Por Victoria Massarelli y Martín Vinacur* Junio 11, 2010

Y un día renunció.

Hasta acá llegué, dijo, y se tomó el trabajo, durante una hora y media, de sentarse frente a la jauría de caníbales para dar sus razones: habló de decencia.

Venía del infierno de una incongruente y sorpresiva eliminación en primera ronda en Corea-Japón. Venía del cielo de ganar el Oro Olímpico en Atenas. Pero eso era irrelevante.

-Hasta acá llegué, me he quedado sin energías y por tanto no es decente que yo siga.

Las tribunas se llenan de banderas y él colgó una que rezaba "decencia".

Mientras los fundamentalistas del éxito se relamían escuchando cada palabra de su renuncia, se estaban perdiendo que Bielsa hablaba, indefectiblemente, de lo irrenunciable.

Nadie es profeta en su tierra.

Con esa certeza -y sin buscarla- es que allende la cordillera aparece una tierra prometida. Y así el no-profeta devenido en inmigrante pudo conciliar su proyecto con otro, competencias cóncavas y necesidades convexas que se encontraron en tiempo y espacio.

-Allá puede trabajar tranquilo -dicen los caníbales desde Argentina.

-Necesitamos que nos devuelva la dignidad futbolística -piden desde la ANFP.

Bielsa inicia la Reforma. Vive en Pinto Durán como un asceta y empieza a germinar la esperanza que trae salvación y redención.

La alegoría no es gratuita. Fe, rezos, promesas, amuletos: la pasión en fútbol es religiosa. A pesar de Bielsa.

La última visita presidencial sumó elementos pasionales. Como si faltasen. El replay del encuentro fue reproducido en cámara lenta, analizado cual penal no cobrado, sólo faltaba el telebeam que marcara la línea precisa del desafortunado offside protocolar.

Forzado a ser protagonista de una cultura que le es tan ajena como extraña, Bielsa no hace más que ser fiel consigo mismo, mantenerse concentrado en la tarea encomendada, ser responsable y consecuente.

Él es su propio mentor y de ninguna manera se erige en salvador.

Su culto es el trabajo y el compromiso con sus convicciones, una ética en la que prima la humildad, la meritocracia y la nobleza de los recursos utilizados. Juega para ganar. Pero no a cualquier precio.

Reconoce aprender más de los fracasos que de los éxitos,  pero la sabiduría no da felicidad y, claro, el Mundial es para eso, si no para qué, una competencia que se juega a muerte y se vive para festejar.

Conocedor de los mecanismos que ensalzan y apalean, le preocupa la autoestima de sus entrenados. Lo que se dice en el triunfo o en la derrota -les advierte- puede estimular tanto el amor desproporcionado hacia uno mismo como el desprestigio morboso y destructivo.

La vida, como el juego, debe tener cierta perspectiva que la encauce, su propia estrategia de supervivencia, una tautología necesaria para que el círculo virtuoso de levantarse luego de caer sea posible.

Es probable que tanta filosofía quede aplastada por los talibanes del marcador. Allá ellos con su mediocridad eficiente.

Las tribunas se llenan de banderas y un día alguien colgó una celeste y blanca que rezaba: "Bielsa, el tiempo te dará la razón."

El fútbol como metáfora de todo.

*Socios de la agencia Aldea Santiago.

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