Por Diciembre 17, 2010

© José Miguel Méndez

Flor Bellamira Neira

Edad: 50 años // Ocupación: Dueña de casa // Ubicación: Población Gente de Mar, caleta de Penco // Situación:  antes del terremoto, su vida transcurría puertas adentro en una sencilla casa de madera. Deprimida y sin ánimo, su única preocupación era Jason, un rottweiler al que cuidaba como si fuese un niño. La fuerza del maremoto corrió su casa cinco metros más allá desde donde estaba.

El mundo de Flor Bellamira Neira comenzaba y terminaba en esa casa. Ahí mismo, en esa construcción sencilla y de madera en la caleta Gente de Mar, en Penco, que era donde vivía y donde escondía su depresión. Porque Flor no salía, no abría las ventanas y siempre estaba al borde del desmayo y la enfermedad. Sus tres hijos -Edison de 25 años, Jairo de 24 y José Osvaldo de 23- le hablaban, como tratando de animarla, pero no pasaba nada. A Flor, hasta el 26 de febrero, lo único que lograba que se olvidara de su cama, los desmayos y las ventanas cerradas era un perro. Un rottweiler de casi 70 kilos, al que cuidaba como si fuese un niño. A Flor, sólo esa bestia lograba sacarle una sonrisa.

Entonces vino la ola.

El tsunami del 27 de febrero dio vuelta su casa y la corrió más de cinco metros. Y algo de ese desastre que empapó todas sus cosas y la dejó sin techo, le hizo clic. Porque, desde ese día Flor decidió que nunca más quería que la llamaran Flor. Casi como si el maremoto hubiera ahogado a la parte de ella que vivía deprimida, para que surgiera otra. Una que vio que todos sus vecinos habían perdidos sus casas, que en su barrio no había más que barro, y que nadie de su familia tenía qué comer. Pero una que también pidió que la empezaran a llamar Bellamira, que era su segundo nombre, y la forma en que su madre la llamaba cuando era niña. En ese nuevo mundo completamente destrozado que le tocó enfrentar, Bellamira se prometió que ayudaría a sus vecinos y que levantaría una nueva casa. Y que no decaería.

Así que acompañó su nuevo nombre con otra estética, que dejó a sus hijos sin palabras. Olvidó los vestidos viejos y se puso unos jeans y polera blanca que sacó de una bolsa de ropa que llegó para los damnificados de Penco. También decidió terminar un curso de cocina de productos del mar que tenía pendiente del verano y le dieron ganas de volver a trabajar. Pero no a lo de antes, que era sacar pelillo de la playa, limpiarlo, secarlo y luego vender a mil pesos un saco de 10 kilos. Bellamira quería algo distinto y eso fue lo que consiguió dos meses después del terremoto. Comenzó a trabajar como asesora del hogar en un condominio en Vilumanqui, en las afueras de Concepción. Ahí trabaja de lunes a sábado, viajando media hora en bus de ida y de vuelta, cuidando a un niño de quince años y a una niña de nueve. También les cocina y a veces les prepara su especialidad: tallarines con huevo revuelto y cilantro picado fino. Cuando regresa a su casa, que hoy son tres mediaguas instaladas en el mismo terreno, a veces siente frío y otras calor. Se acuesta y trata de dormir, pero hay días en que le cuesta. El terremoto le dio un nuevo nombre a Flor y una nueva imagen. Pero también le dejó otra herencia: un dolor de cabeza que palpita por detrás de su cabeza.

-Y cuando me dan -dice Bellamira- es como que me doliera el cerebro.

Sobrevivientes

Sandra Huenupi

Edad: 18 años// Ocupación: Estudiante// Ubicación: Block 765, Cerro O'higgins, Constitución // Situación: El edificio de tres pisos colapsó. Murieron aplastados sus padres y sus dos hermanas. De su familia, sólo ella y su hermano sobrevivieron, gracias a que dormían en una pieza de madera construida a un costado del departamento ubicado en el primer piso.

Dolor y llanto son las dos palabras que describen estos 10 meses de Sandra. El terremoto sepultó, literalmente, a María Valdés, su madre; Iván, su padrastro, y sus hermanas Valentina (4 años) y Aurora (5 meses). Los dos pisos superiores del block donde vivían se desplomaron sobre el primero. Justo donde dormía su familia.

Orgulloso, Iván Bravo -el padrastro que la crió- había ampliado el departamento, por lo que Sandra y Víctor, su hermano, tenían nuevos dormitorios. Esa sencilla construcción de madera fue lo único que no se vino abajo.

