Por Santiago Roncagliolo | Escritor Marzo 18, 2011

-Odio Japón. Ésta es la sociedad más cerrada del mundo: detrás de una extrema cortesía no hay más que racismo, intolerancia e hipocresía. Es imposible hacer amigos, y si entablas relación con alguien, nunca sabes qué piensa en realidad.

El que hablaba tenía rasgos japoneses -como todos los inmigrantes-, pero su acento lo delataba como mexicano. Era principios de 2009 y estábamos en una conferencia en el Instituto Cervantes de Tokio para japoneses interesados en el mundo hispano e hispanos residentes en Japón. Yo les había pedido a estos últimos que me describiesen su experiencia viviendo en ese país. La respuesta del mexicano fue la más repetida. Y las hubo incluso mucho más agresivas.

Yo temí un altercado. He vivido en México, Perú y España, incluso una temporada entre Uruguay y Argentina, y puedo asegurar que, en cualquiera de esos países, si un grupo de extranjeros residentes se hubiese expresado así, la reacción habría sido furiosa. Los oriundos habrían protestado, habrían respondido con ácidos comentarios y, según la situación, podrían haber llegado a las manos.

En países ricos, como España, la cosa puede ser peor. La población suele considerar que la residencia legal es una especie de favor que les hacen a los extranjeros, así que si ellos expresan su descontento no sólo se les considera unos maleducados, sino también unos desagradecidos. Japón también es un país rico, es el tercero más rico del mundo, así que yo temí que la reacción de los nativos presentes iba a ser furiosa.

Para mi sorpresa, cuando les pregunté qué tenían que decir ante esas acusaciones, los japoneses respondieron:

-Nada. La opinión de estas personas es muy respetable.

-Creo que no me entienden -insistí-. ¿Están ustedes de acuerdo con lo que ellos dicen?

-Todo lo que dicen es muy respetable -repitieron-. Sumamente respetable.

Más tarde, uno de ellos, un profesor universitario, me explicó que evitar las situaciones de conflicto forma parte de su cultura. Según me dijo, sus compatriotas nunca se meten en líos ni se esmeran por cambiar las ideas de los demás, por antipáticas que puedan sonar. Y no lo hacen, dijo el académico, principalmente por dos razones: "Los japoneses admiramos la armonía. Además, tenemos claro que en las discusiones nadie convence a nadie de nada".

Para los japoneses que conocí, así como para los ingleses, la inexpresividad es una señal de dominio de sí mismos. En cambio, la manifestación abierta de emociones, es una fuente segura de lo más terrible que le puede caer encima: la vergüenza.

No puedo dejar de pensar en eso después del terremoto y el tsunami que azotaron hace una semana a Japón. Porque incluso en esa tragedia hemos podido ver esas dos características en su máximo esplendor: en la televisión, los japoneses que rescatan a sus parientes de los escombros o contemplan la destrucción de sus hogares aparecen impertérritos, como si el tema no tuviera que ver con ellos. Por supuesto, eso implica una gran cuota de discreción -hacer escándalo rompería la armonía-, pero también de pragmatismo: no son muy dados a llorar por la leche derramada. El llanto, así como las discusiones, no cambia nada.

Cero emotivos, muy pragmáticos

Pienso otra vez en la respuesta de ese profesor japonés, a quien conocí en Tokio cuando me instalé allá un mes a preparar mi última novela ("Tan cerca de la vida"), ambientada en Japón. Su frase resumía dos piedras angulares del temperamento nipón. En primer lugar, la voluntad de "mantener la armonía", es decir, mantener la compostura sin importar qué tan desesperada sea la situación. En la práctica, esto quiere decir: evitar en lo posible la expresión de emociones.

La única sociedad que he visto con una tradición semejante es la inglesa. Y, por cierto, los latinoamericanos o incluso europeos del Sur que he conocido en el Reino Unido siempre se quejan de sus habitantes en términos muy similares a los del mexicano de mi conferencia.

