Por Andrew Chernin, desde Copiapó Agosto 13, 2010

La gente pensaba que San Lorenzo hablaría ese día. Que de alguna forma, en su día, el patrono de los mineros obraría el último de sus milagros para salvar a treinta y tres de sus devotos desgraciados. Pero el martes, cuando la entrada de la mina San José dejó de ser simplemente una entrada conducida por un camino de tierra y se convirtió en el lugar más importante y jodido de todo elvalle de Copiapó, San Lorenzo no dijo nada. Esa mañana, donde no se sintieron más de cinco grados, San Lorenzo fue simplemente lo que larazón  indicaba que debía ser: una estatua arriba de un escenario con la cabeza ladeada, la mirada triste y los brazos extendidos. Casi como si supiera que debía pedir perdón.

Pero eso era algo que la gente no sabía.

Lo que sabía la gente era lo que todo Chile sabía. Que el jueves de la semana pasada, casi a las dos de la tarde, cuando un camión entraba a la mina a buscar a un grupo de mineros para sacarlos a almorzar, la mina San José se derrumbó. La tierra cedió, las rocas cayeron y treinta y tres tipos quedaron adentro a oscuras, supuestamente sin otra certeza que saber que las raciones de alimentos que tenían ahí serían la única forma que tendrían de sobrevivir. Por eso el martes, cuando se celebraba el Día del Minero con una misa a la que llegaron colegios, sindicatos, taxistas, carabineros, ingenieros, otros pirquineros e incluso la primera dama, la gente sentía que podía pasar algo. Que se podía anunciar algo importante.

Y claro, cuando llega tanto público dan ganas de decir cosas.

Claudio Campillay, que espera a Mario Gómez, su suegro atrapado, dice que esta tragedia no tiene nada que ver con Dios. -Pero no puedo decirle a mi pareja que pienso así. -¿Por qué? -Porque para la gente de acá, para las familias mineras, es importante creer en milagros.

Un sacerdote, arriba de ese escenario que custodiaba la estatua de San Lorenzo, tomó su Biblia y leyó una carta de algún apóstol a algún pueblo antiguo que decía que el Señor llama a su reino a quienes son capaces de despreciar su cuerpo. Que al lado suyo sólo llegan aquellos que no temen sacrificarse.

Otro, un obispo, improvisó un pequeño monólogo sobre los límites para obtener una ganancia, las responsabilidades morales de las empresas y el derecho de contar con condiciones dignas para trabajar. El obispo hablaba de certezas mínimas que sentía que se habían olvidado en el desierto. Como que en el reino de Dios un minero que entraba a la mina tenía que saber que volvería. Que su familia podía esperarlo. Que no se quedaría abajo.

Y toda la gente, las cerca de 300 personas que convirtieron la entrada de la San José en una gran sala de espera que aguarda un resultado inconcluso, reaccionó. Un carabinero lloró, un minero abrazó a su hijo, y Claudio Campillay, que está ahí desde el mismo jueves esperando a Mario Gómez, su suegro atrapado, dijo que esto, esta tragedia, no tenía nada que ver con Dios.

-Pero no puedo decirle a mi pareja que pienso así.

-¿Por qué?

Claudio encendió un cigarro mientras el obispo seguía predicando.

-Porque para la gente de acá, para las familias mineras, es importante creer en milagros.

La historia de una agonía

Blanca Rojas estaba en cama con su marido viendo la televisión, cuando vio esa nota que lo cambió todo. Que hablaba de un accidente y de un derrumbe, en esa misma mina donde trabajaba su hermano Esteban y sus primos Pablo y Víctor. Blanca arrastró su cuerpo de 47 años como pudo hasta la mina y se quedó ahí sin saber qué esperar, pero entendiendo que en toda esta situación había algo que superaba la mala suerte. Que convertía toda esta situación en la culminación de un destino innecesariamente cabrón.

-El jueves pasado había fallecido el padre de Pablo por un problema al corazón. Y por eso, tuvo que pedir unos días libres para poder asistir a su funeral. De hecho, a Pablo no le tocaba turno el día que se derrumbó la mina. Pero la empresa lo obligó a recuperar los días perdidos y su señora no lo dejaba quedarse en la casa. Porque el Pablo no quería ir.

