que González compró con los casi $ 80 millones que le donó Leonardo Farkas, parecería un parque de diversiones en la soledad inquieta de un domingo sin padres.

Aunque claro, puede que eso no sea tan cierto.

Puede que haya habido sólo uno. Su nombre es Yoel.

El músculo

La fama local es un regalo ingrato. Un hombre de 40 años, como Yoel Gutiérrez, puede haber sido un gimnasta campeón de todo el sistema cubano en 1990, seleccionado nacional desde los 18 años y varias veces medallista panamericano. Pero basta que tome un avión al Sur y viaje algunas horas hasta Santiago, por ejemplo, para que se vuelva una atípica atracción morena en un panorama demasiado blanco, como el del Manquehue.

Y así pasó.

El mito deportivo dice que Gutiérrez le habría hecho una de esas preguntas que le hacían sus entrenadores cubanos, a un grupo de niños gimnastas de la UC. Algo como ¿por qué vienen? Y que de todos, el único que habría dicho que quería ir a los Juegos Olímpicos fue González.

En 1997 llegó a Chile invitado por un empresario, del que ya no recuerda el nombre, para que trabajara en un colegio chico en la calle Pedro de Valdivia, que ya no existe, y entonces dejó de ser todo lo que había sido y se convirtió en eso. En el profesor de educación física nuevo, y no en el segundo de tres hermanos gimnastas en una casa en la Provincia de Pinar del Río, que en Cuba también es conocida como "La Cenicienta", porque las ciudades son tranquilas y los bosques grandes.

Que se saliera de ese mundo era cosa de tiempo, porque Gutiérrez era hijo de un proceso productivo que fabricaba campeones y que no tuvo reparos en sacarlo de su casa a los siete años, porque tenía condiciones, y llevarlo, primero, a la Escuela de Iniciación Deportiva con el profesor Luis Caviedes, y después, a la Escuela Nacional de Gimnasia, que no quedaba en su barrio, sino que en La Habana. Ahí, donde no lo esperaba el profesor Luis, sino que un cama, una rutina, y una soledad que no sentía porque el objetivo de todo esto siempre fue parirse como campeón.

La formación soviética de la gimnasia cubana le enseñó un esquema mental donde la planificación no se entendía si no llevaba al éxito y, por eso, es que Yoel Gutiérrez escuchaba preguntas como, ¿por qué estás aquí?, ¿a dónde quieres llegar?, y ¿quién te invitó? Todas las respuestas tenían que apuntar a algún juego olímpico y por eso, quizás, cuando revisa los años que vivió, Gutiérrez los diferencia por los lugares en los que compitió. El '89 hubo torneo en Stuttgart, y el '90 en Chile. En 1991 estuvo en el Campeonato Mundial de Indianápolis y en 1995 participó en los Juegos Panamericanos. Yoel revisa toda su carrera deportiva hasta su retiro, en 1996, pero nunca se detiene en ese evento que lo definía y que lo sacó de su casa a los siete años. Y eso ocurre porque Yoel nunca compitió en unos Juegos Olímpicos. No por falta de talento, sino porque los bloqueos políticos y los bajos presupuestos nunca le permitieron a su país enviar a más de un gimnasta a competir.

La voz que mueve al músculo

"Yo era muy bueno en todos los aparatos", dice. "Mis grandes resultados vinieron en barras fijas, en anillos, en paralelas. En ese tiempo, la máxima puntuación eran 60 puntos, pero nadie llegaba a 60 puntos. Yo alcanzaba 57,90. El campeón mundial tenía 58,10 ó 58,30. En Seúl '88 podría haber cogido una medalla".

- ¿Nunca te cuestionaste desertar?

- No. Porque nosotros viajábamos en una misión, que era el deporte. Ahora, a mí me duele no haber podido ir a unos JJ.OO., pero cuando competía lo más importante era el principio patriótico. Aunque cada vez que viajábamos, alguien se escapaba.

Después, Yoel los enumera. Da el nombre de cinco amigos gimnastas. También de un antiguo entrenador. Después detiene su boca y abre sus manos.

-Mi problema es que era un poquito revoltoso. No hacía mucho caso. Yo era el que más sabía. Y eso me dio una mala pasada. Porque hubiera podido ser campeón mundial, campeón olímpico absoluto. Si yo era muy bueno. Pero no era como Tomás González.

La voz

Aprendimos que Yoel existía por una situación anecdótica, como que Tomás González no podía aparecer opinando en la prensa sobre las irregularidades que vivía la Federación de Gimnasia, por los contratos de auspicios que el deportista había firmado. Pero eso, quizás, era simplemente el evento contingente que explicaba un contexto mucho más amplio como que desde 1998, Yoel es la voz que mueve a González.

El mito deportivo dice que Gutiérrez le habría hecho una de esas preguntas que le hacían sus entrenadores cubanos, a un grupo de niños gimnastas del club de la Universidad Católica. Algo como ¿por qué vienen? Y que de todos, el único que habría dicho que quería ir a los Juegos Olímpicos fue González.

Después, Gutiérrez se fue a trabajar al Club Manquehue, en 1999, buscando el alto rendimiento, y renunciaría, frustrado, un año después porque, como diría tres veces esa tarde de lunes,"no hay una conducción hacia un objetivo real. En Chile los procesos deportivos son procesos antipedagógicos, que se manejan sin rumbo en busca de algo que no existe".

Cuando fue a buscar su finiquito, se encontró con un papel que decía "profesor de esgrima". Había trabajado bajo el rótulo equivocado y a nadie pareció importarle. Como a nadie pareció importarle, con la excepción de su mujer y sus dos hijas, que durante seis años Yoel se alejara del alto rendimiento como personal trainer o, incluso, como instructor de acrobacia en el Circo de las Montini.

El próximo salto fue volver con Tomás y conseguir, a pesar de los sueldos impagos, las peleas con la federación, los olvidos en las inscripciones de las copas del mundo y los implementos chinos poco aptos para un deportista de elite, lo que todos vimos en los diarios. Ahí, en el papel y las notas de la tele, aparecieron las medallas en los Panamericanos de Río de Janeiro en 2007 y las medallas de oro, plata y bronce, que Tomás consiguió saltando y girando en las carpetas más difíciles de Europa. Y eso era algo que Yoel veía, mientras leía una y otra vez El Padrino, de Mario Puzo, como una consecuencia lógica de un proceso que estuvo a punto de quebrarse el año pasado, cuando Gutiérrez y González decidieron dejar de trabajar juntos por casi un mes.

Entonces sucedió lo que debía.

Se juntaron, hablaron y Yoel Gutiérrez volvió a ser la voz y Tomás González el músculo, en ese universo extraño que es la gimnasia, que es la disciplina que se sostiene sobre el vértigo y las acrobacias, en ese espacio tan ambiguo que es el aire, donde lo que falta son certezas, pero donde dos tipos se encontraron en una suerte de sincronía anormal, para ayudarse a llegar a Londres 2012: ese lugar distante y emocional con el que sueñan, que serviría para contar la última gran verdad de todo esto.

Que Yoel y Tomás nunca fueron cuerpos a la deriva.

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