Por José Miguel Ibáñez Langlois* Abril 16, 2010

El magnífico celibato

El celibato sacerdotal no fue impuesto por Cristo sino, más tarde, por la Iglesia. Pero justamente un análisis de los orígenes del sacerdocio célibe permite entender mejor las excelentes razones por las cuales fue instituido, y por qué la Iglesia no tiene la menor intención de alterarlo.

Hay quienes se hacen del celibato sacerdotal una imagen deforme: la caricatura de un pobre hombre agobiado por el peso de la libido, y que a duras penas consigue la continencia sexual externa. Proponer entonces la abolición de ese estado es una consecuencia lógica. Pero no hay tal. Con una mirada de fe y una observación más penetrante de la realidad se divisa un panorama muy distinto: el de innumerables sacerdotes que, repartidos por todo el mundo, y con un corazón tan lleno de amor como de libertad, eligen la condición célibe con una alegría profunda, que colma las aspiraciones más radicales del ser humano y que hace posible un servicio más generoso, pleno y eficaz a las almas todas.

Una mirada histórica

Es verdad que inicialmente los sacerdotes podían ser hombres casados o no, pues el celibato sacerdotal no fue instituido por Cristo sino, más tarde, por la Iglesia. Pero justamente un análisis de los orígenes del sacerdocio célibe permite entender mejor las excelentes razones por las cuales fue instituido, y por qué la Iglesia no tiene la menor intención de alterarlo. Su raíz última es Cristo en persona, Cristo sumo y eterno sacerdote, varón célibe, cuya condición luminosa irradia a través de los siglos. Fue él mismo quien instituyó la vocación del celibato apostólico para quienes la recibieran, sacerdotes o laicos (Mt. 19,12).

Desde la antigüedad ese celibato proliferó entre los sacerdotes por su propio impulso espiritual, por la fuerza intrínseca y espontánea de sus virtudes y de sus estupendos frutos: eran cada vez más los sacerdotes que lo escogían por decisión personal, previa a toda ley de la Iglesia. Cuando llegó esta ley -la del celibato como condición para el sacramento del Orden-, no hizo sino recoger aquella práctica espontánea y creciente, que abarcaba ya una buena parte del clero.

La Encíclica de Pablo VI

En los años 60, tiempo de particulares discusiones sobre esta disciplina eclesiástica, Pablo VI, siguiendo el precedente del Concilio Vaticano II, zanjó el problema en su Encíclica Sacerdotalis Coelibatus (1967). Allí, tras plantearse todas las posibles objeciones al respecto, reafirmó que la Iglesia no está dispuesta en modo alguno a perder ese tesoro, esa "perla preciosa que ella custodia desde hace siglos", ese gran bien que "conserva todo su valor también en nuestro tiempo". Más bien lo que ella pretende es "dar nuevo lustre y vigor al celibato sacerdotal en las circunstancias actuales" (n.1).

En este documento magisterial, el Papa nos invita a mirar esa "magnífica y sorprendente realidad: la de innumerables ministros sagrados que viven de modo intachable el celibato voluntario, vivido con valiente austeridad, con gozosa espiritualidad, con ejemplar integridad, y también con relativa facilidad" (n.13).

Razón del celibato sacerdotal

A favor del celibato sacerdotal hay, por supuesto, una cantidad abrumadora de razones prácticas de tipo pastoral, que se refieren a la indispensable libertad y disponibilidad apostólica del ministro célibe. Pero el núcleo central de la institución es mucho más profundo: es la capacidad de amar y servir a Dios "con corazón indiviso", como afirma el Catecismo de la Iglesia Católica (2349). O como dice Pablo VI: "Una elección exclusiva, perenne y total del único y sumo amor a Cristo al servicio de la Iglesia" (n.14). Este amor vertical, que sube hacia el cielo en línea recta, hace descender del cielo -también en línea recta- la capacidad de entregarse a todas las almas con amor universal: con la caridad del corazón de Cristo, sacerdote supremo.

La virginidad tiene sus alegrías de boda, dice San Agustín. Y son bodas de amor con la Santísima Trinidad y con la Iglesia de Cristo. Porque el celibato no es una simple soltería, sino un gran amor que lo integra todo en torno a sí.

La felicidad y la fecundidad de esa entrega es cosa que pueden vislumbrar, sí, todas las personas con fe y pureza de corazón; pero hay en ella un gozo íntimo y último que quizá esté reservado a la experiencia propia. La virginidad tiene sus alegrías de boda, dice San Agustín. Y son bodas de amor con la Santísima Trinidad y con la Iglesia de Cristo. Porque el celibato no es una simple soltería, sino un gran amor que lo integra todo en torno a sí.

Una objeción típica

Hay quienes atribuyen al celibato la escasez de sacerdotes: ¿no serían más si pudieran ser casados, o, como suele añadirse, si se permitiera la ordenación de mujeres? Pero esos "remedios" muestran ya la dirección sesgada que lleva el argumento. No: es un diagnóstico errado de la situación de la Iglesia. La escasez numérica del clero se debe, dice Pablo VI, a otros factores muy distintos, sobre todo a "la pérdida o atenuación del sentido de Dios y de lo sagrado, y del sentido de la Iglesia como instrumento de salvación" (n.49).

De más está decir que todas las afirmaciones de Pablo VI sobre el celibato sacerdotal no han hecho sino repetirse y reafirmarse en el magisterio de Juan Pablo II y de Benedicto XVI.

¿Y la pedofilia?

En cuanto a la pedofilia, siempre se puede encontrar aquí y allá algún psiquiatra que relacione, al menos en forma indirecta, esos escándalos sexuales con el celibato sacerdotal.  Pero esta opinión dista mucho de ser una conclusión "científica". Lo que muchos expertos verifican, tanto a partir de las estadísticas como del estudio psicológico de la figura, es lo contrario: no hay relación alguna entre celibato y pedofilia. Esta última afecta con gran frecuencia a hombres casados, y se reparte por igual entre empleados públicos y profesionales, sacerdotes y comerciantes, etc. La pedofilia es un hecho deplorable, y muchísimo más en el caso de un sacerdote, pero es ajena al celibato en sí.

En cuanto a los ataques al Papa por no haber hecho lo suficiente en relación a estos escándalos, más bien diríamos que nadie en el mundo ha hecho tanto contra la pedofilia como Benedicto XVI. Son ataques que provienen demasiado a menudo de personas dedicadas a desprestigiar en general a la Iglesia, y en particular a este Papa. Basta analizar su contexto personal, social y cultural para darse cuenta de la gratuidad e injusticia de esas invectivas que dirigen contra un gran Pontífice Romano.

* Doctor en Filosofía y Letras por la Universidad Complutense de Madrid y doctor en Filosofía por la Universidad Lateranense de Roma. Miembro de la Comisión Teológica Internacional.

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