Sandra no sabe de tiempo ni de hechos. Recuerda que se tiraba el pelo de impotencia. Mientras toda la gente corría buscando a sus familiares, ella se quedó en un rincón, abrigada con una manta que alguien puso en sus hombros. Así estuvo hasta el día siguiente, cuando Ángela, su tía, los recogió. Luego de eso, sólo sabe que lloró.

El mismo día que Sandra entraría a estudiar Ingeniería Comercial en la U. de Talca -tras ponderar 656 puntos en la PSU y egresar con un 6,4 del Liceo de Constitución-, enterró a su familia. "No sé si es una burla del destino, pero tuve que despedirme de ellos ese 2 de marzo", cuenta con voz quebrada. Pero se recompone al recordar la carta que le escribió su madre cuando ella egresó del colegio. En ésta, le decía lo orgullosa que se sentía. Sandra sería la primera de la familia en ir a la universidad, ya que por su desempeño académico se ganó las becas Bicentenario y Presidente de la República.

Dos semanas después de la tragedia, Sandra aún soñaba con despertar en su casa. Pero fue otro sueño el que la devolvió a la realidad. Una noche "vio" a su madre muerta, y recién ahí tomó conciencia de que todo era verdad. El día de su cumpleaños, el 16 de marzo, no tenía ganas de levantarse, pero hizo un esfuerzo. Su tía le dijo "¡Cumpleaños! ¿Para qué le voy a decir feliz, si no es feliz?".

Cuando entró a la universidad tuvo que mudarse a Talca. Pero encontrar un lugar no fue una tarea fácil. La batahola mediática tras el terremoto trajo su caso a Santiago. En un matinal contó su historia. Recuerda que había muchas luces y que de pronto le preguntaron si echaba de menos a su mamá. Impactada, respondió enojada: "Obvio que sí". Tras sus palabras, comenzaron los llamados de ayuda. Uno de ellos era de una familia talquina acomodada -dueños de un restaurante y de una tienda de decoración-, que le ofreció irse a vivir con ellos. Por consejo de la asistente social de la universidad, Sandra aceptó.

Llegó a una "casa enorme", en la que se sentía muy pequeña. Y también sola. Cuando eso ocurría, buscaba a la nana. "Siempre andaba detrás de ella", cuenta. Su madre también trabajaba como nana. Con el paso de los días, Sandra dejó de comer. "Se me olvidaba". Buscó ayuda. Un siquiatra le dio antidepresivos y un certificado para que le redujeran los ramos. "No podía estudiar. Quería puro matarme, como se dice", explica riendo, pero a los segundos se quiebra. Tomó los remedios una sola vez. "Quería llorar, patalear. Y no andar drogada". Pero un día perdió el control: quizo tomarse todos los comprimidos. "Los manoseaba, pero pensaba en mi hermano. Estuve a punto de hacerlo, pero me llamó mi tía. Ahí los metí a una bolsa y los tiré", dice llorando. Sandra hizo su bolso y se marchó de esa casa, donde alcanzó a estar tres semanas.

Una prima que vivía con su novio en Talca le ofreció irse con ellos. Así lo hizo. Al estar con familiares comenzó a sentirse mejor. Durante los primeros meses universitarios, Sandra no hablaba con nadie, hasta que una compañera se le acercó. Hoy es una de sus cuatro amigas, con las que estudia o fuma en los recreos. Desde que Sandra perdió a su familia, fuma una cajetilla diaria.

En septiembre, por primera vez, Sandra asistió a un carrete universitario. Fue al asado organizado por sus compañeros en un quincho de la facultad. Dice que lo pasó bien. También, y aunque "no tenía nada que festejar", se animó y partió al campo de sus "abuelos" -los padres de Iván Bravo- en Nirivilo. Por la noche hicieron una fogata y durmieron en carpa.

Pocos días después, el 22 de septiembre, se llevó a cabo el juicio en el que 12 personas fueron formalizadas por cuasidelito de homicidio de las ocho víctimas que murieron en el edificio de Cerro Castillo. Y ella estuvo ahí. Fue porque le llegó una citación y porque creyó que, tal vez, podría sentirse mejor. Pero tuvo que salir varias veces de la audiencia para tomar aire y llorar, mientras con asombro veía cómo algunos de los formalizados masticaban chicle.

Sandra está a punto de terminar su primer año universitario y su balance es positivo. "Me ha ido relativamente bien", dice.

Del juicio, prefiere no saber. Sí sabe que el 23 de diciembre demolerán los departamentos que se vinieron abajo ese 27 de febrero. Ya son 10 meses, pero Sandra sigue llorando.

