Por María José López, Andrew Chernin y Emilio Maldonado Agosto 20, 2010

Lo que se escuchaba ahí era un tipo que había perdido. Que finalmente, después de varios años quizás, se daba cuenta de su derrota. Y de que esa mina terminaría por hundirlo. El jueves 5 de agosto, después de enterarse -su gerente de Minas le avisó-, cuando ya había visto el polvo levantarse y cómo llegaban las brigadas de rescate a la mina San José, alguien le preguntó a un Alejandro Bohn Berenguer con la cara descompuesta, qué carajo pasaba ahí.

Bohn, que hasta entonces era visto como un empresario poco amigo de las confesiones emotivas, se rindió y soltó un diagnóstico a uno de los presentes que probablemente había esquivado por demasiado tiempo.

-Cagamos. Quebramos. Tengo 33 viejos atrapados en la mina.

Y claro, eso ahora puede parecer una obviedad. Porque ya van dos semanas, y los mineros siguen bajo tierra. Pero en esa hora jodida de la tarde, que Alejandro Bohn -dueño junto a Marcelo Kemeny de la Minera San Esteban- dijera algo así, tiene que significar algo.

Mal que mal, era un tipo poco acostumbrado a las derrotas empresariales. Que se inventó a partir de un sendero que seguía una receta conocida: la casa en que se crió en Vitacura, una educación que lo paseó por el Nido de Águilas y la carrera de Ingeniería Comercial en la Universidad Católica, y que con 45 años lo tenía como un hombre que podía sentirse tranquilo con lo conseguido.

Antes del jueves y antes de llegar a Copiapó, Alejandro Bohn no era un nombre reconocible. Nadie lo habría parado en la calle. En su carrera fue un alumno promedio con un especial apetito por las finanzas. Era bueno para el tenis. Y que laboralmente, en Lever, tuvo una carrera meteórica.

En esa empresa -a la que entró después de egresar- fue gerente de Finanzas de Bresler. A los 32 años, en 1997, llegó a trabajar a la casa matriz en Londres. Cuatro años más tarde, cambió su residencia a México, donde se movía por el mundo como vicepresidente de Finanzas de la multinacional angloholandesa. Lo que otros no lograban en décadas en esa firma, Bohn lo hizo en trece años. Y después de esa ruta fue que todos quienes alguna vez se toparon con él, comenzarían a usar las mismas palabras para describirlo: en el imaginario corporativo Bohn siempre sería el tipo inteligente, trabajólico y duro. La clase de gerente que no contaba con habilidades blandas.

Porque en el papel, la gestión mexicana de Bohn anota que se mejoraron los resultados. Que se vendieron marcas, lanzaron productos y se hicieron ajustes de personal. Pero la otra, la que no queda en las memorias anuales, como el comentario de un antiguo compañero de Lever, dice cosas como ésta:

En Lever, Bohn fue gerente de Finanzas de Bresler. A los 32 años, en 1997, llegó a trabajar a la casa matriz en Londres. Cuatro años más tarde, cambió su residencia a México, como vicepresidente de Finanzas. Lo que otros no lograban en décadas en la firma, Bohn lo hizo en trece años.

-Al final de su gestión, la alta dirección de la firma le criticó a él y a toda la plana de México que ese mejoramiento se hizo a costa de hipotecar las ventas de la empresa. Se les acusó de inundar el mercado de productos Lever para las campañas de fin de año, con el objetivo de conseguir bonos de producción por las altas ventas registradas, pero a costa de que. en los meses posteriores, la firma apenas vendiera y se quedara con grandes stocks.

Ese detalle, dice esta misma persona, le habría costado la salida de Unilever a Bohn. El ejecutivo niega tal episodio.

Entonces el escenario era éste: Bohn, el self made man, dejaba México con algo que asomaba como una primera derrota profesional posible. Pero lo hacía con una indemnización lo suficientemente millonaria como para no tener que poner en pausa ese apetito que llevaba varios años madurando.

El último de los Kemeny

Las muertes suelen detonar procesos que de otra forma no serían posibles: Jorge Kemeny era un empresario minero de origen húngaro que hizo su fortuna trabajando los yacimientos de la III Región. Pero Kemeny, que encontró Chile después de arrancar de Europa por su miedo al comunismo, y que llegó a este país tan lejos de todo sin más capital que unas monedas de oro al fondo de sus botas, un día sintió que podía morir. Y que eso no podía sucederle todavía. Porque a pesar de sus 72 años, aún no tenía testamento.

Tres días antes de fallecer, Kemeny invitó a uno de sus cercanos a almorzar y en una servilleta anotó su testamento: dividiría su imperio entre Marcelo y Emérico, sus dos hijos.