Para los japoneses que conocí, como para los ingleses, la inexpresividad es una señal de dominio de sí mismos. En cambio, la manifestación abierta de emociones es una fuente segura de lo más terrible que les puede caer encima: la vergüenza. 

Ese estilo japonés

Pero la respuesta del profesor pone también de relieve otra gran característica del pueblo japonés: su pragmatismo. En la cultura latina, al menos en países con índices moderados de violencia, discutir está bien visto. En España o en Italia basta encender la radio para escuchar a los partidarios de los distintos bandos políticos despellejándose a gritos. Y, en general, las personas aprecian que los demás expresen su opinión, aunque eso no signifique que vayan a escucharla. Discutir es un deporte como el tenis o el fútbol, con un ganador y un vencedor. Y cuando se enfrentan dos deportistas, nadie espera que uno de ellos se rinda ante la calidad de los argumentos de su adversario. Los japoneses prefieren ahorrarse esa pérdida de tiempo.

De hecho, su actitud tiene manifestaciones de peso histórico. Por ejemplo, el milagro económico japonés. Durante la Segunda Guerra Mundial, Japón no sólo fue derrotado: fue humillado. Las bombas atómicas que recibió aplastaron cualquier asomo de resistencia por su parte. ¿Cuál fue su reacción? Asumir de la manera más práctica que el enemigo era superior y copiar su sistema económico.

Incluso en Francia, que fue liberada por tropas americanas, se registró una fuerte oposición a los Estados Unidos. Algunos sectores políticos llegaron a comparar a sus tropas con la ocupación nazi. En cambio Japón, que tenía bastantes más razones para odiar todo lo que fuese americano, asumió la derrota con toda la sabiduría posible. Simplemente, se integró en el capitalismo y construyó una economía de vanguardia. Hoy en día, Tokio es una ciudad mucho más moderna y tecnológica que cualquier capital europea.

Así que si algo de ellos no te gusta, los japoneses escucharán de qué se trata. Si consideran que tienes razón, cambiarán aquello que te disguste. Y si no, te oirán con una sonrisa en los labios y no te harán el menor caso.

Esto no es chiste

Ahora bien, mientras escribo estas líneas -y en Japón se siguen sumando muertos y todo se complica por el fantasma de una tragedia nuclear- me doy cuenta de que generalizo más de lo que sería correcto.

Siempre me ha chocado escribir que los ingleses son de un modo o los japoneses son de otro, como si fuesen todos iguales. No lo son, claro, pero estos últimos sí que tienen una de las sociedades más cohesionadas y, por lo tanto, una de las culturas más compactas que se pueden encontrar aún en el caótico siglo XXI. Su sociedad es muy antigua, estuvo cerrada a Occidente hasta muy tarde, y hoy en día es muy rigurosa con sus reglas de inmigración, lo cual hace que sus rasgos culturales sean más visibles que, por ejemplo, los de los ingleses, cuya lengua es la más hablada del mundo y cuya población incluye millones de habitantes de origen indio, paquistaní, europeo del Este y africano, sólo para empezar a contar.

Incluso en Tokio, una de las ciudades más grandes, más modernas y más caras del mundo, un extranjero sigue siendo algo extraño, y una opinión o ironía es casi un insulto. Eso comprendí una noche de copas con extranjeros, en un bar del barrio de Shibuya. En un momento, nos pusimos a contar chistes sobre países: un argentino contó un chiste de gallegos, un colombiano contó un chiste de argentinos, una francesa contó uno de belgas, y así. Cuando le llegó el turno a una japonesa de la mesa, ella se quedó muda. Sólo entonces reparamos en que no se había reído con ninguno de los chistes, y que, peor aún, nos miraba a todos con cierta desaprobación:

-Lo siento -dijo-, pero no puedo.

Como su inglés no era muy bueno, yo traté de animarla.

-No hace falta que lo cuentes muy bien.

-Es que no sé chistes sobre ningún país o grupo.

-Por lo menos, dinos de quién se cuentan chistes en Japón.

-No se cuentan de nadie -dijo, y ahora sí su mirada era de franca repugnancia-. Es una falta de respeto. Y nosotros no faltamos el respeto.


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