Por Andrew Chernin, desde Copiapó Octubre 15, 2010

Era como si las cámaras le estuvieran pidiendo que llorara. Que se quebrara ahí mismo porque ésa era la razón por la que todo el mundo había viajado hasta ese punto tan ridículamente ingrato de Atacama. Pero Romina Gómez no iba llorar. La joven morena, con su hija en brazos, que echaba mucho de menos a su padre minero, iba a enfrentar las cámaras con una mirada que se paseaba por el escepticismo y la sospecha y, claro, iba a contestar lo de siempre. Que estaba bien, que ya quedaba menos y que no, no tenía idea cómo iba a reaccionar en el minuto en que Mario Gómez, su viejo de 63 años, fuera devuelto por la tierra.

El detalle es que ese día, Romina tenía motivos para quebrarse.

Muy temprano, cerca de las ocho de la mañana del sábado 9 de octubre, las bocinas del campamento Esperanza habían sonado para anunciar esa noticia que lo cambiaba todo. Y esa era que la perforadora T-130 había llegado hasta el taller donde descansaban Mario y los otros 32 mineros de Copiapó. Romper significaba que todo este asunto que había comenzado con el derrumbe de la mina San José en la tarde del 5 de agosto, llegaba a su última etapa. Que pronto, los últimos dos meses serían apenas un mal recuerdo y que esta vida,a la que había tenido que acostumbrarse sin que nadie le preguntara llegara a su fin.

Porque antes de esto, Romina era simplemente la madre de Camila, una niñita de un año a la que suele vestir de rosado. También era la novia de Claudio Campillay. Vivían juntos de hecho y él se había convertido en una suerte de hijo adoptivo para Mario, que había parado una familia donde había tenido que acostumbrarse a estar rodeado de cinco mujeres.

En ese mundo en el que había aprendido a moverse Romina, los límites los dictaban el desierto y las distancias. Las referencias que tenía entonces eran igual de claras. Estaba el Liceo Tecnológico de Copiapó donde había estudiado, el reggaetón que sonaba por la radio y el hip hop que saltaba desde su celular. Romina había cumplido 20 años en febrero. No conocía Santiago y tampoco se moría por hacerlo. Hace poco le había pedido a Claudio que le tatuara unos corazones en su mano derecha y una de sus preocupaciones era que Camila estaba un poco pasada de peso. Si retrocediéramos su vida hasta la tarde del 5 de agosto, justamente nos encontraríamos con eso. Con Camila, Claudio y ella comiendo pizza en el centro de la capital de la Región de Atacama. Con los tres caminando hasta la casa de sus padres y con su hermana menor gritándole desde la calle que entrara rápido porque algo muy malo había pasado.

-"No me eligieron para recibir a mi papá cuando lo saquen. -¿Por qué? -Porque mi papá podía elegir a tres: estaba mi mamá, uno de sus hermanos y había cupo para una de sus hijas. Y mi mamá dijo que fuera mi hermana mayor, porque como no vive acá no había podido venir a las videoconferencias".

Ahí, podría decirse, el tiempo dejó de ser el mismo y se convirtió en esto: en Romina arriba y Mario abajo. En Romina esperando abajo con su hija y sobrinos, porque no estaba lo suficientemente fuerte para aceptar el mundo que tendría que enfrentar si escogía subir el camino de polvo y piedras que nunca había recorrido y que era la única forma de llegar hasta la mina San José.

Si alguien le pregunta, Romina dirá que no es una persona muy demostrativa. Que le cuesta llorar y que, a veces, siente que los cariños pueden ser algo accesorio. Esa faceta introspectiva y cuidada la fue madurando de a poco. Porque ella no siempre fue así. Antes de todo esto Romina era demasiado sensible para el desierto y para los ritmos y tratos de sus dos hermanas mayores. Por eso le decían "la llorona" y por eso también fue que Romina mutó en una persona que se describe como alguien con el genio corto y que le gusta que no se demoren en entenderla.