Y Pablo Rojas, que ya tenía 45 años, tenía sus motivos. Hacía un mes un compañero sufrió un accidente en una pierna en esa misma mina, que ya había sido cerrada en 2007 y reabierta al año siguiente. Todos lo sabían y percibían que algo malo podía pasar ahí. Pero seguían yendo por motivos que, desde la distancia, suenan cruelmente pronosticables. Como Jimmy Sánchez, de 19 años, que cuando supo hace cuatro meses que sería padre, no tuvo otra opción que aceptar la oferta de su tío que le prometía un espacio en la San José. Porque hasta entonces, Jimmy era un tipo que se desvivía por la Universidad de Chile y que apenas pudo sujetar su vaso de cerveza cuando vio cómo su equipo perdía de local y a estadio lleno contra las Chivas de Guadalajara. Jimmy, antes de entrar a la mina, siendo el más joven de todo el grupo, guardaba como recuerdo la vez en que la U visitó a Cobresal en El Salvador y él pudo meterse y tocar el bombo. Por eso es que su padre, que lo espera sentado de día y tomando café por las noches, sólo quiere que el niño suba de una buena vez para que puedan concretar una última promesa que todavía mantenían inconclusa: viajar hasta Santiago, ahora sí, para poder ver un partido en el Estadio Nacional.

El martes, Golborne se detuvo un momento, sin ninguna cámara presente. Ahí, los parientes le preguntaron cuándo podría la sonda llegar hasta el refugio. Golborne, en ese minuto, les hizo la única promesa que sabía que podría cumplir. -Si están vivos, les prometo que los vamos a sacar.

Porque con historias así se alimentaba la espera en la mina.

Romina Gómez, la novia de Claudio Campillay e hija del minero Mario Gómez, pasa las horas muertas de la vigilia cuidando a su hija Camila, que tiene un año y cuatro meses y que aún no entiende todo lo que está pasando. Romina dice que estar con su hija la ha ayudado a no pensar mucho en el asunto. Pero que a veces, sobre todo en las noches cuando su hija duerme sobre uno de los colchones que hay bajo una carpa en el campamento, vuelve a repasar esa tarde de jueves. Romina cierra los ojos tratando de dormir y regresa a esa tarde, cuando fue a comer pizza al centro con su hija y Claudio. Repasa el camino que hizo hasta su casa y el momento en que su hermana menor salió hasta la calle, gritándole que entrara rápido. Que se apurara. Romina entró y ahí supo. Mientras toda su familia se organizaba para subir, ella se quedó abajo. Porque estaba desorientada. Porque no sabía qué hacer con su hija y, sobre todo, porque esta tragedia había llegado en un minuto en que se suponía que las cosas cambiarían en su familia.

-Mi viejo no tomaba nunca vacaciones. Nunca. Pero este fin de semana, mi mamá le iba a exigir que fuéramos a pasar el Día del Niño a La Serena. Porque él nunca nos acompañaba cuando salíamos de Copiapó. Íbamos a Viña donde unos parientes en el verano y él nunca venía. Trabajaba todos los días. De lunes a lunes. Tomaba todos los turnos que podía, para que nosotros pudiéramos estar mejor. Le gustaba la minería. Toda la familia es minera. Pero también le había causado problemas: hace varios años perdió dos dedos en un accidente y, aunque no lo decía, le daba miedo viajar al sur. Decía que como tenía silicosis crónica, la humedad le haría mal. Que por respirar tanto polvo iba a sentir como que le corría barro por los pulmones.

Mario Gómez tenía 63 años. Es el minero más experimentado del grupo que quedó atrapado en la San José y un tipo al que le gustan las carbonadas y los caldos.

Pero ante todo, dice Claudio, es un tipo creyente.

-Hace como tres años, con la Romina perdimos una guagüita. Nació a los siete meses enfermita y no aguantó. Yo recuerdo que mi suegro rezó y le hizo una manda al Padre Hurtado. Dijo que si mi hijo se salvaba, le iba a poner Alberto como agradecimiento. Pero murió poquito después. El cura no pudo decirnos mucho, sólo que Dios nunca nos pone en situaciones para las que no estamos preparados. Pero dime tú, ¿alguien podría decir que las familias de acá de verdad estaban preparadas para el derrumbe?

