Por Alberto Fuguet, escritor y cineasta Abril 7, 2011

Los subieron por unas horas y los bajaron excusándose por no haber tachado los datos personales de quienes aparecían hablando en los textos. Pero ésos archivos judiciales que el diario electrónico El Mostrador puso en la red impresionan justamente porque no necesitan la identidad de sus autores para que funcionen, y eso no es menor.

Se tiende a creer que un texto es verdad porque está firmado; judicialmente es así. Literariamente, sin embargo, las reglas son otras: uno cree porque se produce una suerte de fe/confianza con aquel que se está expresando. Luego de leer todo el manuscrito, uno queda con la sensación de estar frente a un texto sin duda literario que -sin quererlo y sin tener un autor real a cargo- se ha vuelto algo parecido a una novela coral "en progreso" gracias a su fuerza poética, a ese tipo de detalles que sólo son capaces de captar los grandes autores o aquellos que dicen la verdad y por lo tanto no necesitan esforzarse por inventar ("tengo este reloj para acordarme siempre de ti").

Es ante todo el expediente judicial de un caso que sigue afectando a muchas personas; es pieza de una investigación abierta. Es, obviamente, un texto que nunca quiso ser un libro. Y, por cierto, aún no lo es. Es un texto que suma "voces" y "casos" y personas muy diversas en torno a un mismo tema y a un mismo personaje (la parroquia de El Bosque y el padre Fernando Karadima) y que fue construido (aunque no terminado) por transcripciones hechas por seres anónimos que han plasmado en palabras escritas las que partieron siendo confesiones y desahogos orales. Sin intentarlo, tanto "víctimas" como "defensores" van coincidiendo en armar un ambiente dentro de la parroquia que, piense lo que uno piense, no es el que uno se imagina (¿acaso ésa no es una de las metas de una novela?, ¿develar un mundo nuevo más que reiterar y reafirmar lo que uno ya sabe?).

El mundo literario siempre anda detrás de "la gran novela", aquella que no sólo venda o gane premios sino que condense y resuma un submundo: la gran novela popular, la gran novela reggaetonera, la gran novela de la farándula, la gran novela ABC1.

En la tradición de la industria literaria, sobre todo norteamericana, existen los libros quickies, una suerte de subgénero que consiste en sacar a la calle lo más rápidamente posible un libro, casi siempre de no-ficción, acerca de un caso que ha remecido a la sociedad.

 Con la publicación de esos archivos con fotos, nombres y hasta direcciones de los involucrados, muchos abusados fueron abusados de nuevo. Sé poco del mundo judicial, pero deduzco que lo que está en esos expedientes es secreto, confidencial, y justamente la gracia que poseen, la razón misma por la que quizás existen, es que fueron "escritos" de esa forma: porque lo potente de los testimonios es que no sólo parecen verdad sino al parecer lo son. Y lo son en el sentido que vienen de la memoria y de las voces de personas quecreen que están tan en confianza que no sólo no pierden nada con hablar sino que hablan para dejar de perderse.

Al material, que quizás nunca debió ver la luz ,pero ahora que todo lo ligado a este caso está siendo develado en pos de una justicia mayor, le falta pasar por un gran proceso de edición. Transformar algo real en ficción o en una suerte de no-ficción novelada requiere de intervención. Se ha hecho antes, y de manera impecable. Manuel Puig grabó durante meses a un gásfiter-maestro chasquilla del interior de Brasil y gracias a esa voz logró armar una de sus novelas más jugadas y poéticas: Sangre de amor correspondido. Quizás su mejor novela, es el trabajo que emprendió Diamela Eltit en Puño y Letra, un ejercicio experimental pero no por eso ininteligible, construido a partir de los juicios orales que se desarrollaron en Argentina con el caso Prats. Eltit se encontró mucho material pero se fijó, sobre todo, en la transcripción de un personaje secundario, Hugo Zambello, un actor y bailarín ligado a la farándula de la calle Corrientes. Truman Capote, por cierto, inventó todo esto, aunque a estas alturas cuesta creer que no inventó un poco de A sangre fría, lo que importa poco porque en esa "novela de no ficción" lo importante, lo clave, es que parece verdad y parece porque lo es: no importa que no todo sea cien por ciento verdad pues más del noventa y cinco sí lo es.

Este texto es valioso, potente, morboso, imparable, pero está incompleto: falta la voz de Karadima, su versión. La ministra en visita quiere esa voz para dirimir una supuesta culpabilidad.