A Romina, de cierta forma, le gusta aparecer como un personaje duro con respuestas de piedra.

Pero esa invención no estaba preparada para el accidente que sufrió su padre, y menos para el segundo derrumbe que lo acompañó dos días después. Esa vez, recuerda, estaba en la casa de sus padres, cuidando a sus sobrinos, viendo televisión, cuando observó al ministro de Minería, Laurence Golborne, quebrarse en directo para todo Chile. Hasta ese minuto, Romina no sabía muy bien quién era ese tipo, pero entendía que las autoridades no se largaban a llorar cuando querían decir algo bueno. Y entonces lloró. Lloró mirando la pantalla cuando alrededor suyo no había nadie lo suficientemente maduro como para entenderla y sin intuir que Golborne, muchas semanas más adelante, jugaría una parte importante en su vida.

Aunque eso sucederá más adelante.

Después del segundo derrumbe, Romina se hizo paso hasta la mina y ahí esperó con su madre, Lilianett Ramírez, y sus hermanas. Se sentaban en un campamento improvisado, que luego evolucionaría a una ciudad gitana de emergencia, esperando todos los días noticias positivas, como lo que sucedería ese sábado de octubre. Durmiendo poco y nada en carpas montadas en una tierra en la que hasta hace muy poco rondaban los camiones. En una vigilia alimentada por la lejana sensación de que en algún minuto encontrarían a los mineros y sonarían los bocinazos para que todo el mundo lo supiera.

Pero Romina no iba a llorar. Ella, me explicaba, no podía hacerlo frente a las cámaras.

 

Historia de un reencuentro

Estaban muertos y nadie quería decirlo. Una semana después del accidente, en el campamento sonaron las bocinas recordando a los mineros perdidos. Pero varias de las miradas ya estaban en los dueños, en el Servicio Nacional de Geología y Minería (Sernageomin) y en qué podía hacerse para que esto no sucediera de nuevo. Los periodistas especulaban sobre los costos políticos del asunto y en la pandemia que podría desatarse si 33 familias salían viudas de ahí. En esa atmósfera silenciosa que recorría el campamento, que tenía leyes no escritas, como que estaba prohibido llorar en público, Romina comenzó a soñar lo peor. Mario se le aparecía en sueños y el desenlace siempre terminaba con la posibilidad más triste.

Era como vivir un luto sin muertos.

Y eso en algún punto tenía que tener una consecuencia. Esos malos días terminaron con Romina distanciándose de Claudio por motivos que no quiere conversar. Dice que no hubo una gran pelea y que siguen hablando todos los días. Aunque todo quedó en un segundo plano el 22 de agosto. Ese día, cuando Romina salía de una de las duchas que habían instalado en el campamento, una de sus hermanas salió gritando que los habían encontrado. Que estaban todos vivos. Sólo entonces, sus ojos se humedecieron un poco.

Lo que pasó después es para que lo expliquen los sicólogos.

Una semana más tarde, Romina comenzó a escribirle cartas diarias a su padre, haciendo un ejercicio que no hacía desde la escuela y esforzándose por presentar una caligrafía legible. También comenzaron las videoconferencias y la posibilidad de mandar cosas abajo. Mario pidió toallas y, un día, Claudio llegó con una foto de Camila para el hombre que hasta hace poco podía llamar suegro. Mario quería a Claudio y eso no es simplemente un decir. Tres años atrás él y Romina perdieron un niño que había nacido a los siete meses. Mario, que es un hombre muy católico, le hizo una promesa al Padre Hurtado: que si el niño de Claudio y Romina nacía, le pondrían Alberto como agradecimiento. Y nada de eso hubiera importado, si no fuera por el cruel detalle de que el niño no tuvo fuerzas para vivir.

Entonces llegó Golborne, que cumplió su promesa, cruzando con ella los 130 pasos, y llevándola en una carrera imprescindible hasta el lugar donde Mario volvería al mundo. Eso sucedió a las ocho.

