Por Roberto Farías, desde la VIII Región Marzo 20, 2010

© Roberto Farías

Al filo del toque de queda, la caravana de jeeps del general Guillermo Ramírez cruza Concepción en vaivenes peligrosos. Esquivan grietas, escombros, autos atravesados, puentes rotos, atascos de tránsito. De un Hummer artillado que lo escolta, saltan dos GOE (comandos) a despejar un taco antes que el general haya siquiera pestañeado.

-Son buenos estos GOE -comenta acodado en la ventanilla de la camioneta-. Antes del grito de mando ya están en combate.

Pero su sonrisa de satisfacción se esfuma pronto. Un comando va con boina.

-¡Cabo! Los quiero a todos con casco de combate. ¡No anda de vacaciones!

Le despejan la vía y seguimos raudos hacia Talcahuano. Dentro de la 4x4, Ramírez retorna a su hablar lento, su voz melodiosa y su tono más cercano a un empresario de viñas que a un general arengando a las tropas. Pero no hay que confundirse.

Al verlo, uno no puede dejar de pensar en las vueltas de la vida: el general Ramírez estaba destacado en Antofagasta, en la 1ª División de Ejército, cuando ocurrió el terremoto de noviembre del 2007 en Tocopilla. Con 1.500 hombres se hizo cargo de levantar la ciudad en el suelo. Estuvo seis meses y lo despidieron con aplausos. En diciembre pasado, al alcanzar la sexta antigüedad del Ejército en la III División de Santiago, de pronto lo redestinaron a Concepción, con el cargo de comandante del Comando de Operaciones Terrestres (COT). No cumplía dos meses y le tocó el gran terremoto de 8,8.

-Nunca imaginé que me tocaría otro terremoto. Y menos que lo que aprendí en Tocopilla me serviría tanto de nuevo…

El domingo después de los saqueos, Bachelet lo nombró jefe de la Defensa para la Zona de Catástrofe en la VIII Región, casi con poderes de estado de sitio. Y de anónimo general de tropas, pasó a ser la cara visible para levantar una de las zonas más complicadas de todo el país afectado por el sismo: terremoto, maremoto, saqueos y ley de la selva en las calles. Su estilo se notó a penas puso pie en esta tierra cimbrada.

El general Ramírez llegó desde Santiago -donde lo sorprendió el terremoto- el domingo 28  a las 5 de la tarde, a Concepción, cuando todavía saqueaban y quemaban los últimos supermercados. En el vuelo se enteró de su nombramiento.

Bajó dando trancos en Carriel Sur, con una decisión tomada: arengó ahí mismo a las pocas tropas que recién llegaban. Según relata un oficial, sus palabras fueron: "¡No quiero por ningún motivo heridos de bala. ¡Les aseguro que lo van a pagar más caro ustedes que los malditos salvajes que andan saqueando!". Desde ese mismo instante se sacó la pistola del traje de combate y la dejó en la camioneta.

-En esas circunstancias, hay que mantener la calma -explica Ramírez-. Yo sé que muchos querían vernos dando ráfagas, pero mi visión era otra. Imponer orden, pero no traumatizar a la gente. Con todo lo que habían sufrido, terremoto, maremoto, saqueos… y luego nosotros ¿disparando a diestra y siniestra? No, no, no.

Aunque persisten historias de violencia excesiva. En el Cementerio Municipal 4, partes de defunción del día posterior al despelote llaman la atención. Dicen: "Muerte por acción de terceros". Y me describieron horribles heridas de bala. Días después, un hombre de 46 años murió a manos de una patrulla de infantes de Marina.

-Lo investigaré hasta las últimas consecuencias- dice, escueto y preciso.

Ramírez es de esos generales de acción que uno vería con el pie fuera del helicóptero sacudiendo la metralleta y dando órdenes en pleno campo de batalla antes que en un escritorio. Es buzo, piloto, paracaidista y comando. Trota 2 kilómetros todos los días.

Apenas asumió el domingo, se fue a patrullar personalmente Concepción. En un saqueo cerca del supermercado Olimpia, camino a Talcahuano, paró el vehículo y se lanzó pistola en mano a perseguir a uno de esos "malditos salvajes" que todavía merodeaban.

-Lo alcancé. Forcejeamos y lo reduje sin disparar un solo tiro.

El lunes siguiente, al amanecer, ya reinaba en Concepción una calma fantasmal.

-Eso es lo que quería de mis tropas -dice ahora-, una operación limpia. Y creo que lo logramos rápidamente.

Zafarrancho de combate

Se oyen tiros en el conflictivo cerro Los Lobos en Talcahuano. El general va personalmente de patrulla. Escoltan su camioneta dos Hummer camuflados con la punto 30 en ristre.

-Vamos a ver si son tan recios estos gallitos- dice.

Pero tras dos semanas, "los malditos salvajes" ya no ofrecen resistencia. Unas cuantas fogatas. Gente en las esquinas, pese al toque de queda. Un adolescente intenta escapar apenas ve el jeep militar.

