Por Alberto Fuguet, escritor y cineasta Febrero 25, 2011

Sucedió hace un año, pero parece que ocurrió ayer. El hecho que siga temblando, o que sigamos sintiendo que tiembla, sólo aumenta la ansiedad y potencia el aniversario. ¿Cómo conmemorar algo que sigue teniendo réplicas? El fin sólo llega cuando todo ha terminado. ¿Lo del 27/2 ha terminado?

Charles Richter, el científico nudista que inventó la famosa escala que ahora nos rige y aterra, lo dijo claro: un terremoto no llega solo. Es cierto: mueve todo y remece lo que creíamos era sólido. Nos hace dudar de la firmeza del suelo que pisamos.

Nos sorprendió a todos. A mí me pilló de sorpresa y me lanzó contra una pared, tal como décadas atrás un movimiento telúrico menor, pero parecido, me botó de mi cama en un suburbio californiano. Muchos creen que la experiencia telúrica de un ser humano no lo prepara, lo triza. Mientras menos terremotos uno tiene en el cuerpo, mejor. Yo no tenía tantos, pero me sentía "un experto". Había leído e investigado terremotos, sismos y cataclismos, pero la hecatombe del 27 de febrero me demostró que nada se compara con la experiencia real. Un 8.8 (qué número tan perfecto) era un "evento" que muy pocos contemporáneos habían vivido. Mientras todo se movía, me acordé de los sismólogos que años antes me habían ayudado para que yo pudiera escribir una novela. Me acordé de cómo me hablaban con cierto orgullo de los dos terremotos de mayo de 1960 en Valdivia y Concepción. Pensé que ellos estarían más fascinados que aterrados en esos momentos. Mientras se iban quebrando los vidrios, me repetía como un mantra algo que nunca pude olvidar: la tierra nunca ha matado a alguien, son los edificios y es el mar cuando se retira y decide regresar a su lugar de origen.

Antes que amaneciera ese sábado, mucho antes de los saqueos o los informes del tsunami, el año del Bicentenario ya había llegado a su peak.

Años atrás, mucho tiempo después del terremoto de 1985, pero mucho antes del 8.8, me obsesioné con los sismólogos y con un dato que vi por casualidad en un diario: en un país telúrico como el nuestro había menos sismólogos que sacerdotes. De ahí surgió la necesidad de escudriñar en la mente de un sismólogo y de tomarlo como un "tipo-símbolo" para Las películas de mi vida, una novela acerca de las cintas de desastres de los 70.

"Memoria + sismos = hito" anoté en una libreta luego de conversar por primera vez con Jaime Campos en el Instituto de Sismología. Un día, conversando, de pronto me dije: "Dios, este tipo es un poeta". Pero no. Cuando Campos me iba explicando la razón por la cual Chile era uno de los países más telúricos empezó a usar palabras que no eran metáforas sino simplemente hechos: fisuras, fallas, rupturas, divisiones, réplicas. Campos no intentaba resumirme la historia de Chile, sino la historia profunda, la geológica, la que hizo que este territorio exista y lo que puede hacer que esta franja termine desapareciendo.

Supuestamente lo peor ya pasó. Ocurrió hace un año. Pero se necesitará un tiempo para olvidar, para parchar las trizaduras y reponer los azulejos de la cocina. Lo que ayuda a olvidar -a aplacar el miedo, a calmarse- es hablar. Compartir. Contar. Quizás recién ahora podemos narrarlo y elegir bien nuestro rol estelar en nuestra propia película de catástrofe.

Más allá de las tragedias y dolores personales, el inconsciente colectivo, empujado y exacerbado por la posibilidad de la televisión de steven-spielbergizar todo en vivo y en directo, hizo que todos nos sintiéramos parte de una megaevento cuyo costo no sólo era en vidas y destrucción, sino en despliegue, histeria y puesta en escena. No es raro que cuatro películas deseen captar lo que cada uno ya captó.

Único, grande, nuestro

Antes que amaneciera ese sábado, mucho antes de los saqueos o los informes del tsunami, el año del Bicentenario ya había llegado a su peak. Pasara lo que pasara ese 18 de septiembre del 2010 que entonces se veía lejano, el pegamento que como sociedad nos iba a unir terminó siendo el estuco que se vino abajo. Al final dio lo mismo cuánto gastaran o cuántas teleseries de época y con patillas estrenaran; no importó cuántos juegos de luces iluminaran La Moneda, pues antes que se supiera qué había sucedido, el evento del Bicentenario había concluido como ninguna parada militar o rodeo o fonda sería capaz de hacerlo. Si el sueño del Estado era que el país recordara por siempre el año que cumplimos 200 años, logró sin querer su objetivo. El terremoto del 27 de febrero fue el evento que superó todos los eventos, aquel espectáculo sonoro y luminoso y acuático y telúrico y transversal e irreversiblemente generacional que despedazó a La Pequeña Gigante y las fiestas del Teatro a Mil y todas las celebraciones ciudadanas para simplemente marcar un antes y un después, y dejar como símbolo no la bandera más grande del mundo que nunca flameó, sino la bandera más manchada y destrozada y con pena de todo el litoral central.

Todos vivimos ese momento.

No fue una fiesta, pero nadie se quedó fuera.

Nuestro 27/2 fue nuestro: un bombardeo mediático y real que nos dejó a todos al menos con un cuento. Con una historia que siempre nos parece increíble. No hay historia ligada al terremoto que no funcione, que no intrigue, que no nos cautive y nos haga sentir parte. Lo que nos interesa de estas pequeñas historias que arman la gran epopeya Bicentenario ("el año que sobrevivimos") no es el final sino el cómo.