Sobrevivientes

Carlos Aguiluz

Edad: 35 años // Ocupación: Pescador // Ubicación: Iloca, costa maulina // Situación: Estaba en la discoteca Saint River. Tras el remezón corrió al cerro, al igual que todo el pueblo.  Desde lo alto, la luna llena le permitió ver un paisaje dantesco: cinco olas se llevaron todo. Su casa y su bote. De los 100 m2 de la vivienda, sólo quedó el radier y un sofá café.

Fueron cinco olas. Cinco las que arrasaron con Iloca. Carlos Aguiluz, conocido como "el Capitán", quedó sólo con lo puesto: una polera azul y unos jeans. Durante un mes, los habitantes del balneario de Iloca reciben las donaciones de anónimos conmovidos por la desgracia. Sólo treinta días después de la tragedia, el Capitán sale nuevamente a pescar. Son las 6 a.m. del 27 de marzo. Varios bueyes arrastran los 20 botes recién reparados -aún quedan 50 en tierra, destruidos-. Los pescadores salen en grupos. Cuatro horas después, Carlos regresa. Ninguno de sus amigos viene con buena cara. Apenas sacaron una caja de reineta. El mar no fue bondadoso."La pesca es así", dice.

Carlos vive en la cabaña que le prestó un veraneante de Santiago. La pesca en el "Cristo, el carpintero", su bote, le ha permitido pagar sus gastos básicos y ahorrar un poco. "Hacer cien lucas para arriba es bueno". Pero el objetivo es otro: reconstruir su casa. "La voy a hacer más grande y que el mar se la lleve con ganas", bromea.

Ahora es dueño de una cabaña que el mar arrastró 50 metros y que él compró porque está en buenas condiciones. Preocupaciones no le han faltado. En septiembre, un preinfarto afectó a su madre, Adriana, con quien vivía hasta el terremoto. Y hoy sigue escaseando el trabajo. Cuando la pesca está buena, entra al mar.

"Se viene el verano y yo sigo en la cabaña que me prestaron", dice. Aún espera saber qué pasará con los terrenos que, como el suyo, están frente al mar. Desde el municipio le dijeron que faltan los resultados del estudio encargado a una universidad para tomar la decisión. Carlos espera. Él quiere una autorización definitiva que le permita instalar la cabaña que compró y a la cual vigila todos los días desde su ventana, ubicada a 200 metros de ella. 

Sobrevivientes

Magaly Rojas

Edad: 40 años // Ocupación: Comerciante // Ubicación: 11 Oriente, Talca // Situación: en febrero había comprado todo los artículos escolares para su librería plasticentro. el terremoto echó abajo su negocio y la casa de adobe donde se encontraba.

Magaly era comerciante y Plasticentro era su negocio de adobe donde, desde 1989, vendía artículos de librería en 11 Oriente, una de las calles principales de Talca. Pero después del 27 de febrero no quedó nada. Se derrumbó todo, lo saquearon y, cuando ya no quedaba nada, lo incendiaron. A Magaly en ese momento no le importó porque agradecía estar viva. Pero un mes después, las cosas cambiaron: estaba llena de deudas.  Había comprado mercadería escolar para vender en marzo, pero las clases se pospusieron y el gobierno entregó materiales gratuitos. Los proveedores comenzaron a cobrarle y ella les pidió varias veces renegociar los plazos.

Magaly no tuvo tiempo para depresiones ni lutos y llevó las pocas cosas que rescató -un mueble con cartulinas, otro con lápices y cuatro docenas de cuadernos- a la casa de su madre. Ahí, en una pequeña terraza, estableció su negocio de emergencia diez días después. Y lo increíble fue que los clientes no desaparecieron.

De ahí en adelante, la vida de Magaly se centró en conseguir un subsidio para reconstruir Plasticentro. Trató varias veces con Sercotec, pero siempre le decían que no calificaba porque la dueña del inmueble donde estaba su negocio era su madre y ella era sólo arrendataria. Hasta que en septiembre logró convencerlos y se adjudicó $ 5 millones, que si bien no alcanzaban para reconstruirlo completamente, sí bastaban para volver a ponerlo en pie. Después de ocho meses, Magaly regresó a 11 Oriente, que seguía siendo una calle en ruinas, y volvió a abrir su negocio, que ya no era de adobe, sino de estructuras metálicas móviles. Un cliente la felicitó por seguir ahí. A pesar del terremoto y a pesar de todo. Magaly lo agradeció más que una venta. Porque significaba que su trabajo de 21 años no había sido en vano.

