Por Fernando Paulsen Marzo 27, 2010

El 27 de febrero y por un lapso de 10 días, los múltiples mundos de la tele -personajes farandulescos, periodistas serios y otros chacoteros, animadores adictos al canje, adolescentes bailarines de fama desechable, todo el personal técnico y un océano de egos en alerta de tsunami- se sintonizaron en la misma frecuencia para registrar y dar cuenta al país sobre el cataclismo.

Por muchas horas se alteró no sólo la programación, sino también las pautas publicitarias, los estilos exagerados de los comediantes, las siutiquerías relamidas de animadores que "hablan siempre desde el corazón", los derroches de estrógeno y libido de espacios juveniles, las formales posturas periodísticas en frentes judiciales, económicos y políticos. Todos ellos dieron paso a un solo objetivo televisivo: mostrar qué pasó, recomponer el mosaico del desastre más brutal de los últimos 50 años.

Los departamentos de prensa se tomaron la programación diaria y transmitieron horas y horas, a veces sin posibilidad de saber si los estaban viendo, porque no tenían retorno. Los demás programas hicieron causa común y mandaron a sus rostros y personal, con sus cámaras, a aumentar las imágenes del drama. Los avisos comerciales apenas molestaron la transmisión en directo del cataclismo y durante una semana no pasó nada en el mundo que ameritara dar a conocer noticias internacionales, a no ser que estuvieran relacionadas con la ayuda que llegaba a Chile.

Cuando la programación ha vuelto a su normalidad, cabe preguntarse: ¿qué lecciones se pueden extraer de lo que ha sido hasta ahora la cobertura televisada del terremoto? ¿Qué cosas buenas y cuáles malas han marcado esta gesta?

1.- El poder de amplificación

La televisión, como ningún otro medio, es capaz de difundir un mensaje dramático y amplificarlo con la debida sensación de urgencia. Buena parte de la tarea de sensibilizar a los chilenos sobre lo que ocurrió a otros compatriotas y de aquilatar la dimensión profunda del desastre, descansa en la capacidad de la televisión de transmitir a tiempo las imágenes y los relatos de la tragedia.

En la cobertura de la TV hubo dos tsunamis: el real y el maremoto digital de las imágenes en poder de las personas, de quienes grabaron el terremoto cuando se estaba produciendo. Ése es un tsunami de proporciones incalculables, destinado a modificar criterios editoriales, incluso al mismo periodismo, en la medida en que las personas están donde las cosas pasan y la TV no puede ni sabe llegar allí antes que ellos.

Los que sintieron el terremoto recuerdan lo que padecieron. Los que vivían en lugares donde apenas se sintió -y por ende tenían luz- vivieron el terremoto como un shock de emociones y percepciones. Los edificios caídos, la imagen de los saqueos en Concepción, los muertos que se atisbaban bajo los escombros, los centenares de niños que pululaban por calles de pueblos de los cuales se desconocía su existencia, el barco gigante en medio de la plaza, las playas de arena y astillas que hasta ayer eran la costanera y sus casas, los llantos por los amigos y familiares que no se encuentran, por los enseres y las casas perdidas, por la rabia de no saber qué hacer, por el miedo a la siguiente réplica, por no entender por qué a mí, por qué a nosotros, por qué ahora… Todo eso lo reflejó la cobertura más amplia jamás registrada en la historia de la televisión chilena. Las radios fueron una ayuda extraordinaria, cuando la electricidad no existía. Twitter se transformó en una red de mensajería de emergencia que operó coordinadamente y trajo proximidad y esperanza, cuando se estaba ciego, sordo, asustado y herido. Pero fue la televisión la que hizo que el terremoto se metiera en el circuito sanguíneo y el sistema nervioso central del país. Entrando como rompefilas a gatillar emociones y catapultar ayuda. Impulsando un programa histórico de solidaridad, basado en la empresa y las personas, y permitiendo una incesante transmisión que, lejos de cansar día tras día, exigía más imágenes, nuevos relatos, repeticiones de sucesos notables, de dramas imposibles de guionizar en teleseries.

2.- Una visión del futuro que amenaza y estimula

En la cobertura de la televisión chilena hubo dos tsunamis: uno, fue el que vino tras el movimiento de la tierra, el que el SHOA no alertó y el que a la Onemi no se le ocurrió que podía pasar. El que mató a más gente que los directamente afectados por caídas de casas y edificios.

La televisión tuvo un segundo tsunami: como sus cámaras llegaron a las zonas afectadas tras el sismo, sus imágenes eran las del desastre ya ocurrido. Sin embargo, pocas horas después empezó el maremoto digital de las imágenes en poder de las personas, de quienes grabaron el terremoto cuando se estaba produciendo e incluso desde antes. Y las olas de escenas increíbles, sonidos espeluznantes, gestos de ayuda y de histeria, de arrancar y quedarse a ayudar o buscar a la mamá, comenzaron a llegar una tras otra a sitios web y canales de televisión.

La marejada de testimonios del momento exacto, de las conductas verdaderas, sin disimulo racional, empezaron a apoderarse de los canales y, sobre todo, de las redes sociales e internet, donde YouTube pasó a ser cadena nacional y los links en Twitter se sucedían sin parar.