La historia de una agonía

Lo que mataba era la espera. Los tiempos muertos entre los avisos y las visitas de protocolo. Lo que mata, titularon los diarios y anunciaban los noticiarios de la noche, es la angustia. Y la angustia era el limbo que significa vivir un luto donde no hay muertos. La angustia, dice una de las psicólogas de la municipalidad que trabaja con los familiares, es tener que contener las emociones por mucho tiempo. Es sentarse en una zona que no es cómoda, bajo un sol puntudo durante el día y aguantando la camanchaca de noche. La angustia es no tener qué hacer. Es solamente poder caminar y alimentarse. Es no poder hablar "del tema" y no poder pronunciar la palabra muerte. Incluso cuando todos saben que está ahí.

Y claro, tampoco está la posibilidad de llorar.

Porque en cada uno de los grupos de familiares que se reúnen en torno a una fogata y respiran las cenizas, helada tras helada, las reglas son tan claras como duras. Uno tiene derecho a sus lágrimas y a vivir su pena. Pero lejos, donde la manada doliente no pueda verte.

Por eso es que la sensación que se vivía era la de una sala de espera. Como si todos los parientes hubieran sido obligados a aguantar un parto que nadie quiere y que se volvía más difícil cada día.

Aunque claro, no siempre fue así.

Al principio, lo único que se sentía era rabia y familiares que gritaban que aquí sólo les mentían. Que la empresa, la Minera San Esteban, no se había acercado hasta ellos y que los políticos aparecían para figurar. En la mente de un familiar de minero, que sólo ve a su presidente como una figura resplandeciente en el noticiario de las nueve, tener visitas, después de una tragedia, del mandatario, la primera dama y varios ministros siempre puede prestarse para cálculos poco felices. Le pasó, por ejemplo, a Laurence Golborne cuando se quebró el decir que la mina había sufrido un segundo derrumbe el sábado y que, por eso, los tiempos del rescate se alargaban.

"Mi viejo no tomaba nunca vacaciones. Le gustaba la minería. Pero también le había causado problemas: le daba miedo viajar al sur porque decía que como tenía silicosis crónica, la humedad le haría mal. Que por respirar tanto polvo, iba a sentir como que le corría barro por los pulmones", relata Romina, hija de Mario Gómez, uno de los mineros atrapados.

Golborne, que antes del jueves 5 de agosto era el ministro de Minería del nombre impronunciable y que sólo llegaba a las grandes audiencias para hablar del poco glamoroso tema del royalty minero, ha vivido su propia odisea subterránea. Porque varios familiares lo criticaron cuando lloró dando esa noticia que provocó la mayoría de las crisis de angustia y cuadros de estrés en el campamento.

Pero si uno se acerca lo suficiente, puede ver que el Golborne que se pasea por el campamento hablando con familiares cuando ya todas las cámaras se han guardado, es un tipo que mantiene una procesión que, sabe, será larga. Que basta mirarle la cara para entender que ha envejecido 10 años en una semana. Y que, por sobre todo, muestra una cierta culpa en su lenguaje, cuando tiene que explicarles los detalles técnicos de la operación a los parientes que se desviven pensando en esos seis taladros que parten la tierra día y noche, para que una sonda pueda llegar hasta el refugio donde estarían los mineros.

Porque cuando lo hace, Golborne tiene que decir verdades que muchas veces chocan con lo que la gente espera. Por eso, repite con tono casi pedagógico que la "rapidez es enemiga de la precisión" cuando le preguntan por qué no se avanza con mayor velocidad, y se cuida de prometer milagros que no sabe si podrá cumplir. El martes, de hecho, antes de tomar su vuelo a Santiago para reunirse con el presidente, Golborne se detuvo un momento, sin ninguna cámara presente, para despedirse de los familiares de Claudio Yáñez. Ahí, le preguntaron cuándo podría la sonda llegar hasta el refugio. Golborne contestó que quizás en una semana. Pero que había que estar preparados. Porque pasara lo que pasara, la vida seguía y había que estar listos para el próximo desafío.

Lo familiares lo miraron como pidiéndole que dijera algo más. Golborne, en ese minuto, les hizo la única promesa que sabía que podría cumplir.

-Si están vivos, les prometo que los vamos a sacar.