La tragedia de Jorge fue que ninguno de los dos tenía ganas y jinetas para convertirse en su heredero. Porque Marcelo, ingeniero mecánico, se desvivía por los autos, y Emérico, el arquitecto que moriría cinco años después, tuvo que anestesiar sus ganas de convertirse en artista. Quienes los conocieron coinciden en un par de cosas: ninguno conocía las rutinas ni los códigos subterráneos de la minería y tampoco tenían la pasta para hacerse cargo de la obra de su padre, que en ese servilleta selló un futuro, donde Marcelo se quedaba con parte de su colección de arte, para costear la educación de sus hijas, y con un porcentaje mayoritario de un departamento que tenía la familia en Las Condes.

Jorge Kemeny murió y la lógica corrió su suerte: Marcelo se hizo cargo de la mina, y Émerico de la empresa de camiones K Limitada que la servía. Pero al año, Marcelo ofreció comprarle el porcentaje de la mina a su hermano, y éste le dijo que no era suficiente. Que el paquete también debía incluir su empresa de camiones -que odiaba-, que cargaba con pérdidas por US$ 3 millones.

El jefe

Un cercano a la familia recuerda que la empresa camionera "no valía la pena, pero era la única forma de obtener su mitad de la mina. Marcelo finalmente terminó comprando con pasivos de más de US$ 1 millón y en cuotas, que no fueron más de diez".

Con esa plata Emérico viajó a Miami con su dinero y con su mujer y seis hijos, dejando atrás a Marcelo que se quedaba allá, en Chile y en Copiapó, haciéndose cargo de un negocio tan distinto al de los autos.

A veces, recuerda alguien que lo conoció de cerca, Emérico regresaba a Chile. Manteniendo la misma adicción fumadora de su hermano que terminaría provocándole un cáncer mortal en 2005, pero nunca -nunca- poniendo un pie en esa mina que tan ligada estaba a su apellido y que con tanta urgencia quiso olvidar.

El año en que sepultaron a Emérico fue el mismo en que Alejandro Bohn se despedía de México. Bohn no sabía nada sobre los ritmos de una mina, pero llegaba con una indemnización que, sabía, podría invertir, y la guapeza suficiente para tentar a un viejo conocido.

El nuevo patrón

Bastó algo así como un millón de dólares para que Bohn entrara al negocio. Eso y que Marcelo Kemeny lo conociera de toda la vida. Porque ambos estudiaron en el mismo colegio y porque la hermana de Bohn, Sandra, terminó siendo la mujer de Kemeny. En esa comunidad casi endogámica, Kemeny encontró lo que creía la solución de todos sus problemas.

Y esos eran problemas graves que partieron en 2004, cuando el precio del cobre y del oro no era bueno, y Kemeny decidió hacer un negocio con Enami. Ese acuerdo, explica un ex director de la minera San Esteban, "le permitía a Enami tomar posiciones a futuro por toda la producción de dos años, para así poder financiar al tercero y al cuarto la operación. Vendieron a futuro el cobre de dos años de producción a US$ 1,10 y el oro a US$ 260 la onza".

Bastó algo así como un millón de dólares. Eso y que a Alejandro Bohn, Marcelo Kemeny lo conociera de toda la vida. Porque ambos estudiaron en el mismo colegio y porque la hermana de Bohn terminó siendo la mujer de Kemeny. En esa comunidad casi endogámica, Kemeny encontró lo que creía era la solución de todos sus problemas.

Marcelo Kemeny, según un cercano, es un tipo al que lo mueve el miedo. "Vio que el cobre estaba muy bajo y dijo: fijemos. Con eso, por lo menos pago, vivo tranquilo, me mantengo. No quiero más guerra con Enami".

El problema fue que a los tres meses de iniciado el contrato, el precio del cobre comenzó a subir. Y que, además, tuvieron que cerrar la mina, porque a un operario llamado Fernando Contreras le había caído un planchón de metal que lo mató ahí mismo. Un ex diputado de la zona asegura que si los dueños no fueron a la cárcel en esa oportunidad, fue sólo "porque los abogados les pagaron 90 millones de pesos a los familiares".

Ese muerto cerró las faenas cuando lo que la minera necesitaba era producir para cumplir con su parte del trato con Enami. Pero como no podían, tuvieron que comprar cobre a US$ 2, para terminar vendiéndolo a US$ 1,10 a Enami. Por cada libra que compraban, San Esteban perdía 90 centavos de dólar.

Ya en 2005, la deuda de la minera con la estatal era de US$ 5 millones. Kemeny, a quien varios recuerdan como un tipo callado, nervioso, que sudaba copiosamente en los momentos de tensión, los que trataba de pasar fumando un cigarro tras otro, se sintió solo y ahí fue cuando todo se sincronizó.

Bohn, con un capital cercano al millón de dólares, compró el 30% de la empresa y asumió sin trámites como gerente general. Su crecimiento fue directamente proporcional a la disminución del poder de Kemeny, dice un ex director de la minera.

