Por Abril 23, 2010

La actitud de un cristiano frente a los casos de pedofilia tiene dos caras. La primera está definida por el propio Jesucristo: "al que escandalice a uno de estos pequeños que creen, mejor le es que le pongan al cuello una de esas piedras de molino que mueven los asnos y lo echen al mar" (Mc. 9, 42). La segunda cara también tiene una lógica evangélica y consiste en reconocer que nadie está inmune de realizar las peores atrocidades, incluidas esas que a usted y a mí nos parecen repulsivas. Basta que nos descuidemos un tiempo y podremos hacer cosas peores.

"No hay que extrañarse de nada", fue una de las primeras enseñanzas que escuché de mi padre, que a su vez la había recibido de un viejo cura alemán, que vivió la guerra mundial y vio todo lo bueno y lo malo que puede ver un hombre sobre la Tierra. No hay que extrañarse de nada porque nacemos con el pecado original, una suerte de debilidad moral congénita que hace que nos desviemos del camino con gran facilidad. De esto se habla muy poco y ese silencio es un error profundo.

Como no hay que extrañarse de nada, la Iglesia, desde siempre, recomendó a sus sacerdotes una serie de medidas de prudencia para cuidar su celibato, que a partir de la década del 60 algunos consideraron superadas y estimaron que eran unos exagerados los que las ponían en práctica. Hoy nos damos cuenta de que esa ingenuidad nos ha costado muy cara.

¿Significa esto considerar que el hombre es un lobo para el hombre, que hay que tratarlo a latigazos y reprimir todos sus impulsos? No se trata de eso. Ya el viejo Aristóteles enseñaba que el hombre no es bueno (ni malo) por naturaleza: simplemente tiene una "aptitud natural" para recibir la virtud, supuesta una buena educación y el inevitable esfuerzo personal. El cristianismo es una religión alegre y esperanzadora, pero no es una religión ingenua: en su núcleo mismo está la idea de que el hombre está muy necesitado de redención. Bien claro lo tienen los miles de sacerdotes que en el mundo cumplen con su misión. Ellos nada tienen que ver con estas perversiones, pero son víctimas de generalizaciones simplistas.

Hoy nos resulta muy fácil criticar y decir que se hicieron muchas cosas mal. Es verdad, pero no siempre resulta fácil sustraerse al aire de época. Además, por muchas medidas de prudencia que durante siglos la Iglesia aconsejó, ¿a quién se le podía pasar por la cabeza que íbamos a tener entre nosotros cosas como la pedofilia? Muchos recordamos el caso del cardenal norteamericano Joseph Bernardin, precisamente uno de los primeros que tomaron medidas en serio contra los abusos. Él mismo fue acusado de abusos; luego su acusador se desdijo. Era muy fácil imaginar que en casos semejantes se trataba de denuncias calumniosas. Lamentablemente no fue así.

A todo lo anterior se suma el hecho del descenso de las vocaciones sacerdotales. Más de algún obispo se vio tentado a relajar las exigencias para ingresar al seminario, olvidando que, bajo determinadas circunstancias, ciertas personas psíquicamente inestables pueden tener comportamientos erráticos o francamente delictivos. Un seminario no es un lugar para que la gente resuelva su crisis de identidad, sino un período de la vida en que los candidatos al sacerdocio reciben una preparación particularmente exigente. Es decir, es para personas que ya han superado largamente las crisis de la adolescencia.

¿Qué saldrá en limpio de este triste episodio? Una profunda purificación, una selección más exigente, una mejor formación y una sana pérdida de la ingenuidad. La Iglesia ya ha dado señales poderosas de estar aprendiendo la lección. Pero como el problema de la pedofilia no es exclusivo de ella, es de esperar que también otras instituciones hagan lo suyo, desde las que se dedican a la protección de menores y la educación de la juventud hasta los estados que permiten el turismo sexual siempre que se haga lejos de sus fronteras. Si todos hacemos lo que debemos, esta lacra será parte de un oscuro pasado.

* Académico de la Universidad de los Andes.

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