En Talcahuano la cosa va lenta y la gente comienza a desesperarse. Eso le preocupa. Como el general detesta reprimir, los ha tapado de ayuda. En su filosofía de terremotos, dos cosas son claves: servicios básicos y ayuda. "Saturar de ayuda", repite una y otra vez.

-Cálmate, cálmate- le dice Ramírez, riendo-, no te voy a detener… Dime ¿cómo es la situación en el cerro? ¿Qué has visto? ¿Sigue la violencia? ¿Qué te ha parecido la acción militar?

El joven lo resume en pocas palabras: "Mire, si no llega la luz y el agua, con milicos o sin milicos va a haber hueveo. La gente ya no da más".

-Gracias por tu franqueza- responde el general.

Pero ya lo sabía.

En Tocopilla, donde también hubo poblaciones conflictivas, como El Cobre y Padre Hurtado, aprendió que sin los servicios básicos la cosa no anda. Y en Talcahuano no anda. Recibió el tsunami de frente y los daños son severos.

En dos semanas, Concepción parece normal. Chillán, terremoteado pero normal. Talca y Curicó funcionan. Talcahuano, en cambio, parece Bosnia: apenas ha llegado el 30% de agua y luz. El centro urbano sigue devastado. Bancos, supermercados, empresas, municipio y farmacias en el suelo o saqueados o inundados. Y aún sin luces de cuándo puedan comenzar a funcionar.

-El toque de queda -comenta- sirvió para que el trabajador del agua, de la luz, pudiera dejar tranquilo su casa e irse a hacer su pega día y noche, que es urgente.

Pero algo no funciona en Talcahuano. La cosa va lento y la gente comienza a desesperarse. Eso le preocupa. Apagones y falsas alarmas de tsunami pueden provocar otro desbande social. Como el general detesta reprimir, los ha tapado de ayuda: sobran alimentos y ropa, incluso debió pedir que ya no envíen más.

En su filosofía de terremotos, dos cosas son claves: servicios básicos y ayuda. "Saturar de ayuda", repite una y otra vez.

-Aprendí en Tocopilla que restablecido el orden, hay que saturar de ayuda. Sin discriminar. No importa si sobra. O si llega dos veces.

Eso le generó críticas de su nueva jefa, la intendenta Jacqueline van Rysselberghe: "¿Para qué reparten velas, si ya volvió la luz?". Pero el general responde: "Hay que darle a la gente traumatizada la sensación de que no le va a faltar comida ni abrigo, para que se levanten y se pongan a trabajar. Ésa es mi experiencia".

El sheriff del BioBío

El general y el presidente

Deja los cerros de Talcahuano y toma velocidad esquivando baches y grietas. Detiene bruscamente la caravana de jeeps con un gesto de general romano y pienso que tendremos algo de acción. Pero no. Su celular tiene mala señal. Todo Concepción todavía tiene mala señal.

-Mueve los pumas a Arauco -ordena por teléfono-. No sé yo. Me llevas esos colchones a Arauco sí o sí.

Supongo que le responden con muchos peros.
"No quiero peros. Quiero soluciones", suele decir. También usa "¿puedo confiar en ti?", con lo cual clava a sus subordinados en un compromiso personal. O les dice: "¿Puedo dormir tranquilo, entonces?".

Lo de dormir es un decir. Se acuesta todos los días a la dos de la mañana y a las siete ya está en pie. Sólo una noche durmió en su casa en toda la semana posterior al sismo. Sólo vio a su mujer Alena y sus dos hijos -que se quedaron en Santiago- cuando fue citado por Piñera la misma noche del cambio de mando.

-¿Alguna novedad del nuevo presidente?

-Todo muy bien. Obviamente renové mi compromiso, le expuse las situaciones más delicadas y agendamos algunas cosas, como reforzar Talcahuano -dice, escueto.

Pero fuentes bien informadas comentan que si bien lo felicitaron por su rápida y eficiente acción, le sugirieron dejar más campo a la intendenta en la ayuda y evitar cualquier aspereza en el ámbito público. Cosa posible, pero difícil.

Con Jaime Tohá, el anterior intendente que lo dejó asumir todas las decisiones sin dilación y parecía estar en otro planeta, se llevaba de maravillas. Con la nueva intendenta no parece ser lo mismo. Desde el mismo día 12, las reuniones del Comité de Emergencia son sorprendentemente largas.

Lo sigo una noche a verificar las primeras carpas de la cooperación. Chequea personalmente las que donó Estados Unidos, Rusia, China, Japón y Australia. Son verdaderas casas. Tiendas de campaña donde se puede andar de pie, no como las de la Onemi, del tipo iglú, apenas como para ir de camping al jardín.

-Hay que emplazarlas pronto, antes que llueva -ordena al coronel Alejandro Verges,  encargado de las distribución, y encarga por celular al Comando de Ingenieros que las armen ellos mismos.

-Me hace un nudo en la garganta que llueva esta noche -dice.

Mala suerte. Llueve. En Arauco cayeron 12 mm.

