Por Gonzalo Maier, desde Bélgica Febrero 25, 2011

Una vaca. Diez vacas. Quinientas vacas. La mejor cerveza del mundo, la mejor de todas, se llama Westvleteren y, lejos del glamour que podría tener, para beber un mísero sorbo hay que pasar horas mirando molinos y animales por la ventana de un tren. Porque la Westvleteren 12, una cerveza que ni siquiera tiene etiqueta, no se puede encontrar en ningún bar ni mucho menos en un supermercado. Así es. La cerveza perfecta no se vende. Y cuando se vende, no es a cualquiera. Para probarla -y esto es parte de su encanto- se necesita poca plata, kilos de paciencia y, sobre todo, viajar a un pueblo -categoría urbana generosa para sólo una calle, un monasterio y un par de casas- perdido en el norte del campo belga. Plagado de vacas.

Westvleteren, para ser exactos, no sólo es el nombre de una cerveza sino también el de ese pueblito que queda en la frontera norte que separa Francia y Bélgica. Ya dijimos que es diminuto, pero hay que agregar que es increíblemente verde, frondoso y, aunque allí no viven más que 27 religiosos y un par de campesinos flamencos, nunca está vacío. Hoy es lunes a mediodía y en Westvleteren hay bastante gente. Y cerveza, claro. Los culpables de tanto alboroto, y de que una horda de gordos y calvos fanáticos de la cerveza llegue todos los días hasta este punto del mapa, son los monjes del monasterio Sint Sixtus. Con ellos, y con su curioso modo de venta, comienza esta historia.

La verdad es ésta: uno puede estar en el mejor hotel de Bruselas, en el restaurante con más estrellas Michelin de París o en un bar en Oostvleteren -el también diminuto pueblo hermano de Westvleteren-, pero si piden la cerveza que ha ganado todos los premios que le han puesto por delante, no la encontrarán. Seguramente si el barman es instruido, entenderá perfectamente de qué le están hablando, pero luego levantará los hombros diciendo que no, que no tienen esa cerveza. De hecho, que nadie la tiene. Porque cuando los monjes entregan una caja -el máximo que una persona puede comprar-, miran a los ojos y hacen prometer al comprador que no venderá ni una gota ni lucrará con ella. Luego se estrechan las manos y la promesa queda sellada.

La Westvleteren -sí, ésta es precisamente la parte en donde los profesores de las escuelas de negocio o los emprendedores sedientos de dinero se toman la cabeza con las dos manos y se golpean contra la pared- está al margen de cualquier sistema ordinario de compra o venta. Incluso más: los monjes cerveceros que se esconden en su monasterio están más allá de la oferta y la demanda. La verdad es que hacerse millonarios, trabajar una marca y dominar el mercado les importa un reverendo rábano.

El año y el hombre clave

Entregados a la regla monástica de San Benito y a la máxima de "ora et labora" -reza y trabaja-, los monjes belgas de Sint Sixtus tomaron a la cerveza como el arma mágica para autofinanciarse. Tal como algunos monasterios viven de la venta de queso o miel, ellos viven de la cerveza. Eso ocurrió hace 174 años. Pero lo cierto es que hay un nombre y una fecha en que la cerveza de Sint Sixtus dejó de ser una del montón y pasó a ocupar el número uno del mundo para revistas como BeerAdvocate o sitios como RateBeer.com, seguramente los dos medios más influyentes en el tema y que desde el 2005 tienen a la Westvleteren 12 como la mejor del planeta, superando a exclusivas cervezas californianas (Pliny the Elder) o suecas (Närke Kaggen Stormaktsporter). El año del cambio es 1993; y el nombre del culpable, Joris.

Estos monjes viven de la cerveza hace 174 años. Pero hay un nombre y una fecha en que la cerveza de Sint Sixtus dejó de ser una del montón y pasó a ser la número uno del mundo. El año del cambio es 1993; y el nombre del culpable, Joris.

