Por Andrew Chernin Abril 7, 2011

El Ministerio de Educación no aloja muertos, pero entonces, a esa hora, la idea no parecía una pesadilla imposible. Era tarde porque los vendedores de incienso, libros y calzones de la Alameda ya se habían levantado. Sólo quedaban los lectores de Tarot atendiendo a algún oficinista rezagado, los choferes del gobierno haciendo hora fumando un cigarro y los residuos de algo líquido en el empedrado del pasaje Valentín Letelier.

El ministerio, pasadas las 19:30, no era una morgue. El guardia de turno escuchaba cumbias y miraba por los monitores un edificio gris donde parecía existir un orgullo burocrático en los muebles industriales de madera, los ascensores añejos y una luz artificial con la que todos, incluso los niños morenos y alegres de la foto de la entrada, se veían más pálidos.

Verónica Abud, la jefa de división de Educación General, había dicho que sólo a esa hora podía hablar con tiempo de algo tan complejo como el problema de la educación chilena en su oficina del quinto piso, que es un salón con un escritorio, una mesa redonda, muchas carpetas y fotos de su marido y familia sobre un mueble. Verónica, antes que todo, va a decir que esto de la educación no es algo que vino a descubrir cuando llegó a sentarse a esta oficina. Que fue profesora, gerente general de una fundación (Barnechea) y que, incluso, formó otra (La Fuente). Que no habría tomado este trabajo si no hubiera visto la posibilidad de tomar acciones concretas. Que en todos esos años, en todas esas horas de carrete -recuerda cuando el último empleado del edificio le pregunta si puede irse-, ha llegado a una solitaria y rotunda conclusión.

"La educación, en su formato más básico, tiene que ver con el aprendizaje que un profesor le traspasa a un alumno. Nada más. Y en Chile, en los sectores más vulnerables, donde los niños llegan con más carencias, no nos hemos hecho cargo de eso. De eso se trata este Plan de Apoyo Compartido".

-¿No tenía que ver con la meta de subir 10 puntos en el Simce 2013 que les puso el presidente?

Abud ríe.

-¿Quieres saber de dónde parte?

Abud toma un PowerPoint impreso y empieza a leer.

"'Casi 100.000 niños al año no saben en cuarto básico lo que deberían saber en segundo básico, según la prueba Simce'. Cien mil niños rezagados. Todos los años. Que no saben leer ni escribir".
Toma aire.

"De ahí parte. Lo de los diez puntos es una consecuencia. ¡Si esto es como que estamos en la UTI y los niños se nos están muriendo! Les vamos a poner el oxígeno. Porque sabemos que si empiezan a respirar, los podemos pasar a la UCI. Porque si no, se nos van a morir. ¡SE-NOS-VAN-A-MO-RIR!".

El ministerio, a pesar de las luces, el vacío, la decoración y la hora, no es una morgue.

Pero aún así, adentro hay alguien que ve muertos. O casi.

La doctrina del shock  

Plan de Apoyo Compartido no es el nombre de un grupo vecinal y voluntario de madres solteras que necesitan de autoayuda. Plan de Apoyo Compartido es el nombre de una pequeña revolución que persigue algo tan básico y obvio que probablemente ruborizaría a los magísteres y doctorados que durante años han pensado, analizado y repensado la educación pública desde espacios muy distintos que el de la sala de clases. Plan de Apoyo Compartido es un proyecto que, en términos generales, pretende la implementación efectiva del currículo.

Y claro, puesto así, no dice mucho.

Para entenderlo, hay que decir que se trata de una suerte de intervención voluntaria de un año en 1.078 escuelas en todo Chile, que están dentro de las que sacaron los peores promedios Simce en los últimos cinco años, que se someten a una especie de tratamiento de shock en sus cursos de prekínder a cuarto básico tanto en Lenguaje como en Matemáticas. Esos, si se hacen las sumas, son 225.000 niños en los que el gobierno invierte $3.500 extras mensuales por cabeza.

Plan de Apoyo Compartido no es el nombre de un grupo vecinal y voluntario de madres solteras que necesitan de autoayuda. Plan de Apoyo Compartido es el nombre de una pequeña revolución que persigue algo tan básico y obvio que probablemente ruborizaría a los magísteres y doctorados que durante años han pensado, analizado y repensado la educación pública.