-Tengo un ojo puesto en las mediaguas -explica-. La segunda etapa después de las carpas, son las mediaguas.

Su rostro se crispa cuando piensa en el alcalde de Arauco, Juan Alarcón, un independiente pro UDI que rechazó las mediaguas para sus 300 damnificados en carpas. Pero se le viene aún más complicado: la intendenta ha dicho públicamente que no le gustan los campamentos y que jamás saldrá inaugurando una mediagua. El general, en cambio, no ve salida a la desesperación sin mediaguas o soluciones temporales pero sólidas.

Santa Clara, la olvidada

Despierta en terreno. Guía la escolta para un convoy que instalará carpas en Caleta Tumbes, en la península de Talcahuano. Doce hombres. Llama a terreno al teniente a cargo:

-¡Con uno bien armado y tú, basta y sobra! Si no estamos en guerra. Vamos a ayudar. A a-yu-dar. ¡Qué desperdicio!

Le agrega una orden más, la misma que le vi hacer en todos los repartos:

-No dejes el cargamento al alcalde y te vas. Quiero que tú mismo hables con el vecino a cargo, hagas una fila y entregues personalmente la ayuda. ¡Uno por uno! Hagámoslo nosotros para asegurarnos que llegue.

Santa Clara es un sector popular que mira hacia el norte en la bahía de Concepción. Recibió la ola de frente. El mar entró dos kilómetros y mató 14 personas en una sola calle. Mil casas dañadas y 300 borradas del mapa. -Le tengo cariño a Santa Clara. Es mi propia zona cero -dice Ramírez.

No es que no confíe en los alcaldes. En el CORE le pedían, le suplicaban, que les dejara más espacio de acción. Lo que Ramírez detesta como a la peste es la burocracia municipal: "Que acopien la carga en el gimnasio y empiecen con sus listitas y el RUT y la ficha CAS y luego las cosas se pierdan. No, señor. Ésta es una emergencia y hay que saturar de ayuda. Saturar".

Además, ha visto alcaldes en shock. Con ataques de pánico. Totalmente superados. O como el de Talcahuano, Gastón Saavedra, con una incómoda sensación de culpa luego que saliera esa noche megáfono en mano, junto a bomberos, invitando a los vecinos a bajar de los cerros porque no había alerta de tsunami según la Armada.

Cuando el general entra a un albergue de La Higuera, Saavedra espera afuera.

-¿Te fijaste que no entró? Pobre hombre -dice Ramírez.

El general es como esos ferreteros con el lápiz en la oreja. No tiene agenda. Salvo el protocolo, nadie sabe qué hace ni adónde va hasta el último minuto. Se desvía a cada rato por una y otra razón. De hecho, deja el convoy a Tumbes y se desvía a Santa Clara. Toda la semana me habló de este lugar, pero no le daba el tiempo para ir.

Es un sector popular a ras de mar que mira hacia el norte en la bahía de Concepción. Recibió la ola de frente. El mar entró dos kilómetros y mató 14 personas en una sola calle. Mil casas dañadas y 300 borradas del mapa.

-Le tengo cariño a Santa Clara. Es mi propia zona cero -dice, dando trancos por los pasajes embarrados-. Acá no viene nadie. Ni periodistas, ni autoridades. Nadie.

Y, claro, no dan ganas de ir. Lobos marinos reventados en la calle. Un congrio pudriéndose en lo que fue un living. El barro subió hasta dos metros en las casas. Lanchas entre los pasajes. Historias de horror por doquier. Gente que sobrevivió en el techo, a otros se les soltaron parientes de las manos y murieron. Dolor y barro.

-El mismo domingo que llegué, conocí Santa Clara. Fue terrible. La zona más devastada y menos conocida de todas las que he visitado. Los vi tan desvalidos. Tan solos. Levantando ellos mismos sus muertos.

Su voz no se quiebra. Sigue con su neutro tono empresarial, o como esos cirujanos que anuncian que la amputación fue todo un éxito.

-La gente de Dichato, Lebu, Cobquecura, Llico, Tubul, al menos tienen cercanía con el campo. Pueden conseguir unas papas. Leña. Agua de río. Hay árboles. Por último cerca de ahí ya es bonito. Acá no hay nada. No tienen siquiera carné. No les podemos dar dominales, tenemos que darles soluciones. Me jugaré por eso.

Llevó un destacamento a mover el barro, un minihospital y pronto instalará las primeras conflictivas mediaguas.

Como un vecino que conoce bien los pasajes, da zancadas con seguridad en el barro hacia una casa al borde del mar:

-Trataré de no cometer los mismos errores que en Tocopilla.

¿Errores? En Tocopilla lo despidieron con aplausos cuando se fue. Un campamento lleva su nombre. Le ofrecieron cargos políticos. Sólo cuando quisieron rebautizar una avenida, él se opuso.

-¿Qué errores, general?

Pero no alcanza a responder. Todo en él bulle de vibrante urgencia. Grita "permiso" y abre lo que parece ser la puerta entre un montón de ruinas. Y se introduce en ellas muy campante.

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