Por César Barros Mayo 7, 2010

El shock que provocó el programa Informe Especial de TVN sobre el caso Karadima se expandió como las ondas de un tsunami sobre el Gran Partido Conservador chileno (GPC), que tiene mucho de transversal en lo etario, social y político, tal como se ha podido apreciar por las cartas publicadas en los principales diarios del país.

Por una parte, los afectados -y acusadores- son conocidos o parientes del pequeño grupo del GPC, lo cual ha dado no sólo espectacularidad a las acusaciones, sino también credibilidad: ellos no buscan recompensas económicas como en EE.UU. y siguen siendo católicos observantes, a pesar de todo. Digamos que se necesita de una valentía sin límites para contar lo que vimos y escuchamos y luego soportar las miradas desconfiadas -y, en algunos casos, amenazantes- por parte de los más ultras del GPC.

Una parte de la tribu considera -esto es tan de la derecha- que en esta pasada la Iglesia Católica ha demostrado ser una empresa de liderazgo cuestionable. "¿Te imaginas - me decía un conspicuo- que en mi empresa pillaran a un gallo robando en Santiago, y la gerencia, en vez de echarlo, lo mandara a Talca? A ese gerente lo sacan de la compañía con paso de polca por descriteriado". La alta dirección eclesial ha sufrido un revés de prestigio entre la clase empresarial, donde el "pajaroneo" y los "corazones de abuelita" con quienes faltan a los principios más básicos no tienen cabida. La crítica a la cúpula del clero es, en general, profunda y sin atenuantes.

Otro segmento- el más talibán en los principios- no logra entender cómo quienes predicaban con celo sobre la pureza y condenaban el divorcio, la práctica de la homosexualidad, las relaciones prematrimoniales y otras "faltas graves", no aplicaron con la misma fuerza esos principios entre sus pares. Por primera vez escucho en esa "sensibilidad" una apertura amplia al tema del celibato: porque aquí nadie se confunde mucho (salvo los que escriben en los diarios): la gente sí conecta celibato con problemas de índole sexual o psiquiátrica. Incluso los más ultras.

Y uno tiende a entenderlos. Mal que mal nos hemos esforzado, sobre todo cuando éramos muy jóvenes, por mantener "la pureza", y nos sometíamos al esfuerzo de confesarnos seguido y que nos preguntaran intimidades y después uno se encontraba con el curita en el patio del colegio y uno sabía que él sabía, y él sabía que uno sabía que él sabía. Y después de tanto esfuerzo y de tantas enseñanzas cuestionables (como que los "besos con lengua eran un asco") resulta que ahora venimos a descubrir que algunos de ellos -más de los que podríamos haber imaginado- hacían lo que parece que no se podía. Y más. Y que sus superiores no mostraban hacia ellos ni la mitad de la dureza con que a nosotros nos encaraban. Al final, parece como un mal -y amargo- chiste.

Escapar del endiosamiento

Pero en la parte seria, creo que llegamos al final del camino en un par de cosas muy importantes.

La primera es que al endiosamiento de seres humanos le espera siempre al final del camino un costalazo de proporciones. Lo fue con Marcial Maciel. Y en el plano político, con Hitler o Stalin. O con los gurús como Jim Jones o el de la tragedia de Waco, Texas. Porque no hay hombre infalible -ni los papas-, ni ser humano sin su lado oscuro. Y los endiosados se olvidan muy pronto de sus sombras. Me imagino la decepción de los Legionarios de Cristo. "Hay que desconfiar de los líderes inmaculados", me decía un amigo supercatólico. No hay que renunciar jamás a la opinión propia, al criterio individual, a la visión crítica de quienes se ven, de pronto, elevados por sus buenas obras. Algunos de esos "héroes" realizaron buenas acciones en su momento de gloria. Pero también supieron esconder en forma maestra sus desatinos y los desvaríos de sus seguidores. Mi padre tenía amigos alemanes que juraban de guata "jamás haberse enterado" de los hornos de la muerte. Y lo más probable es que fuera cierto. Ello sólo hace aún mayor la maldad de Adolf Hitler. Y me imagino que la mayoría de los rusos desconocía los crímenes de Stalin. Ya sé que son ejemplos extremos, pero, como decían los romanos, caveat emptor (cuidado, comprador). Y esto vale no sólo a la hora de adquirir automóviles usados, sino también para comprarse modelos de vida o gurús de cualquier especie. En todo este opaco y largo capítulo de la historia de la Iglesia, parece que pecamos de inocentes. Y muchos sentimos que la dirigencia eclesial no fue precisamente muy ídem: más bien abusó de nuestra inocencia.

Muchas personas necesitan "un báculo". Seguir a alguien. Y si los seguidores son hartos, mejor. Y si los conocemos, mejor todavía. Porque necesitamos certezas. Y apoyo, sobre todo en materias que resultan tan debatibles como el sexo o la política. Pero cuando los que se erigen en líderes populares indiscutidos son humanos, la desgracia y la desilusión pueden estar a la vuelta de la esquina: a veces una esquina cercana; otras -las menos- en una esquina lejana: el Muro de Berlín cayó recién en 1989.

Transparencia

Y lo segundo es la transparencia. Especialmente de los códigos. En EE.UU., un profesor no puede saludar de beso a sus alumnas. Ni abrazar a sus pupilos. Ni siquiera mirarlos fijamente a los ojos. En cierta forma es una lata. Un trato frío. Pero los aparta y libera de muchos problemas.

"Hay que desconfiar de los líderes inmaculados", me decía un amigo supercatólico. No hay que renunciar jamás a la opinión propia, al criterio individual, a la visión crítica de quienes se ven, de pronto, elevados por sus buenas obras.

Aquí eso no existe ni de lejos. Al cura Tato lo acusaron porque -después de años- algunos padres de familia se sorprendieron al enterarse de que él sentaba a las niñitas en sus rodillas para confesarlas. ¿Dónde estaban las formas y los códigos?

Para qué decir de ciertos movimientos que restringen la comunicación de sus miembros con sus padres, que censuran a sus amistades, que leen su correspondencia privada o que presionan en forma indebida a los que quieren abandonar el redil.

Todos los movimientos religiosos y espirituales deberían transparentar sus códigos de conducta hacia y entre sus miembros, a fin de que la sociedad pueda aquilatar si esos códigos pasan o no la prueba de fuego. Y deberían prohibirse aquellos que vulneran la dignidad básica del ser humano y su derecho a la libre determinación, a su salud mental y física, y a su intimidad.

La Iglesia Católica no puede ni debe sentir que posee normas distintas a las del resto de la sociedad en la que vive, o que tiene dispensas a las que los demás no tienen derecho. Las sociedades más o menos cerradas tienden a confundir el bien común general con el prestigio de sus instituciones. Y eso ha llevado a infinidad de desgracias en el mundo. Lo han hecho no sólo las iglesias, sino, a través de la historia, las fuerzas armadas, los partidos políticos y las logias.

Luego de que Martín Lutero destruyera la unidad del catolicismo europeo con la ayuda innegable del papado de la época, Adriano de Utrecht llegó en forma inédita a San Pedro (no hubo luego otro sumo pontífice no italiano, hasta Juan Pablo II) y ahí trató de deshacer los males que desde Alejandro VI afectaban a la institución papal. Pero fue más fuerte la curia romana de la época, que una vez muerto Adriano, volvió a las andadas.

Ahora Benedicto XVI está tomando las riendas del cambio en forma enérgica. Sin embargo parece que las "bulas" se demoran en llegar a Chile. Y de corazón le deseo mejor suerte que a Adriano de Utrecht.

* Economista.

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