Por Álvaro Bisama Marzo 27, 2010

La imagen es en directo y no tiene desperdicio: Chilevisión muestra el saqueo al supermercado Lider que queda a la vuelta de la esquina del edificio Alto Río, que se ha derrumbado en Concepción. La cámara muestra gente llevándose colchones, zapatillas, comida; enfoca a personas abriendo bodegas y escapando a pie con lo que pueden agarrar, asustados por la catástrofe, liberados  gracias al miedo, dispuestos a sobrevivir a como dé lugar. Macarena Pizarro, perfecta y peinada, está en terreno. Iván Núñez la sigue desde  el estudio en Santiago. La conversación entre ellos es delirante. No, en realidad Núñez es delirante: en pocos minutos trata a la gente de "lumpen" y de "aves de rapiña" repetidamente y luego entrevista a un alto funcionario de la cadena de supermercados casi consolándolo por sus pérdidas, como si de una víctima se tratase. Ése es el momento donde, creo yo, las cosas se dan vuelta. Ése es el momento en que la televisión pierde el rumbo, en que sufre su propio terremoto.

Eso porque mientras redes sociales como Facebook o Twitter sirvieron para reconstituir las comunicaciones rotas, la televisión chilena -por lo menos en los primeros tres días- se preocupó de sí misma, de su vocación por el efectismo noticioso, por la pornografía social. La ética LUN -que en su portada del 27 de febrero llevaba un listón que decía "Especial telúrico"- se tomó todo. No exagero: el terremoto probó la capacidad de reacción de nuestra televisión, pero también su moral.

Nuestros periodistas televisivos se volvieron policías, jueces, inquisidores y, presos de la esquizofrenia, nuestros canales de televisión nunca decidieron qué era más importante: si reportear las imágenes del derrumbe de medio Chile o tender puentes para su reconstrucción; si cebarse en los escombros y la miseria o convertirse en redes sociales al servicio de la ciudadanía; si golpear al canal vecino con las imágenes más cruentas o hacer algo que francamente valiera la pena. Sí, porque era fácil irse a Concepción y mostrar la ciudad como un pueblo de zombis dedicado a devorarse a sí mismos. Lo difícil era justamente lo contrario: huir del foco de la noticia y dedicarse al catastro de la destrucción de la provincia.

Nuestros periodistas televisivos se volvieron policías, jueces, inquisidores y, presos de la esquizofrenia, nuestros canales de TV nunca decidieron qué era más importante: si reportear las imágenes del derrumbe de medio Chile o tender puentes para su reconstrucción; si cebarse en los escombros y la miseria o convertirse en redes sociales al servicio de la ciudadanía; si golpear al canal vecino con las imágenes más cruentas o hacer algo que francamente valiera la pena.

Sí, era fácil quedarse reporteando al lado del edificio Alto Río esperando -como Macarena Pizarro, de punta en blanco, a diferencia de una ojerosa Mónica Sanhueza, que tenía cara de no haber parado de llorar- la aparición de los cadáveres enterrados entre las ruinas, exhibiendo la cuenta regresiva y ominosa de los muertos enterrados. Lo difícil era irse de ahí y mostrar a los vivos que no fueran los saqueadores, colocar -se tardó, pero se hizo- un banner en la pantalla donde se diera cuenta de los nombres de los desaparecidos, de los modos desesperados de unir a una población que quedó a la deriva. Sí, eran fáciles la histeria, el pánico, el horror. Lo difícil era encontrar símbolos que los trascendieran, que pudieran remediarlos. Sí, era fácil una televisión del shock. Lo difícil era asignarle una vocación de servicio al medio, convertirlo en punto de encuentro, colocar, al lado de los gritos de alarma, las voces de consuelo.

Eso no pasó. El retraso del gobierno a la hora de la reacción, las fallas de la Armada en la prevención y aviso de los tsunamis tuvieron su correlato en un medio televisivo que tuvo que esperar que Don Francisco se dignara a aparecer y que ordenara todo con una Teletón de rigor. Ese delay es tanto o más terrible que el del gobierno: la Teletón fue un éxito absoluto, pero también un cierre simbólico pues se trazó como una efeméride que nos hizo olvidar el sensacionalismo inmediato y su hálito apocalíptico, la  poca empatía que algunos de nuestros periodistas y rostros mostraron con respecto a la catástrofe.

Don Francisco llegó a salvarnos, como lo ha hecho siempre, venido desde un más allá imposible, que supera a la política o a la Historia, vino con su propio rictus de héroe cansado, como si fuera alguien que está más allá de lo humano, que sabe mejor que nadie ser un símbolo, un signo de unidad. Pero esta vez llegó tarde. Armó la Teletón en tiempo récord, dobló la meta, pero el daño ya estaba hecho. Nuestra televisión no había estado a la altura porque había vulgarizado el horror, pegados en un loop -que duró días- hecho de escombros y miedo.

Por lo mismo, habría que comparar el comportamiento de la televisión con otros medios y redes en esos primeros días. Habría que preguntarse hasta qué punto nuestros canales usaron con eficacia sus recursos (que no eran pocos: Mega llegó a conseguir un helicóptero para filmar cómo Luis Jara encontraba a sus hijos en Dichato) y si tuvieron un efecto inmediato, como los de los radioaficionados que lograron comunicar un poblado con otro, con la gente que desmentía en Twitter los falsos avisos de tsunami, con quienes usaron e intervinieron Google Maps para volverlo un sistema de referencias comunitario, con las radios -como Paloma de Talca- que nunca dejaron de transmitir en ciudades arrasadas o, como la Bío-Bío en Concepción, para transformarlas en una farmacia improvisada. Por lo mismo, habría que examinar si la tele sirvió para algo que no fuera poner en escena el deseo desesperado de rating y todos sus lugares comunes.

Por mi parte, confieso que después de los primeros cuatro días de la catástrofe decidí apagarla: lo que realmente importaba (las redes de ayuda, las listas de los perdidos y encontrados, las informaciones urgentes sobre casi todo) del horror que nos golpeó en la madrugada del 27 de febrero estaba sucediendo en otra parte.

* Escritor. Autor de Música Marciana

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