El hermano Joris, que a la distancia parece un tipo frío y anacrónico, un chiita de las buenas cervezas, hoy tiene 50 años, es delgado, lleva el pelo muy corto y desde hace años no da entrevistas. Únicamente reza y trabaja. Él es el gran maestro cervecero en Sint Sixtus. Antes, hace 17 años, Joris tenía otro nombre y era capitán de la policía en Bruselas. Eso hasta que de seguro un día concluyó que estaría mejor enclaustrado en un monasterio que persiguiendo bandidos. Se recluyó en Westvleteren y comenzó a trabajar en la planta cervecera del monasterio. Y, de paso, descubrió que tenía el talento necesario para convertirse en un maestro.

El resto fue un boca a boca que se tradujo en hileras de autos que se comenzaron a estacionar en la puerta del monasterio y a preguntar si podían comprar el clásico cajón de madera con 24 botellas. Y como no tienen etiqueta, sólo el color de las tapas las diferencia: la verde es la blond (5,8º de alcohol), la con tapa azul es una maravilla de cerveza negra con 8º, y la amarilla es la 12 (por sus 12º), la mejor de las mejores. Eso también lo saben quienes, después de jurar que no lo iban a hacer, rompen la promesa y subastan botellas en sitios como eBay, donde se pueden encontrar seis hermosas botellas por US$ 144.

En una de las contadas entrevistas que dio hace muchos años al diario flamenco De Morgen, el hermano Joris dijo que su cerveza no se puede exportar y ni siquiera llevar muy lejos porque rápidamente comienza a perder sus cualidades. Los monjes nunca han puesto un anuncio en los diarios, jamás la han presentado a un concurso -son sus fanáticos los que la llevan- y ni siquiera han instalado un letrero en el camino que diga que ellos, los monjes de Westvleteren, venden cerveza. Y como para terminar de demostrar que sus reglas no son las que rigen el siglo XXI, el hermano Joris dejó muy en claro que hacen cerveza únicamente para vivir. Y no al revés. Ni para ahorrar, ni para ayudar a los pobres del Tercer Mundo ni menos para hacerse ricos. Por eso no aumentan ni en una sola sus 60.000 botellas anuales y, por lo mismo, tomar una copa -sí, la tradición belga es clara: la cerveza se toma en copa- puede ser algo así como un golpe de suerte. Por lo mismo, como sólo hacen cerveza 72 días al año, a veces la producción se acaba.

El largo camino hacia la mejor cerveza del mundo

Westlvleteren: Instrucciones de uso

Es difícil sospechar que para tomar cerveza es necesario un teléfono. Pero sí. Ése es el primer e inevitable paso. Hasta 2006 lo normal era ir, tocar la puerta del monasterio y preguntar si quedaban cervezas. Pero todo cambió cuando Joris, el maestro cervecero, se volvió a encontrar con sus antiguos colegas.

Justo después de que el sitio Rate Beer, en su concurso bianual de 2005 y con toda la repercusión mediática que tuvo, designara a la Westvleteren número 12 como el punto más alto al que puede llegar una cerveza, los policías del pueblo le explicaron a Joris que el asunto no podía seguir así: de repente, las colas con autos se multiplicaron como la peste negra y el pequeño pueblo dejó de funcionar para transformarse en un gran estacionamiento de automóviles incrustado en medio del campo.

Por eso hoy, para llevarse un puñado de botellas de Westvleteren a la casa, ni siquiera basta con ir y tocar la puerta del monasterio. Primero hay que llamar. Del otro lado de la línea aparecerá un monje que en holandés, francés o inglés le dirá qué día y a qué hora puede ir a buscar su caja con cervezas. Pero no es cosa de echarse en una silla, poner los pies sobre el escritorio y marcar. Antes hay que entrar a la página del monasterio (http://www.sintsixtus.be/eng/brouwerijactueel.htm) y averiguar cuándo se puede llamar y qué tipo de cerveza estará disponible. Pueden pasar semanas o hasta meses, por cierto, en que no se acepten llamados. Y de repente éstos se abren, pero sólo para la Westvleteren blond (28 euros por 24 botellas), o la número 8 (32 euros), o quizá para la 12 (38 euros por dos docenas de botellas: una ganga obscena). Ya lo dijimos, para probar la mejor cerveza del mundo no hace falta mucha plata, pero sí paciencia. Kilos de paciencia.