El shock consiste, además de la entrega de materiales, en la aplicación de modelos diferenciados de enseñanza, programas elaborados por el gobierno que, por ejemplo, detallan a los profesores qué contenidos deben pasar diariamente y que, además, aplica pruebas estandarizadas cada seis semanas para controlar el progreso de un profesor y de los alumnos. No sólo por el complicado pretexto de evaluar, sino que también para generar una red de información y datos donde los avances o retrocesos de un niño no son solamente una anécdota perdida dentro de la sala de clases, tanto como una evaluación que se convierte en una estadística más al servicio del análisis de una comuna, un país y de la educación municipal y podrida que la engloba.

Aunque esta idea, hay que ser justos, no nació en Chile.

Pero tampoco, y esto quizás es más importante, en Cuba.

La elección de Paul

En este minuto, Paul Vallas es un gringo improbable. Y eso no tiene que ver con que esté pasando la tarde de un viernes en un café chileno, en calle Moneda, trabajando y rayando papeles sobre mesas que le aprietan las rodillas porque no aguantan su metro noventa, mientras suena Bon Iver y las secretarias y oficinistas uniformadas y ruidosas de Santiago Centro, pagan el primer happy hour del día.

Vallas es improbable en el sentido de que nunca nadie habría pensado que un ex alumno pobre de un colegio católico irlandés de Chicago, que tartamudeaba, balbuceaba, se agarraba a combos, tenía mala vista y que alguna vez pensó en desertar de educación media, era el refuerzo extranjero que la educación de un país a doce horas en avión de distancia estaba pidiendo.
Vallas, que es un tipo de 57 años, además, tampoco estudió en una universidad que impresionaría al panel de expertos de Becas Chile.

Vallas, de hecho, sacó su título de profesor y cientista político en Western Illinois, una universidad de 112 años especializada en la formación de docentes que entre sus ex alumnos destacados tiene a Robert Nardelli, el hombre que quebró a la Chrysler en 2007 y que, por eso, fue bautizado por la CNBC como uno de los peores directores ejecutivos de todos los tiempos.

Y eso, más allá de la ironía, es tal vez lo que lo convirtió en el hombre indicado.

Porque a diferencias de otros expertos en educación, creció sabiendo que era de la clase de marginales griegos, nieto de inmigrantes, que vivía en el tipo de barrios que los turistas sólo conocen por la ventana cuando toman un taxi camino al aeropuerto de O'Hare. Paul vivía en un departamento sobre un almacén, donde María, su madre, apenas supo que su hijo estaba pensando en dejar el high school, le dijo una cosa y le dio a elegir.

Lo primero era que sus malas notas no tenían nada que ver con el bullying, su acné, los cabrones compañeros irlandeses con plata que no querían a los griegos, o sus problemas de tartamudeo que probablemente habían empezado cuando sus profesores lo obligaron a escribir con la mano derecha, cuando Paul lo hacía con la izquierda. Para María, todo tenía que ver con que no estaba intentándolo lo suficiente. Así que tenía que elegir, o estudiaba o trabajaba en el restorán familiar.

Paul Vallas siguió y pasó de ser un escolar mediocre, a un universitario que conseguía las notas que quisiera.

Después vino el salto. Trabajó en el ejército, donde aprendió los beneficios industriales de los programas estandarizados, donde instructores que por algo habían terminado en el ejército, eran capaces de impartir lecciones sofisticadas simplemente ciñéndose al programa.

Lo que vino entonces, es lo que cuenta Google.

Vallas fue director ejecutivo del sistema de colegios públicos de Chicago entre 1995 y 2001, levantando una de las peores redes educativas de Estados Unidos y, según recuerda, "dejando un superávit de US$ 330 millones, cuando heredé un déficit de un millón de dólares". Vallas se convirtió en una suerte de celebridad que compitió en las primarias demócratas para ser el candidato a gobernador de su estado, perdiendo con Rod Blagojevich, y que rechazó la posibilidad de ir a pelear un puesto senatorial por Chicago. Cupo que, finalmente, terminó tomando Barack Obama.

Su tratamiento de shock, que incluía medidas como obligar a todos los alumnos a tomar los SAT, incluso si no querían pasar a educación superior, preuniversitario gratuito y notebooks para todos, logró levantar todos los grandes números como tasa de deserción y promedios en las pruebas nacionales. Pero como publicó el sitio Examiner.com, también era cierto que en los años de Vallas los jóvenes afroamericanos, en general, se quedaron estancados en comparación con los blancos, asiáticos y latinos.

Ese dato no pareció importar en Filadelfia o en Nueva Orleáns, adonde fue a parar después del huracán Katrina y donde sus alumnos de 8 a 18 años, entre 2007 y 2009, mejoraron significativamente sus resultados en comparación con los estudiantes que asistían a colegios que no recibían apoyo.