-Marcelo ya estaba cansado de todo. Se corrió para el lado y apareció Bohn, que nunca había tenido una mina, pero que en dos meses se creía más capaz que todos. Más que los abogados, los ingenieros de mina, más que los mecánicos y más que los de la planta. En esa época se peleó con Máximo Uribe, quien era director y gerente de operaciones, y lo echó. Alejandro tomó su cargo además de la gerencia general. Se volvió omnipotente.

La defensa de Bohn admite que hay ciertos problemas de seguridad, pero dice que no fueron desencadenantes de la tragedia. Agregan que la deuda de la firma alcanza a US$ 17 millones y que el patrimonio total de la compañía es de US$ 20 millones. Ya piensan en el pago de las indemnizaciones.

Poco a poco, la minera comenzó a adaptarse al perfil de su nuevo dueño. Bohn, que venía de mundos muy distintos al cuprero, quiso aplicar los mecanismos que conocía para lograr mayor producción. Esa, pensaba, era la salida para esta empresa, un desafío que rozaba con lo imposible. Porque las riquezas de la San José estaban muy abajo, y generar condiciones de seguridad para un pique como ese era muy caro. Algo así como US$ 5 millones, calcula un experto. Y en la minería había una máxima que probablemente Bohn no conocía: mientras más profundo un pique, más cara es la producción.

Pero él no vio eso.

Bohn probablemente reparó en esto resabios de lo que encontró en Lever: modernizando los procesos productivos, podría mantener su invicto.

Y claro, algunos directores de San Esteban no pensaron lo mismo.

-Bohn venía de una empresa transnacional. Era la única compañía en la que trabajó desde que egresó y contaba con todas las técnicas modernas de administración. Al enfrentarse a una empresa mediana, como era San Esteban, trató de aplicarle lo que sabía sin hacer consideración. Estimó que todo el personal era malo y que nadie tenía nivel. Estaba acostumbrado a tratar con ingenieros y pensaba que el mundo de la minera no tenía cultura ni educación. A esa situación le atribuyó todos los problemas que tenía la empresa.

El estilo de Bohn fue postergando cualquier otro protagonismo. Y esa dinámica que, por ejemplo, permitía que durante un año y medio no hubiera reuniones de directorio, terminó dejándolo solo. Después del despido de Uribe, los directores Kurt Kandora y Manuel Díaz Estades renunciaron en 2007. Cristián Quinzio, el último de los directores que quedaba, emigró en 2009.

Todos molestos con la actitud del nuevo dueño. Y todos conscientes de las falencias que exhibía la mina en cuanto a infraestructura y seguridad. Le recomiendan que se declare en quiebra, para así llegar a acuerdo con los casi 80 proveedores a los cuales les debía casi $1.500 millones. Pero Bohn no los escuchó. Quería por la mina US$ 20 millones y les decía que "tenía un as bajo la manga": una planta situada al lado de la mina Candelaria, en Copiapó, la que finalmente vendió, en enero pasado, en US$ 3 millones. Con eso saldaron la deuda.

El jefe

La pobreza y las muertes

Los accidentes se fueron dando como pequeños avisos malditos. En enero de 2007 se produjo una explosión de roca en la San José por la presión del cerro, que mató a Manuel Villagra. Las autoridades visitaron la mina y decretaron su cierre definitivo. A raíz de eso, se trabajó en las ventilaciones, reforzamientos internos y se pidieron varias cosas: una salida de emergencia, un túnel para ésta y el fortalecimiento de las mallas que cubrían los socavones y el techo.

Durante el resto de ese año, San José permaneció

Sin accidentes, pero sin producción. Sin muertos, pero sin ganancias. Bohn, en ese tiempo, le pidió un informe de apertura a la empresa contratista de servicios mineros E-mining. Dicho documento lo presentó al Sernageomin y con ello arregló la reapertura de la San José después de que, como recuerda un cercano al directorio, Patricio Leiva, subdirector nacional, lo autorizara.

Nadie reconoce en Bohn vínculos políticos. En Copiapó no era conocido ni siquiera por la gente del diario local, y no participaba de las comidas o vida social minera de la que disfrutaban los dueños de yacimientos más grandes, como Carola o Candelaria. Pero sí tenía otras cosas. Un cercano suyo lo describe como un tipo "empujador. Que puede estar en la oficina del ministro de Minería todo el día hasta que lo atiendan. Que es capaz de decirle a una autoridad estatal que tiene 400 trabajadores directos y 200 indirectos y que cerrar la mina significa dejar sin pan a todas esas familias. Y que, además, tiene una deuda con Enami que no va a poder pagar, a menos que produzca".

