Por Hans Küng* Abril 16, 2010

Primera afirmación: el abuso sexual por parte de clérigos no tiene nada que ver con el celibato. ¡Protesto! Es indiscutible, sin duda, que este tipo de abusos ocurre también en familias, colegios, asociaciones y también en iglesias en las que no rige la ley del celibato. ¿Pero por qué de manera masiva en la Iglesia ¡Católica, dirigida por célibes?

Evidentemente, el celibato no es la única razón que explica estos errores. Pero es la expresión estructural más importante de una postura tensa de la Iglesia Católica respecto a la sexualidad, que se refleja también en el tema de los anticonceptivos.

Sin embargo un vistazo al Nuevo Testamento muestra que Jesús y San Pablo vivieron ejemplarmente sus respectivas solterías para volcarse en su servicio a la humanidad, pero dejando a cada cual plena libertad respecto a esta cuestión.

En lo que al Evangelio se refiere, la soltería sólo puede comprenderse como una vocación adoptada libremente (una cuestión de carisma) y no como una ley vinculante general. San Pablo se oponía rotundamente a los que, ya entonces, defendían la opinión de que "bueno es para el hombre no tocar mujer": "No obstante, por razón de las inmoralidades, que cada uno tenga su propia mujer, y cada una tenga su propio marido" (1 Corintios 7, 1-14). Según el Nuevo Testamento, en la Primera Carta a Timoteo "el obispo debe ser hombre de una (¡y no ninguna!) sola mujer" (3, 2).

San Pedro y el resto de los apóstoles estaban casados con sus ocupaciones. Para obispos y presbíteros esto quedó, durante siglos, como algo que se daba por supuesto e incluso prevaleció hasta el día de hoy, al menos para los sacerdotes, tanto en Oriente como en las iglesias ligadas a Roma, así como en toda la ortodoxia. Sin embargo, la ley romana del celibato contradice el Evangelio y la antigua tradición católica. Merece ser abolida.

Segunda afirmación: es "totalmente erróneo" achacar los casos de abuso a fallos en el sistema de la Iglesia. ¡Protesto! La ley del celibato no existía aún en el primer milenio. En el siglo XI, en Occidente, esta ley se impuso por influencia de monjes (que viven en celibato por decisión propia) y, sobre todo, del papa Gregorio VII de Canossa, en contra de la clara oposición del clero italiano y más todavía del alemán, donde sólo tres obispos se atrevieron a promulgar el decreto. Miles de sacerdotes protestaron contra la nueva ley.

En un memorial, el clero alemán alegaba: "¿Acaso el Papa no conoce la palabra de Dios: 'El que pueda con esto, que lo haga' (Mt 19, 12)?". En esta única declaración sobre la soltería, Jesús aboga por optar libremente por este modo de vida.

De esta manera, la ley del celibato -junto con el absolutismo papal y el clericalismo forzado- se convierte en uno de los pilares fundamentales del "sistema romano". Al contrario que en la Iglesia oriental, el celibato del clero occidental parece sobre todo distinguirse del pueblo cristiano por su soltería: un dominante estado social propio fundamentalmente superior al estado laico, pero totalmente subordinado al Papa de Roma.

El celibato obligatorio es el principal motivo de la catastrófica carencia de sacerdotes, de la trascendente negligencia de la celebración de la Eucaristía y, en muchos lugares, del colapso de la asistencia espiritual personal. Esto se disimula con la fusión de parroquias en "unidades de asistencia espiritual" con sacerdotes totalmente sobrecargados. ¿Pero cuál sería la mejor promoción de una nueva generación de sacerdotes? La abolición de la ley del celibato, raíz de todo mal, y la admisión de mujeres en la ordenación. Los obispos lo saben, pero no tienen valor para decirlo.

¿Realmente opinan "todos los expertos" que el abuso de menores por parte de clérigos y la ley del celibato no tienen nada que ver? ¡Quién puede acaso conocer la opinión de "todos los expertos"! Innumerables son, sin embargo, las declaraciones de psicoterapeutas y psicoanalistas que sí ven una relación: la ley del celibato obliga a los sacerdotes a abstenerse de cualquier actividad sexual; pero sus impulsos prevalecen, virulentos, con el riesgo de que sean apartados y compensados en una zona tabú.

"El celibato obligatorio es el principal motivo de la catastrófica carencia de sacerdotes, de la trascendente negligencia de la celebración de la Eucaristía y, en muchos lugares, del colapso de la asistencia espiritual personal"

Una respuesta seria exige que se tome en serio la correlación entre el abuso y el celibato, en lugar de negarla. Así en sus estudios de 25 años de duración -Knowledge of sexual activity and abuse within the clerical system of the Roman Catholic Church, 2004- el psicoterapeuta Richard Sipe deja claro lo siguiente: el estilo de vida célibe, sobre todo el que conlleva este tipo de socialización (a menudo internado, después seminario sacerdotal) puede alimentar una inclinación pedófila. Sipe constata una inhibición del desarrollo psicosexual que se manifiesta más a menudo en célibes que en el resto de la población media. Pero con frecuencia los déficits en el desarrollo psicológico y las inclinaciones sexuales se hacen conscientes después de la ordenación.

Tercera afirmación: los obispos han asumido suficiente responsabilidad. Que ahora se tomen serias medidas de ilustración y prevención es bienvenido. ¿Pero no son acaso los propios obispos quienes tienen la responsabilidad de todas estas decenas de años de encubrimiento de abusos que, a menudo, sólo conllevaban el traslado de los delincuentes con la más absoluta discreción? ¿Son por lo tanto los mismos antiguos encubridores ahora fidedignos esclarecedores, o acaso no deberían incorporarse comisiones independientes?

Hasta ahora, ningún obispo ha confesado su complicidad. Sin embargo, podrían aducir que se limitaban a cumplir las instrucciones de Roma. Por motivos de secretismo absoluto, la Congregación de Creyentes del Vaticano se atribuyó en realidad todos los casos importantes de delitos sexuales por parte de clérigos, y fue así como esos casos de los años 1981 a 2005 llegaron a la mesa del prefecto cardenal Ratzinger. Éste envió, el mismo 18 de mayo de 2001, a todos los obispos del mundo, una ceremonial epístola sobre los graves delitos (Epistula de delictis gravioribus) en la que todos los casos quedaban clasificados como "secreto pontífice" (secretum Pontificium), cuya violación está penada con el castigo eclesiástico. Entonces, ¿no podría esperar la Iglesia, además, en un gesto de compañerismo para con los obispos, un mea culpa del Papa? Y este gesto debería ir unido a una reparación en virtud de la cual la ley del celibato, sobre la que estaba prohibido discutir en el Segundo Concilio Vaticano, pudiese ser examinada abierta y libremente en la Iglesia.

Con la misma franqueza con la que, por fin, se están superando los mismos casos de abuso, debería discutirse también uno de sus orígenes estructurales más profundos, la ley del celibato.

Los obispos deberían proponérselo al papa Benedicto XVI con insistencia, y sin ningún miedo.

* Catedrático emérito de Teología Ecuménica en la Universidad de Tubinga, Alemania. Esta columna se publicó en el diario El País de España.

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