Vallas, el gringo improbable de las corbatas coloridas, lo había hecho de nuevo.
Sólo que ahora, ya no era Nueva Orleans la única que estaba mirando.

La idea lógica

A Verónica Abud la han tratado de comunista. También de compañera. Y eso, que a estas alturas ya parece una broma trasnochada, no tiene tanto que ver con una deuda añeja con la lucha de clases como con la circunstancia de que, para ella, ésta era la única medida que podía tomarse. Lo único que se podía hacer.

Y aun así, no ha sido fácil.

Porque el programa que de Paul Vallas que quería adaptar a la realidad chilena, que había sido una decisión que tomó después de analizar otras experiencias de shock exitosas en Inglaterra, Brasil, India y Sudáfrica, significaba darle mayores roles al Estado y usaba términos como currículos estandarizados, que en los rincones más extremos de un gobierno que se mueve por todo el espectro de la derecha, merecía desprecios que encontraban su lógica en que esta medida atentaba contra el credo de lo neoliberal.

"Este es un ministerio -dice Verónica Abud- que no es dueño de ningún colegio, pero les dicta cátedra a todos los colegios. Les dice lo que tienen que hacer. Y además les fija el sueldo a los profesores de los colegios. No sólo eso, les pone un estatuto docente que hace competir a colegios municipales con el sistema particular subvencionado en condiciones tan distintas".

"Este es un ministerio -me dijo Abud- que no es dueño de ningún colegio, pero les dicta cátedra a todos los colegios. Les dice lo que tienen que hacer. Y además les fija el sueldo a los profesores de los colegios. No sólo eso, les pone un estatuto docente que hace competir a colegios municipales con el sistema particular subvencionado en condiciones tan distintas, que hoy día el mismo sistema está matando el sistema municipal. Entonces hablamos de que es un modelo súperprivatizado, ¡pero en la práctica no es! Porque ¿por qué tienen currículo entonces? ¿Por qué tú pagas por asistencia? ¿Por qué tienes supervisores? Si es por eso, tú deberías tener tus estándares online y pagar por el que cumple los estándares. Pero no es así. Somos una mezcla. No todo se puede mirar en blanco y negro".

Esa pelea Abud la dio hasta que Joaquín Lavín firmó su respaldo y el ministro entendió que el Plan de Apoyo Compartido era la respuesta a sus metas y plegarias. Incluso a pesar de quienes más se resistían, que consideraban que todo esto, sólo nos acercaba a Cuba.

Después vino el viaje en octubre de 2010 de Jorge Poblete, el coordinador general de educación del ministerio, junto a cuatro personas más, a Nueva Orleans, justamente en busca de Vallas, que había estado en Chile un mes antes, invitado por el Banco Interamericano de Desarrollo, para ayudar con la puesta en marcha de los colegios en el marco de la reconstrucción post 27/F. Una visita que Abud recuerda porque después de haberle dicho a Vallas que el terremoto era una oportunidad, y no un desastre, él se largó a hablarle sobre su mirada en el tema de la educación.

Y ahí todo calzó en una sincronía improbable.

Porque Verónica Abud, que estaba cansada de las reformas de diván que nunca llegaban a la sala de clases, se encontró con un tipo que más que asesor, se enorgullecía de ser un "hacedor" y que meses después, un dos de enero de 2011, terminaría aterrizando en Santiago -sin mediar anuncio alguno, tanto así que algunos lo llaman "el arma secreta de Lavín"- para ayudar en un equipo que más allá de pelea dogmática, entiende que el desastre no está en las oficinas ni en los think tanks.
La pelea está en lugares como el Centro Educacional San Joaquín, que por esas circunstancias tristes, queda en una calle llamada Comercio, donde lo que falta es la plata y lo que sobra es la vulnerabilidad. Una escuela donde hay apoderados detenidos, alumnos intervenidos por el Sename y donde Alma García, la jefa técnica, dice que en el mes que llevan de clases, los profesores le comentan que hasta ahora la gran transformación que les ha significado el Plan de Apoyo Compartido se sostiene sobre un pequeño y subvalorado detalle.

"Ellos -cuenta García- me dicen que ahora no se gastan en cosas administrativas. Porque eso es muy agotador. Con esto solamente se dedican a enseñar".

Y entonces volvemos a la única verdad de Verónica Abud.

Que la educación, en su formato más simple, tiene que ver con el aprendizaje que un profesor le pasa a un alumno. Que, finalmente, la gran revolución que necesitábamos era permitir que eso pudiera ocurrir.

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