El eco de la tragedia

La visión del futuro, cada día más cerca, de un país, un mundo, donde la gente registra lo extraordinario que le pasa y lo transmite -por el mismo artefacto que lo captó- a medios digitales que multiplican su expansión, dejando añejas y secundarias a las imágenes formales de la tele, esa visión de lo que está aquí ya, masificándose y expandiéndose, es un tsunami de proporciones incalculables, destinado a modificar métodos y criterios editoriales, incluso al mismo periodismo, en la medida en que las personas están donde las cosas pasan y la televisión no puede ni sabe llegar allí antes que ellos.

Los reporteros callejeros -volantes en el lenguaje televisivo- no pueden competir con el testigo que grabó en su iPhone, Nokia, Sony Ericsson, Samsung, LG, HTC y todos los demás recolectores de imágenes instantáneas, cámaras en vivo, que cada vez más frecuentemente se hacen extensiones de nuestra voz y nuestra vista, para que todos sepan qué nos pasó.

Hace un par de años, el abogado Scott Gant escribió un libro que se caía de maduro: Todos somos periodistas ahora, sobre la forma cómo las personas aceleradamente se harían protagonistas y mensajeros de sus eventos, obligando a cambiar las prácticas y criterios del periodismo clásico y de la ley tradicional.

El maremoto de imágenes digitales mostró el rostro protagónico de la gente en la difusión de lo que le pasa. La televisión será la más afectada.

3.- La ausencia del contexto y la fuerza de la recordación

La televisión, por su naturaleza y dinámica, simplifica hechos a sus elementos dramáticos esenciales. Concentra su haz de luz y atención en un fenómeno atractivo y lo repite hasta la saciedad. Ello conlleva los riesgos de una falta de contextualización grave, tal como ocurrió con los saqueos de Concepción, que lanzaron ondas de rumores, en varias ciudades del país, sobre repeticiones de lo que se veía. Un caso dramático es bueno, el mismo caso dramático repetido decenas de veces agota y puede tender a relativizar la gravedad del hecho al crear -la reiteración permanente- las condiciones necesarias para el cansancio perceptual y el hastío.

La TV, es cierto, explota y suelta. Alza y deja caer. Pero también en casos como éste, es la más idónea para monitorear promesas, aquilatar avances y retrocesos, recordar que Pelluhue, Duao, Cobquecura, Molina, Copihue y Dichato siguen allí, en ruinas, detrás de las urbes más grandes.

Si las encuestas hablaran, dirían que una proporción exageradamente alta de edificios colapsó en el terremoto. Muchos de ellos nuevos, de constructoras conocidas y de prestigio. De ahí a concluir que los estándares de construcción del país son malos y que el terremoto reveló que arquitectos, ingenieros calculistas, inmobiliarias y constructoras son una asociación ilícita para esquilmar al que quiere comprar su casa propia, hay un pequeño paso.

Al riesgo de la falta de contexto, la televisión añade otra característica propia de su inclinación por el drama: lo que impacta se sobreexplota al límite, e incluso más allá, hasta que la última gota del limón salga del exprimidor. El niño Víctor Díaz, en Iloca, fue un logro notable de La Tercera TV. Apenas se subió a YouTube, donde lo vio la mayoría de los conectados a internet, su caso pasó a cruzarse con la búsqueda de contenidos novedosos que buscaban, sobre el terremoto, los canales. Y cuando llegó el  Zafrada a la TV, su presencia, palabras, gestos, preguntas del conductor, participación del presidente, lanzamiento de la primera escuela reconstruida en su pueblo, hasta los modismos y los regalos en estudio de lo que es inservible o que ya le habían regalado varias veces en otros estudios de TV, transformaron al niño Víctor Díaz en un ícono exprimible.

No quiero terminar esta evaluación preliminar con una nota baja. Porque hay un elemento que aporta la televisión que todavía no se ha presentado en toda su dimensión y que resultará trascendental en el futuro: su capacidad y poder para dilatar la función inmisericorde del olvido. La TV, es cierto, explota y suelta. Alza y deja caer. Pero también en casos como éste, es la más idónea para monitorear promesas, aquilatar avances y retrocesos, recordar que Pelluhue, Duao, Cobquecura, Molina, Copihue y Dichato siguen allí, en ruinas, detrás de las urbes más grandes. La televisión puede combatir la arremetida, en algunas semanas más, del olvido que sana, del cansancio de la rutina temática, del empuje del Mundial con su algarabía y distracción.

Si la feroz herida de Chile y su gente por este terremoto merece ser cuidada y curada hasta que sane, en gran medida dependerá de que ese 70% del país que no estuvo en las primeras ondas del epicentro -incluyendo Santiago- y que no formó parte del recuento de muertos que leyó el ex subsecretario del Interior, Patricio Rosende, tenga la capacidad de recordar lo que ocurrió y tener en cuenta que hay personas y territorios que recuperar y reconstruir. Que el olvido no campee antes de tiempo, que no se sustituya la tragedia inconclusa por el business as usual, que puedan compatibilizarse las alegrías de la selección y la lenta recuperación de tres regiones. Esa tarea de monitorear autoridades, de verificar promesas y proyectos, de mantener viva la imagen de lo que hay y lo que falta, la televisión la hace como pocos.

"No nos olviden", pedía un grupo de señoras de Dichato a los periodistas que volvían a la capital. De todos los medios tradicionales, la televisión es la que tiene mejor memoria.

* Panelista de Tolerancia Cero

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