Existe algo llamado "verdad literaria" o "peso literario" y es casi imposible de definir y menos de pesar, pero aquel que se enfrenta a ello lo capta de inmediato: es cuando sientes que no te están mintiendo (incluso si no te están diciendo estrictamente la verdad porque ya se sabe: la verdad no es un absoluto y se arma de muchas verdades). Esta novela-en-progreso está llena de jóvenes con padres ausentes o familias perfectas que no lo son tanto. Acá todo está mezclado y eso es, más allá de todo el tema del abuso sexual, lo que sorprende y aterra. ¿Nadie estaba mirando, fiscalizando? ¿Tanta era la confianza? "Pertenezco a una familia muy católica, soy el mayor de 8 hermanos y mis padres se casaron con él. Bautizó a casi todos mis hermanos y venía a comer periódicamente a mi casa… fue el guía espiritual  de mis padres, y mío también. Le teníamos confianza absoluta ya que era nuestro confesor y nos mostraba el camino de la santidad…".

En efecto, en esta novela no hay tantos personajes y los apellidos, todos sonoros, se repiten y se cruzan: mucho tío, mucho primo, mucho hermano, mucha generación tras generación (de nuevo: "El padre casó a mis padres"). Hay almuerzos, desayunos, misas de 7, viajes a la playa, al exterior, veraneos y toqueteos a vista de quien estuviera presente: "… en cuanto a actitudes impropias no es mucho lo que puedo decir, recuerdo que unas tres veces, conversando con él, como a la pasada, me tocó el trasero, lo que hacía reaccionar de inmediato un rechazo, lo cual pasó dentro del claustro de los sacerdotes. De lo que sí tengo memoria es que alrededor del año 1982 le bajó la costumbre de dar golpecitos en la zona genital a los jóvenes de su entorno más cercano, no recuerdo que me lo haya hecho a mí, además, como dije, yo jamás fui de los que tenían más cercanía, pero sí lo hacía… con frecuencia con XX. Incluso esto era tan frecuente que recuerdo haberme puesto de pantalla entre K y personas que pasaban por la sacristía, como señoras, para que éstas no se percataran y escandalizaran con los gestos de K hacia los jóvenes…".

En ese sentido, "la novela de El Bosque" está bien avanzada. Uno cree lo que está leyendo. La Iglesia al parecer también le cree al texto, si consideramos el veredicto del Vaticano. Leyendo las más de 600 páginas, uno siente que esa iglesia que toca las campanas a las 19:50 es una pequeña república donde las cosas se hacían de otro modo  y esos modos poco y nada tienen que ver con la manera de cómo se hacen en lo que llamamos "la vida normal" o "la vida religiosa" (lo más contundente del texto es que las cosas se hacían a la manera de Karadima, punto). La justicia recién abrió estos expedientes. La ministra en visita tendrá que dilucidar qué es verdad y qué fue ilegal.
Pero hay otras justicias, y una de ellas es la literaria. Las voces que arman el texto, buena parte de ellas compuestas por los que se sienten víctimas (esto es clave: lo sean o no, ellos se sienten abusados, manipulados, víctimas del "terror", "la culpa", "el miedo"), se sienten verdad. Uno les cree.

Aquel que filtró estos textos quizás cometió varios delitos, pero no me cabe duda que ayudó a la causa de las víctimas. Al leer los folios y encontrarse con esas voces, esos relatos, esas anécdotas que no tienen nada de anecdóticas, el caso de la inocencia del padre Karadima se complica, por decir lo menos. Y es aquí donde el propio Karadima, más sus abogados y, si los tiene, sus asesores de prensa, deberían convencerlo de hablar. No tanto para "completar" esta novela fragmentada que, por excesiva y sin pulir que esté, lo perfila de manera notable y lo transforma en un villano con el que se vuelve imposible empatizar. Este texto es valioso, potente, morboso, imparable, pero está incompleto: falta la voz de Karadima, su versión. La ministra en visita quiere esa voz para dirimir una supuesta culpabilidad. El posible lector de esta novela necesita esa voz para equilibrar los gritos y los ahogos de estos jóvenes y adolescentes, sean legalmente menores de edad o no, que quizás nunca se percataron que la calle donde estaba la parroquia se llama El Bosque ("el ambiente en El Bosque es de un grupo de gente de clase alta, conservadores, cerrado, totalmente manejado por Karadima, que impone su voluntad y una influencia absoluta… creo que él abusa del poder que tiene sobre la gente y puede llegar a despojarla de su verdad…"). Es curioso: desde siempre, desde que hay historias, el bosque está asociado a un sitio escondido, frondoso y oscuro, donde los que están afuera, o incluso a un costado, no pueden saber lo que sucede adentro. Curioso, novelístico incluso, que todo esto haya ocurrido en un bosque. Un escritor jamás se hubiera atrevido a jugar con esa metáfora más bien torpe. Pero la vida no es como en los libros: es peor, es más burda, es más misteriosa, es más insoslayable y definitivamete más injusta.

 

Relacionados