Después de eso, de explicarles con esa frase condicional que harían todo lo posible, pero que había que estar dispuestos a aceptar eso que nadie quería decir, Laurence Golborne, el tipo que alguna vez había renunciado al vértigo de la gerencia general de Cencosud para apostar por un restaurante en un mall, subió al auto que lo esperaba, sabiendo que tendría que volver pronto. A ese campamento, a esas familias. A todas esas personas que esperaban mirando los cerros, y que no iban a irse hasta que la mina les devolviera lo que les había quitado.

La historia de una agonía

Las tragedias tienen ritmos y velocidades distintas. En la mina San José, los primeros ruidos comienzan a escucharse temprano, porque son pocos los familiares que podían dormir. Johnny Yáñez, de hecho, nunca durmió más de tres horas. Se acostaba a la una y despertaba a las cuatro con una precisión que lo asustaba. Para no despertar al resto, salía al frío y esperaba en la fogata hasta que los demás aparecieran. En esos ratos, cuando no había nadie más afuera que él, le daba vuelta a algunas ideas que no podía sacarse de la cabeza. Como que él también podría estar dentro. Porque iba a unirse a su hermano Claudio en la San José y sólo le faltaba llevar unos papeles para partir en la pega. Johnny subió el mismo jueves y ahí se ha enterado de cómo las desgracias inciertas devoran a la gente, como el caso de Cristina, su cuñada, que todavía no les dice a sus dos hijas que su papá está bajo la tierra.

Sentado en el fuego, con las cenizas pinchándole los ojos, Johnny escuchó cómo Cristina le decía que le daba pena volver a la casa. Porque cuando lo hacía, veía las ropas de su marido y sentía que moría un poco. Por eso prefería estar arriba, esperando alguna noticia, aplaudiendo las maquinarias que llegaban desde Antofagasta y gritando muchos más ¡Viva Chile! de los que resultan creíbles y naturales.

-Ella me dijo -confiesa Johnny- que ya ni siquiera intenta hablar con sus hijas. Porque le dan ganas de contarles, pero sabe que no puede. Porque es mejor que las niñitas piensen que el papá está con un turno largo no más. El problema será cuando esto se alargue. Ahí ya no sé qué va a poder decirles.  Las tragedias también paren sociedades que forzosamente deben aprender a vivir juntas. En el campamento de la San José hay una pequeña ciudad itinerante, donde además de los personajes obvios, como los familiares, está la gente de la municipalidad que debe coordinar las comidas y vigilar que sólo los parientes cercanos reciban las raciones de comida caliente. Porque antes, durante los primeros días, pasaba que había gente que sólo subía a comer. Y eso provocó que la gente acaparara y se vieran pedazos de pan completos botados en el suelo. O que colchones que se prestaban una noche, jamás encontraban su camino de vuelta.

Una asistente social de la municipalidad dice que el optimismo a estas alturas es de la boca para afuera. Que interiormente todos los familiares saben que es imposible que alguien viva una semana debajo de una mina con poco que comer y nada para tomar. -Lo que ellos de verdad quieren son los cuerpos. Y no se van a ir hasta que se los den.

En el campamento conviven, por ejemplo, estrellas de los noticieros y carabineros que les piden una foto porque si no los retarán en sus casas. En el campamento también hay tipos como Luis Madrid, un paramédico de la ACHS, que espera en su ambulancia que algo pase. Luis, que sabe mucho sobre cómo sanar heridas de bala y cuchillazos porque trabajó antes en el SAMU, nunca había estado en un accidente minero. Pero eso no le importa mucho porque entiende que en cada desastre humano hay un ingrediente que se repite y que pocos saben controlar: el olor de la sangre.

-Porque es muy fuerte. Y penetrante. ¿Por qué crees que muchos se desmayan cuando ven sangre? Es por el olor. No cualquiera lo aguanta.

Mientras las grúas pasan, Luis imagina el día en que lo llamarán para sacar a los mineros. Imagina los cuerpos agotados y repasa las pruebas que tendrá que hacer. Pero, antes que todo, mantiene una cosa en mente. Y ésa es su miedo al cerro, a la mina, y a la posibilidad de que un día alguno de sus hijos no tenga más remedio que hacer esa marcha subterránea que es peor y más jodida que la sangre misma.