Aunque eso fue antes.

Ahora, después de que la sonda diera con el refugio donde esperaba su padre, Romina comenzó a llegar distinta: con los labios pintados y los ojos delineados. También estaba más bronceada.

Aunque claro, las cosas afuera ya eran distintas.

Dos días después de que Sebastián Piñera mostrara ese mensaje que decía que estaban bien en el refugio los 33, y que había escrito Mario Gómez, los medios extranjeros comenzaron a llegar. La noticia parecía demasiado increíble para ser cierta y, para colmo, había sucedido en Sudamérica: un lugar donde el realismo mágico aún parecía la única metáfora y destino posible.

Por eso llegó la BBC y la NBC, la TVE y la RAI. Por eso llegaron medios desde todas partes del mundo y el cCampamento Esperanza se convirtió en un lugar donde sólo el 30% de los residentes no se dedicaba a las comunicaciones.

Romina sintió el cambió cuando se dio cuenta de que siempre había una cámara alrededor suyo y cuando su celular comenzó a sonar más de lo que estaba acostumbrada. Muchas veces eran periodistas que querían saber cómo se sentía, si había llorado mucho y que querían preguntarle qué iba a hacer cuando volviera a ver a su viejo. Con el tiempo, Romina fue automatizando esas respuestas y guardando esos números de teléfono que la llaman insistentemente con letras como A, B, o C. Ésa, me dijo una vez, era su forma de recordar que ésas eran llamadas que no quería contestar.

En esa noche donde todas las esperanzas estaban puestas en la cápsula Fénix 2, la idea de que Mario saliera en el noveno turno le revolvía un poco las tripas a su hija. Porque lo quería ya y porque le costaba olvidarse del último recuerdo que tenía de él.

En un campamento donde sobraban las madres y señoras de mineros, Romina les pareció a algunos una posibilidad joven de encontrar una aventura en el desierto. Tenía sus cosas para lograrlo, como el pelo largo, el cuerpo demasiado delgado y una cara que a ratos pareciera encontrar un pasado árabe. Y Romina se daba cuenta. Una tarde, mientras recorríamos los 130 pasos que separaban una punta del campamento de la otra, tuvimos una conversación como ésta.

-Son muy jotes los periodistas.

-¿Por qué lo dices?

-Porque varios me han invitado a salir.

-¿A tomarse algo, por ejemplo?

-Claro. Pero también a bailar.

-¿Y tú qué les respondes?

-Me dejo querer, ja ja. Nunca les digo que no.

-¿En serio?

-Sí. Pero tampoco les digo que sí.

Ése tipo de actitudes no pasaron desapercibidas. Una tarde, durante un tiempo muerto que sólo podía usarse para recolectar testimonios de familiares, el productor de un programa televisivo de periodismo de farándula, le pidió a su conductor que la fuera a entrevistar.

-¿Por qué no vas a sacarle unas cuñas a la Romina Gómez?

-Te da con esa mina - contestó el conductor-. Si es una lata.

-¿Por qué?

-Porque no dice nada.

 

Historia de un reencuentro

Camila siempre parecía estar inquieta en las noches. Y ésos, curiosamente, eran los momentos en que se suponía que debía estar más tranquila porque le tocaba dormir. Romina dormía con ella en una carpa que compartían con una de sus hermanas y el marido de ella. Y en ese pequeño espacio al que Romina nunca llegaba antes de las una o dos de la madrugada, no se dormía bien. Romina, de hecho, siempre despertaba con dolor de espaldas y con ganas de que todo acabara pronto.

Pero para Camila, parece, el tema era distinto.