Sobrevivientes

Bely Olguín

Edad: 26 años// Ocupación: estudiante y productora de eventos // Ubicación: Piso 12, Edificio Alto Río, Concepción // Situación: separada y madre de dos hijas. A las 3:34 el edificio se desplomó, transformándose en el símbolo de la magnitud del terremoto. La llamada "zona cero". Durante cuatro días su familia pensó que era una más de las ocho víctimas fatales de la torre de 15 pisos.

Bely se había cambiado, con su marido José Molinet y sus dos hijas, a un departamento en el piso 12 del edificio Alto Río, el 15 de diciembre. Y ahí, 75 días más tarde, un sábado 27 de febrero, sufrió una muerte que duró cuatro días: pudo salir con su familia entre los restos de un edificio en el suelo y encontrar espacio en un albergue municipal, pero nadie sabía de ellos. Hasta que pudo volver a conectarse a internet, recuperar su celular, y decirles a todos que estaba viva. Sin casa, sin ropa y sin nada de plata, Bely, José y sus hijas terminaron viajando a Viña para alojarse, por un mes, en la casa de los padres de ella. Lo hicieron porque sus niñas pedían algo de tranquilidad y certezas. Pero también porque ella necesitaba poder dormir. Bely, después del terremoto, sufrió un insomnio que no se iba y que terminaba devolviéndola a la noche en que su edificio se partía y ella sentía como si la hubieran metido a una lavadora.

El lunes 5 de abril, los Molinet-Olguín volvieron a Concepción. Lo hicieron sin tener dónde vivir, durmiendo de allegados en el departamento de Bárbara, la hermana de Bely, que vivía en el Barrio Universitario, y descubriendo que todos los arriendos de casa habían subido más de lo que creían posible. Bely recorría las calles buscando un departamento que se viera estable y que no estuviera más arriba de un sexto piso. Pero todos a los que podía acceder se veían demasiado fracturados.

En eso estaba Bely cuando los servicios funerarios Parque San Pedro, que era donde ella trabajaba como vendedora part time, le pidieron que saliera en sus videos corporativos. Que contara su historia. A Bely, que había resucitado con su familia y nada más, le estaban pidiendo que fuera el rostro de las muertes tranquilas. Y sólo pudo decir que sí. Pero su vida estaba lejos de eso. Porque tenía problemas para estar sola y porque le costaba estar en la oscuridad del departamento en Aníbal Pinto con Bulnes, que finalmente logró arrendar en mayo.

El invierno fue duro y, quizás, eso no tuvo tanto que ver con el frío que pasaron sin estufa o la lluvia que se colaba como una cascada por las fisuras de su pieza. Lo difícil, comenzó a sentir Bely, era que cada vez estaba más distante de su marido, que siempre se vio firme, y que no hizo el luto con ella. Bely pasó por las licencias, las terapias, los miedos y poco a poco fue volviendo a su trabajo y a sus estudios vespertinos de RR.PP. en el AIEP, donde retomó el segundo semestre. También comenzó a mirarse un poco más al espejo y a darse cuenta de que la persona que veía ahí no era ella. Que tenía sobrepeso y que estaba encerrada. Que ya no veía a sus amigos y que se había postergado demasiado tiempo. Bely ordenó su dieta y terminaría bajando 20 kilos. También dudó sobre los orígenes de su crisis y pensó que no todo había tenido que ver con el terremoto. Que esa sacudida simplemente la había hecho entender que estaba en un matrimonio donde el motor era la costumbre y no el cariño.

Así que se separó de José en septiembre.

Bely siguió estudiando, trabajando en el Parque San Pedro y, además, consiguió empleos de promotora. Por las noches estudiaba, motivada con la idea de que la independencia era eso. Valerse sola, sin que nadie más la ayudara. Pero a veces también se quebraba y escribía en el muro de su Facebook que se sentía como una de las Torres Gemelas. Que había fracasado y decepcionado a su familia. Que su vida personal era como un segundo edificio que se derrumbaba.

En octubre, Marcelo González, un vecino del Alto Río que perdió a su señora y a su hijo el 27 de febrero, le ofreció que instalaran una productora de eventos para empresas. Bely dijo que sí y desde entonces también gana plata con eso. Los meses pasaron y pronto terminó su semestre. También supo que el informe del Idiem -Centro de Investigación, Desarrollo e Innovación de Estructuras y Materiales de la U. de Chile- apuntaba a que había falencias en el proyecto de diseño del Alto Río y en el manejo de suelo. Y eso, después de los papeleos judiciales, podía significar que cada uno de los propietarios reciba una indemnización de hasta $ 100 millones de la constructora Socovil. Bely lo celebró de la misma forma que su cumpleaños número veintiséis: durmiendo sola, pero con la luz encendida.