El que no tiene miedo es Carlos Jara. El jefe de la fuerza de tarea de la ONG SAR Chile, es un químico santiaguino que siente una suerte de adicción por la adrenalina que brota de las emergencias. Por eso es un rescatista voluntario en esta ONG y por eso decidió interrumpir sus vacaciones en Río Bueno cuando supo que lo necesitaban en Copiapó. Carlos dice que se alimenta de las desgracias, que cuando no está en situaciones como ésta, vive de lo que le da su pequeña empresa que entrena a los equipos de respuesta en caso de accidente en las principales autopistas concesionadas de la capital.

-Hace poco me separé. Mi señora no pudo aguantar mis ritmos y ya tuvimos que dejar de estar juntos. Es algo egoísta, pero las mujeres no entienden esto. Esta pasión, que a veces significa dejar botados a los tuyos. Pero sé que no soy el único.

Carlos hace una pausa y después termina su oración.

-Todos los que llegamos, tuvimos que pelear con alguien para poder estar aquí.

La historia de una agonía

El desgaste es un buen combustible para los rumores. Después de una semana, cuando aún quedaba mucho para que la sonda pudiera llegar hasta donde necesitaba llegar, ya se sabía el caso de una señora que entendía que su marido tenía pocas posibilidades de estar vivo. Pero que tenía miedo de decirlo, porque sabía que el resto de las familias le caerían encima. También se rumoreaba que la PDI preparaba un equipo para que, llegado el momento, pudiera identificar los cuerpos.

Lo que pasaba, era la muerte disfrazada en pequeñas dosis. Comentarios al paso, que llevan quizás a la conclusión inevitable de todo esto: el día en que encuentren a los mineros y las noticias no sean buenas. Porque entonces, con esa noticia, se descomprimirán todas las tensiones que los parientes han acumulado por muchos días en condiciones poco gratas.

Alan Breinbauer, un psicólogo de 25 años de la SAR, dice que podría haber caos. Que las familias podrían gritar y descontrolarse. Que podría haber pánico y tristeza potenciados por un luto que habían sido obligados a sostener silenciosamente en las tripas.

-Por eso es importante que los psicólogos estemos trabajando con ellos desde antes. Porque si nos acercamos a ellos cuando les den la mala noticia, los resultados no serán buenos.

Y claro, también están la mecánica de la resignación y las teorías del desgaste.
Una asistente social de la municipalidad dice que el optimismo a estas alturas es de la boca para afuera. Que interiormente todos los familiares saben que es imposible que alguien viva una semana debajo de una mina, con poco que comer y nada para tomar.

-Lo que ellos de verdad quieren son los cuerpos. Y no se van a ir hasta que se los den.

En esa vigilia estaba Romina el martes. Porque ese día, después de dormir tres noches sobre un colchón prestado, con frazadas que habían llegado de caridad, decidió regresar a dormir a su casa. Lo hizo agotada y con pena porque pensaba que algo podría pasar ese día. Porque era el Día del Minero y ella ya había rezado demasiado. Pero claro, estaba ese detalle jodido que le derrumbaba todo de nuevo. Y ése era que la última vez que había visto a su padre con vida, él le había dicho algo que sólo ahora cobraba sentido.

-Había ido a verlo con mi hija temprano. Él estaba durmiendo y me metí a la cama con él. Mi viejo me sintió y me dijo que le hiciera cariño en la espalda. Que ya le quedaba poco tiempo. Que fuera buena con él ahora.

Romina le hizo caso y repasó su espalda sin entender lo que estaba sucediendo. Que ese momento, incluso aunque ella no lo supiera, podía ser su despedida. Pero claro, Romina estaba pensando en La Serena y en el fin de semana que por fin iban a pasar juntos. En eso y en que si de ella dependiera Mario, su viejo que estaba con ella en la cama pidiendo cariño, nunca más pisaría una mina.

Pero eso fue entonces.

Antes de que la mina colapsara, y antes de que supiera que no habría milagro en el día de San Lorenzo. Porque lo único que tenía Romina era la espera y la lluvia que cayó sobre el campamento el miércoles. Esa lluvia fría y llorada, que no viene de ningún lado, pero que pareciera asomar una última verdad dolorosa en el desierto: Y ésa sería que en Atacama, el cielo quizás sabía algo.

Las caras de la tragedia: los 33 mineros que permanecen bajo tierra, aquí

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