Después de cierta hora, cuando las fogatas se habían encendido y los noticieros centrales se peleaban los centímetros para estar más cerca de las familias que aún pasaban las noches en el campamento, Camila se disparaba hacia ningún lugar en concreto y sin ninguna razón aparente. La noche del lunes no fue distinta y Romina dijo que no lo entendía porque la niña siempre había sido muy tranquila y nunca se quedaba dormida después de las 21:30. Pero ya eran las diez y nada hacía sentido. Camila, una vez más, se escapó de los brazos de Romina y enfiló por el camino de tierra que llevaba sin remedio cerca de la entrada de la mina. Le pregunté a Romina si tenía alguna teoría para explicar por qué una niñita tranquila, que se duerme temprano, saldría corriendo tan tarde hacia un lugar donde nada la espera. Ella miró el camino en esa noche tan jodida y fría y quizás, sin quererlo, contestó por ella.

-Yo creo que quiere irse.

Las noches eran muy duras. Sobre todo porque ahí, de alguna forma, lograba acordarse de todas las cosas normales que tantos días después ya echaba de menos. Como su pieza, como su baño. Como no vivir rodeada de polvo y poder cambiar, aunque sea por una noche, la comida del casino de la municipalidad por unas chorrillanas y una tartaleta de frutas como postre. También pensaba en su viejo y en lo ansioso que se mostraba durante las últimas videoconferencias. Porque se veía muy irritable y porque, incluso, había momentos en que llegaba a retarlas.

Romina sabía que para muchos esto era como el último capítulo de un reality que había dado la vueltaal mundo. Pero para ella eran las últimas horas largas de residencia y espera en el desierto.

Romina entendía que era por el estrés de la situación, y probablemente por todo el cansancio que Mario acumulaba con un ritmo de trabajo que no seguía ninguna lógica, más que la de poder ofrecerle todo a su familia. Porque Mario no tomaba vacaciones. Nunca. Todos sus esfuerzos terminaban enfocándose en la minería que era capaz de pagarle sus cosas, pero siempre con un costo a cambio. Mario Gómez, el mayor de los mineros atrapados, había perdido dos dedos en un accidente y padecía silicosis por todos los años en que había respirado polvo.

Por eso es que Romina quiere que, saliendo de la mina, después del asado con piscina que están organizándole como celebración, sus padres tomen ese viaje a Grecia que les tienen prometido y no vuelvan hasta que Mario  sienta que la minería ya le es algo ajeno y quizás distante.

Aunque la noche del lunes, eso no era exactamente lo que estaba en la cabeza de Romina.

-No me eligieron para recibir a mi papá cuando lo saquen.

-¿Por qué?

-Porque mi papá podía elegir a tres: estaba mi mamá, uno de sus hermanos y había cupo para una de sus hijas. Y mi mamá dijo que fuera mi hermana mayor, porque como no vive acá, no había podido venir a las videoconferencias. Y está bien, yo he ido a todas, pero de verdad quiero verlo.

Justo en ese minuto, apareció Laurence Golborne saludando a las familias en vísperas de un rescate que habían esperado por demasiado tiempo.

-¿Y si le pides al ministro?

Romina miró a Golborne rodeado por la prensa durante un minuto, y entonces hizo algo que nunca había hecho antes: en vez de hacerles el quite, caminó hacia las cámaras. Lo suficiente al menos para que Golborne la viera y Romina le susurrara su plegaria al oído. Esa noche terminó con el ministro haciendo a un lado a la prensa, escuchando el pedido de Romina en el único metro de privacidad que se había ganado en el campamento Esperanza y haciendo una última promesa minera.

-Es muy difícil -le dijo Golborne a Romina-, pero te prometo que haré todo lo posible.

Historia de un reencuentro

Las estrellas no nacían en Copiapó. Nacían en otras partes que, seguro, tenían que estar lejos de Atacama. Lejos de ese polvo burlón que se pega como una suerte de costra en la piel y lejos del viento enfermizo que aparece a las seis de la tarde. Pero Copiapó fue donde ocurrió esto que todos los sacerdotes y pastores que llegaron después de las cámaras hasta la mina describieron como un milagro de Dios. Y Copiapó era también el lugar donde estaba Romina, que descubrió su fama casi por casualidad.