Sobrevivientes

José Luis Oyarce

Edad: 66 años // Ocupación: Constructor y pescador // Ubicación: La Pesca, costa maulina // Situación: El maremoto arrasó con su casa de adobe y con el 90% de las viviendas de la localidad. El maremoto se llevó, además, los $ 6 millones en efectivo con los que al día siguiente iría a Curicó a comprar una camioneta.

José Luis se mete la mano al bolsillo y saca $ 16 mil. "Son los mismos que tenía cuando arranqué", sonríe, a un mes del terremoto, parado en la puerta de lo que fue durante más de 60 años su casa color azul. Piensa en cómo construirla en el mismo lugar. Piensa que podría hacer un radier más alto. O levantar un muro que sí la proteja del mar.

Oyarce lleva un mes viviendo en una carpa rusa -donada por la comunidad internacional- junto a su hija y su nieta. Está vestido con la ropa que llegó en camiones hasta La Pesca. Hasta los zapatos se los regalaron. José Luis sólo rescató unas herramientas que le servirán para empezar de nuevo. De las redes que usaba para pescar, no hay rastro.

Todos sus vecinos de antes son sus vecinos ahora. Pero, esta vez, en carpa.

José Luis tiene una vida precaria. Vive de las donaciones y en este primer mes post-terremoto ha gastado $ 30 mil, un dinero que le regaló un amigo cuando supo que perdió todo: su casa, sus cuatro televisores, los juguetes de su nieta, los cuadernos de su hija Marcela, profesora de la Escuela de La Pesca.

José Luis echa de menos la vida que llevaba. No vio a su esposa durante 30 días. Por su diabetes, una de sus hijas se la llevó después del terremoto a Curicó. José Luis siente que el maremoto no sólo destruyó su casa; también desarmó a su familia, al menos por un tiempo.

José Luis no ha querido pensar en lo que perdió el 27 de febrero. Aunque los $ 6 millones en efectivo que le arrebató el mar no se le han olvidado. Hoy está, entre comillas, agradecido de haberlos perdido. Los había ahorrado para comprar una camioneta en Curicó. Iría por ella el 28 de febrero. "Pienso que fue mejor, porque tal vez, si la hubiera tenido, me habría demorado en arrancar por llevármela. Y quién sabe si estaríamos vivos", se consuela.

Pese a todo, José Luis tuvo un golpe de suerte: encontró cuatro de los seis millones de pesos. Entre los escombros, dio con la bolsa plástica que contenía sus ahorros. De todas formas, siguió viviendo dos meses en carpa. Hasta que en mayo le entregaron una mediagua. La instaló en el terreno de su hija y consiguió electricidad enchufando un alargador en la casa de ella. Pero seguía lejos de Digna Silva -su señora- y viajaba a verla. Estuvo meses así.

Para sostenerse económicamente, se dedicó a cuidar unas cabañas -propiedad de una cooperativa- que él mismo construyó hace 25 años. El 11 de septiembre, José Luis comenzó a trabajar junto a un grupo de vecinos en la restauración de la iglesia de Iloca. En eso estaba, cuando se cayó desde tres metros de altura y quedó inmóvil por 25 días. Creyeron que se trataba de una fractura a la cadera, pero sólo fue "un machucón". Y como no quería preocupar a su mujer, no le dijo nada. Pero ella ya se había enterado. Pasaron las Fiestas Patrias recostados en una cama. "Tenía tristeza de no poder pasarle ni siquiera un vaso de agua", confiesa. Unos vecinos de La Pesca les hicieron un asado, el que disfrutaron en sus camas. Sin embargo, la fiesta se acabó cinco días después. El 23 de septiembre, Digna amaneció mal. Al día siguiente falleció en el hospital. "Imagínese. Perderlo todo, primero la casa y después a ella. Hay que darse el ánimo, no queda otra".

En octubre se ganó el subsidio para colocarle luz a su mediagua. El aporte se haría efectivo sólo cuando la vivienda la instalara en su terreno. Por eso, con tres amigos la desarmaron y la trasladaron hasta donde estaba antes su casa de adobe pintada de azul.

Han pasado tres meses y aún no sabe si tendrá el subsidio para construir un hogar definitivo. Hace un mes le midieron el terreno. Esta incertidumbre lo impulsó a ampliar su mediagua. Hoy trabaja en la construcción de una feria artesanal. "Un pololito que me ayuda en algo", cuenta.

Tampoco se compró una camioneta. Tuvo que gastar  parte del dinero en adquirir un nicho en el cementerio.

Desde el 27 de febrero, José Luis no sabe de certezas. Pero por lo menos ahora sí sabe que este verano no estará solo.  Su hija arrendó, por enero, su casa y se irá con él.

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