Una persona que estuvo ligada al Sernageomin de la III región recuerda que el 3 de julio de 2008, a seis semanas de abierta la mina, se le envió un documento a Bohn que decía que "debido a que la pésima ventilación que tiene la mina puede afectar la salud del personal y pone en riesgo la vida de los trabajadores, es que este servicio da un plazo perentorio de 60 días para poner totalmente en funcionamiento la ventilación".

Ese documento, el ordinario 04080, también planteaba reparos en el proyecto eléctrico, fortificación y en la construcción de una segunda labor de acceso y salida para casos de emergencia. La defensa de Bohn dice que se hicieron todos los requerimientos antes de abrir.

"Marcelo Kemeny ya estaba cansado de todo. Se corrió para el lado y apareció Bohn, que nunca había tenido una mina, pero que en dos meses se creía más capaz que todos. Más que los abogados, los ingenieros de mina, más que los mecánicos y más que los de la planta", relata un ex director de la minera.

En 2007, una empresa australiana se interesó en comprar la San José. Esa vez, uno de los socios interesados en adquirir llegó hasta la mina, la vio y dijo que hasta ahí no más llegaba. Lo mismo pasó con otra compañía norteamericana. Sólo que en ese caso fue el broker chileno el que dijo que por nada del mundo se iba a meter al pique. Además, personas que conocieron esta operación dicen que en la etapa de due diligence, los informes económicos que esperaban los estadounidenses nunca llegaron. Y que por eso, ello decidieron abortar. No fueron los únicos a los cuales le ofrecieron la San José: por lo menos conversaron con otras cuatro firmas.

Los que defienden a Bohn sostienen que incluso en una situación tan compleja como la que enfrentaba, él había instalado geófonos, que no son otra cosa que micrófonos para escuchar la mina. Y que contrató máquinas robóticas manejadas desde afuera para explorar los límites de su veta.

Bohn en Copiapó es dueño de una mina con mala fama, pero que no pagaba mal. Y por eso es que los buses que pasaban a buscar a los mineros a las plazas de esa ciudad, y también a las de Tierra Amarilla y Paipote, siempre llevaban gente. En ese pique se prometían cerca de 400 mil pesos al mes por lo bajo. Aunque Bohn, incluso si pocos lo sabían, también es dueño una planta de chancado en la zona norte de la ciudad que la Corema ha tratado de cerrar desde 2005. Y que el dueño no ha podido trasladar, argumenta, por falta de recursos.

Esa mecánica se fue desencadenando hasta junio de este año, cuando por culpa de otra explosión dentro de la San José, un minero perdió un pie. La mina se cerró y luego volvió a abrir. Se pagó una indemnización y Alejandro Bohn siguió operando un pique que se negaba a abandonar. Bohn, que había triunfado en lugares tan distintos como Inglaterra y México, no iba a caer en Copiapó.

El estilo de Bohn fue postergando cualquier otro protagonismo. Y esa dinámica que, por ejemplo, permitía que durante un año y medio no hubiera reuniones de directorio, terminó dejándolo solo. Después del despido de Uribe, los directores Kurt Kandora y Manuel Díaz Estades renunciaron en 2007. Cristián Quinzio, el último de los directores que quedaba, emigró en 2009.

Incluso, cuando todo indicaba que en esta pasada probablemente le tocaba perder.

Porque después pasó lo que todos sabemos. La mina se derrumbó, 33 mineros quedaron atrapados y el país continuó la vigilia de una tragedia que pareciera buscarlo como culpable y que se transmite en directo mientras el Fisco gasta 60 millones de pesos diarios en el rescate.

Alejandro Bohn pasó de pensar en cómo salvar la mina, a la posibilidad de ser formalizado. Por ello, esta semana contactó a estudios de abogados, como, por ejemplo, Insunza, Del Río, Parraguez. Finalmente, contrató a Hernán Tuane para que formara un equipo multidisciplinario. La defensa admite que hay ciertos problemas de seguridad, pero dice que esos no fueron desencadenantes de la tragedia. Agregan que la deuda de la firma es de US$17 millones y que su patrimonio total es de US$20 millones. Y ya piensan en el pago de indemnizaciones. La próxima semana tendrán reuniones con las autoridades. Con los parientes de los mineros también intentaron juntarse, pero la condición fue insalvable para los empresarios: los familiares pedían que fuera frente a las cámaras.

Bohn se pasa sus días durmiendo poco y entendiendo que, probablemente después de esto, su mina pasará a Enami y que todo habrá acabado. Que su nombre se habrá ensuciado y que ahora, como explica un cercano, sería feliz siendo simplemente un empleado.

Pero Bohn, que al igual que Kemeny, es un judío creyente que no trabajaba los viernes por la tarde, ve en esto razones demasiado lejanas a la tierra, a la mina y a Copiapó.

-Para él, esto tiene que ver con Dios. Y hoy está en conflicto con Él-, dice uno de sus hombres de confianza.

Relacionados