-Un día, un fotógrafo que estaba trabajando aquí en la mina me dijo que había muchas fotos mías en internet. Yo le dije que no le creía, así que me busqué en el Gogle (sic). Había 4.000 fotos. Y si ponía mi nombre más el de mi papá, subían a 5.000.

-¿Te molesta eso?

-No sé. Nunca me lo hubiera imaginado. Al menos me sirven para el Facebook.

La noche del martes, antes del rescate, seguro que Romina acumuló muchas de ésas.

Los reporteros gráficos se paseaban por los pasillos de un campamento que sufría una densidad poblacional insólita para el desierto, buscando los retratos que definirían la ansiedad de las últimas horas de espera. Romina no quería nada de eso, así que esperó el rescate lejos de su familia y lejos de las cámaras. Conversando con unos periodistas alemanes del diario Bild, que horas más tarde la invitarían a ella y a sus viejos a conocer ese país, y hablando mucho por celular en una noche en que las líneas vivieron saturadas.

Pasaba que esa noche no estaba con Camila y, de cierta forma, la echaba de menos. Porque había sido su compañera inconsciente durante este parto innecesariamente doloroso y extendido, y porque estaba muy nerviosa. Camila, en esos minutos, estaba con Claudio porque Romina se lo había pedido, y él la llamaba constantemente porque no sabía cuántas cucharadas de jarabe tenía que darle a la bebita.

"Un día, un fotógrafo que estaba trabajando aquí en la mina me dijo que había muchas fotos mías en internet. Yo le dije que no le creía, así que me busqué en el Gogle (sic). Había 4.000 fotos. Y si ponía mi nombre más el de mi papá, subían a 5.000".

Pero en esa noche, donde todas las esperanzas estaban puestas en la cápsula Fénix 2, la idea de que Mario saliera en el noveno turno le revolvía un poco las tripas a Romina. Porque lo quería ya y porque le costaba olvidarse lo más rápido posible del último recuerdo que tenía de él. Cuando había ido a verlo temprano con su hija el fin de semana anterior. Esa vez Mario estaba durmiendo y Romina se metió a la cama con él. Él la sintió y le dijo que le hiciera cariño en la espalda. A Romina, como tan majaderamente insistía, le costaban un poco esas cosas, pero esa vez le hizo caso. Porque Mario le había dicho que le quedaba poco tiempo. Que ahora fuera buena con él.

Sus pequeñas manos contorneando la espalda de su viejo parecían, hasta ese momento, una despedida posible que Romina, ahora que quedaba tan poco, no quería aceptar. Así que esperó en el campamento, lejos de todo, siguiendo la transmisión del rescate de TVN. Pasaron las horas y pasaron los nombres de los 33 que todos habíamos aprendido. Romina sabía que para muchos esto era como el último capítulo de un reality que había dado la vuelta al mundo. Pero para ella eran las últimas horas largas de residencia y espera en el desierto.

Entonces llegó Golborne, que cumplió su promesa, cruzando con ella los 130 pasos, y llevándola en una carrera imprescindible hasta el lugar donde Mario volvería al mundo.

Eso sucedió a las ocho.

En una mañana inusualmente soleada, Mario Gómez, el minero viejo con silicosis que no quería descansar, brotó desde el suelo y abrazó a su señora antes de apuntar los brazos al cielo y darle gracias a Dios por algo que nadie cuenta dos veces. Romina lo esperó en el hospital de campaña hasta que llegó ese momento que, quizás, le daba algún tipo de sentido a toda esta locura que habían vivido en el desierto. Detengámonos en ese instante en que Romina corre para abrazar a Mario en un mundo donde no le pertenece ni a Chile ni a los micrófonos y entonces entendamos lo siguiente: que ésta no puede ser la historia épica de un gobierno o la parábola sobre el último de los milagros.

Ésta, aunque duela, es la historia de un padre que reencontró a su hija.

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