El viaje comienza en Bruselas. Más exactamente en la estación Bruxelles-Midi, la más grande, sucia e internacional de todas. Desde allí, cada una hora, sale el único tren con destino a Poperinge, la ciudad más cercana a Westvleteren. Son 34,6 euros por un billete de ida y vuelta, en una segunda clase muy cómoda en donde, de seguro, muchos de los que van sentados también tendrán, entre ceja y ceja, una botella de cerveza.

Una tesis: la estrategia de los trenes belgas es andar lento y desconocer que la menor distancia entre dos puntos es la línea recta. Así, podríamos sospechar, pretenden hacer creer que el país es más grande de lo que realmente es. Por eso, aunque de Bruselas a Poperinge hay sólo unos ridículos 128 kilómetros, el tren se toma dos horas y media.

No es difícil encontrar el monasterio. Es casi lo único que hay en el pueblo. Aunque, desde hace unos años, al frente está el In de Vrede, un pequeño local que levantaron los propios monjes. La cerveza allí es más cara, pero al menos da la oportunidad de probar la mejor del mundo.

En foros de amantes de la cerveza -esos reductos virtuales de freaks que dan vueltas al mundo descubriendo los secretos de la cebada- dicen que después de esas dos horas y media de trayecto hay tres opciones para llegar al monasterio. Una es ir en bicicleta, otra a pie, y la tercera en bus. A no ser que estén entrenando para el Ironman de Hawái, olvídense de las dos primeras. Otra opción, por supuesto, es tomar un auto,  pero si el conductor no es un profesional del GPS o no cuenta con un nativo que indique la dirección, la tarea es sencillamente imposible. En el camino entre Poperinge y Westvleteren hay senderos de tierra, un pequeño y tupido bosque, granjas diminutas, un par de bares instalados en medio de la nada, espantapájaros, plantaciones de quién sabe qué… pero nunca un cartel que indique la dirección.

Por eso, la opción más usada es Belbus. Y acá, en esta parte, el teléfono vuelve a ser importante. Belbus es un minibús del gobierno flamenco que une pequeños pueblos con las ciudades cercanas. Pero en vez de funcionar como micro, lo hace como radiotaxi. Así, al menos tres horas antes de llegar a Poperinge, hay que marcar el 0595256 e indicarle al telefonista (en inglés, francés u holandés) que pretende ir de la estación de trenes al monasterio de Sint Sixtus. Del otro lado le preguntarán su nombre y le darán la hora exacta en que pasarán por usted. Para el regreso, hay que hacer lo mismo.

En Westvleteren, un pueblo al que se llega tras unos breves pero movidos veinte minutos, no es difícil encontrar el monasterio. Es casi lo único que hay. Aunque, desde hace unos años, al frente está el premio de consuelo: se llama In de Vrede -"en paz"- y es un pequeño local que levantaron los propios monjes. Ahí hay mesas, sillas, una impagable vista a un campo verde y algunas botellas. Sí, son bastante más caras que la clásica caja -cobran 4,3 euros por botella-, pero le aseguran al visitante la oportunidad de poder, al menos una vez en la vida, levantar una copa y probar la mejor cerveza. Siempre y cuando quede alguna, claro.

A Joris no se lo ve en Westvleteren. De hecho, no se ve a ninguno de esos monjes a los que la ley de la oferta y la demanda los tiene sin cuidado. En Westvleteren, en medio del campo, sólo se ve a los turistas que atraviesan cielo, mar y tierra para ir a recoger una caja con cervezas o para sentarse ahí, en un pequeño local, a tomar una cerveza fuerte, compleja, intensa, densa y misteriosa. Salud.

Relacionados