O quizás el dónde.

Mucho tiempo antes del 8.8, me obsesioné con un dato que vi en un diario: en un país telúrico como el nuestro había menos sismólogos que sacerdotes. De ahí surgió la necesidad de escudriñar en la mente de un sismólogo y tomarlo como un "tipo-símbolo" para mi novela "Las películas de mi vida".

Porque al final, eso es lo primero que todos preguntan y que todos se agitan al responder: Y tú, ¿dónde estabas?¿Dónde te tocó?

No hace falta más, todos entienden. Entendemos. Es nuestro código, lo que nos hermana y separa de todo el resto del planeta que nunca va a poder realmente entender lo que es vivir un 8.8 en medio de la noche. Las respuestas son tantas como sitios o personas o situaciones. Recién ahora podemos -sin culpa- exagerar un poco, modificar ciertos aspectos, subrayar y salpicar ciertos detalles. Todos tienen -tenemos- una historia, por pequeña y doméstica que sea. La menos mediática de las historias, quizás la más aburrida, la de la señora de 90 años en el piso 16 con su gato. O la de aquel que simplemente dormía el sueño profundo del Lorazepam. Hay historias que nos interesa escuchar, aunque sepamos el final. Como la  de aquel que siguió durmiendo luego de sacudirse el cemento del pelo y luego despertó cuando llegó el  radiotaxi que había solicitado para irse al aeropuerto a tomar un vuelo a La Serena que nunca despegó. O aquella que interrumpió una llamada por celular para decir: "Te dejo, mira que se salió el mar". Está la historia de la primera mala cita que estaba por terminar en nada y que dio paso a una maratón de sexo hardcore "antes que se acabara todo, loco". O aquel cuya primera llamada por celular que le entró fue de un número desconocido y resultó ser de un ex amigo que luego de preguntarle si estaba vivo le dijo: "Lástima, traidor".

Único, grande, nuestro

Todas estas historias, todas estas anécdotas (refrigeradores lanzando cajas de helado sobre sofás; celulares atrapados bajo cómodas; el poderoso olor a vino tinto; vinagre balsámico y aceite de oliva aliñando el piso flotante; pies sangrando y tazas de baño expulsando agua azul sobre baldosas quebradas) son nada comparadas con las verdaderas tragedias de la gente atrapada en los edificios que se cayeron o aquellos que desaparecieron dentro de olas gigantescas.

O quizás no son tan poca cosa: son -mal que mal- las historias y los recuerdos de los que van a recordar y contar y estar o no estar preparados para el próximo. Son los millones de personas que, durante un par de interminables minutos, vivieron un fenómeno tan natural como lógico, pero no por eso menos incomprensible, que suena a venganza o castigo, que hace dudar al más incrédulo, que remece al más sólido, y que convirtió a cada uno de los que lo padecieron (es decir, a todos los chilenos, incluso a aquellos que no lo sintieron, pero que tenían lazos con los que sí fueron tumbados al suelo) en sobrevivientes.

En héroes.

En héroes -no extras- de una de esas películas de catástrofe que al final no eran tan falsas ni fantasiosas como uno creía.

El 27/2 fue nuestro: un bombardeo mediático y real que nos dejó a todos al menos con un cuento. Con una historia que siempre nos parece increíble. No hay historia ligada al terremoto que no funcione, que no intrigue, que no nos haga sentir parte.

Durante muchas horas, en medio de la oscuridad, en medio de esa noche de verano de luna llena, casi todos tuvieron que barajárselas solos o armar lazos con desconocidos e intentar conectar con los suyos que estaba en cualquier lugar menos cerca. El modo de comunicación fue la incomunicación y el rumor. Y ese par de horas de angustia es lo que transforma a cada uno de ellos en un nosotros. En sobrevivientes de un fenómeno -de un evento, de una efeméride, de un momento histórico, de un caos televisado en vivo y en directo- que no siempre sucede y que, al azotar a todos, terminó siendo mucho más que un consuelo, algo así como una epopeya colectiva. A unos les tocó más, a otros menos, unos sintieron que les tocó demasiado, otros que se salvaron y tuvieron suerte, pero todos fuimos parte y fuimos uno. Aunque fuera por un rato.

De alguna manera sigue temblando y, por otro lado, todo permanece relativamente igual. Esto no fue Haití. El terremoto no removió grandes estructuras o hizo que la sociedad, tal como la conocemos, se viniera abajo. No, nada de eso. El país -arquitectónica y socialmente- quizás es más sólido de lo que pensamos o simplemente está tan estructurado-estratificado que ya no hay cataclismo-tsunami-revolución que lo haga hundirse. Hubo momentos de pánico, de terror, de locura; hubo saqueos, militares en la calle, desaparecidos, héroes anónimos y hordas cobardes. Hubo demasiado silencio, demasiado ruido, demasiada desconexión. Luego hubo demasiada televisión.

Pero todos lo vivimos y todos lo vamos a recordar.

Estuvimos ahí a las 3:34.

El próximo 27 de febrero será más que un domingo: habrá algo de nervios (¿habrá uno nuevo?, ¿peor?), pero más que nada habrá flashbacks, recuerdos, inserts en cámara lenta y una suerte de loop en 3D donde cada uno recordará el terremoto que no alcanzó a tener un nombre de ciudad y sí un número inolvidable. Raro como suceden las cosas: el año de los 200 terminó siendo el año del 8.8.


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