Por Ana María Sanhueza, desde Iloca. Marzo 6, 2010

© José Miguel Méndez

Poco antes del tsunami que la madrugada del 27 de febrero arrasó con buena parte de la costa maulina, Emiliano Hernández, auxiliar del colegio municipal Salvador Allende de La Pesca -una pequeña localidad vecina a Licantén, Iloca y Duao-, se preparaba para la entrada a clases el 2 de marzo. Allí, no sólo ayudaba en lo que podía a los seis profesores de la escuela. También, dos veces al año, era un entusiasta protagonista de la Operación Dayse, en la que en caso de maremoto cumplía un papel del que se jactaba con orgullo y que lo había hecho conocido en todo el sector: "Yo era el encargado de tocar la campana para avisar que había que arrancar al cerro", dice cabizbajo, mientras camina por una calle repleta de escombros.

El fin de semana del tsunami era el último de Emiliano en vacaciones. El lunes 1 de marzo debía presentarse muy temprano en la escuela, pues estaba convocada la primera reunión de coordinación de los profesores y el martes 2 entrarían los 65 alumnos de prekínder a sexto básico que estudian allí. Ésos eran sus planes hasta que despertó con el terremoto de casi 9 grados que remeció a la zona central y sur del país. Instantes después, arrancó instintivamente junto a todos sus vecinos del maremoto, que en menos de tres minutos destruyó su pueblo.

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Aquí estaba uno de los mejores complejos turísticos de la localidad de la pesca. Por: José Miguel Méndez

Hasta el sábado 27 de febrero, Emiliano Hernández era de los pocos de la zona que se tomaban en serio los operativos de emergencia en caso de tsunami, una advertencia que en la mayoría de los vecinos sacaba risas por considerarla una exageración. "Decían que era un alaraco, un alarmista", cuenta Héctor Quiero Palacios, alcalde de la comuna de Licantén. Viste un pantalón y una polera que consiguió prestados: el segundo piso de su casa se derrumbó sobre el primero y él cayó junto a su esposa y su hijo. Salieron ilesos; hoy duermen en una camioneta.

El alcalde Quiero calcula que en dos minutos y medio, el tsunami arrasó con el 90% de las casas de Iloca y La Pesca, y en menor porcentaje en Duao, pese a que ahí el mar arrancó la caleta y los barcos de los pescadores. Y en Licantén, donde él vive, fue el terremoto el que destruyó el 60% de las viviendas. Entre ellas la suya.

En Iloca, en agosto fue la última charla educativa sobre maremotos que dio la Mutual de Seguridad y la alcaldía. Pero tanta era la desidia de los habitantes, que no hubo quórum. "Yo fui la única que estaba. Me dio tanta vergüenza que fui a buscar a dos carabineros para que fueran a la clase", cuenta Isabel Lecaros Santelices, secretaria de la junta de vecinos y miembro de una de las familias más conocidas del lugar.

A diferencia de pueblos como Pelluhue y Curanipe, donde hasta el cierre de esta edición las víctimas del maremoto sumaban casi 50 -el 95% de ellas turistas-, en Iloca, Duao y La Pesca no se han denunciado por ahora  fallecidos, aunque aún hay autos abandonados de veraneantes que nadie ha ido a reclamar. Acá, pese a su resistencia de ir a los cursos de emergencias, en los que Isabel recuerda haber visto diapositivas espantosas de maremotos del mundo, que resultaron idénticas a lo que el sábado vio desde el cerro, los vecinos actuaron por sentido común.

"Fue tan fuerte el terremoto, que no había otra opción que arrancarse. Era lógico", cuenta Isabel. Ella, junto a su numerosa familia, duerme en el cerro en un improvisado campamento desde el maremoto. Su casa de la calle Besoaín -la principal de Iloca y que quedó completamente destruida- sigue en pie, pese a ser de adobe y una de las más antiguas del balneario, pero no hay nada del pueblo en el que nacieron. Su marido, Jorge Bravo Santelices, un conocido chofer de la zona que recorre a diario la ruta Iloca-Curicó, cuenta que le costará volver a ver el mar de frente. "Ahora lo evitamos con la mirada". Su mujer añade: "Es que hay que estar aquí para saber cómo fue todo".

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Hoy, el sector de la pesca parece un pueblo fantasma. Por: José Miguel Méndez

Hoy, Iloca y La Pesca parecen dos pueblos fantasmas. De noche, sus habitantes acampan en los cerros por miedo a los temblores y a un nuevo maremoto, pese a que los sismólogos lo han descartado. Pero ellos no ven televisión ni han oído radio ni leído diarios desde el tsunami. Ni siquiera saben de los saqueos en Concepción; tampoco que su zona es la que tiene mayor cantidad de víctimas. Lo suponen cuando miran a su alrededor, por los helicópteros que sobrevuelan el lugar, por los camiones de ayuda que recién el lunes empezaron a llegar y por la inusual presencia de la prensa. La última vez que fueron noticia fue en noviembre de 2009, cuando el municipio organizó "el pescado frito más grande del mundo". Así quedaron registrados en el Libro de Guinness. Hoy su récord es otro: protagonistas de uno de los cinco sismos más grandes del mundo.

El alcalde Quiero calcula que en dos minutos y medio, el tsunami arrasó con el 90% de las casas de Iloca y La Pesca, y en menor porcentaje en Duao, pese a que ahí el mar arrancó la caleta y los barcos de los pescadores. Y en Licantén, donde él vive, fue el terremoto el que arrasó con el 60% de las viviendas. Entre ellas la suya.

La última fiesta

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Sobrevivientes: Isabel Lecaros (de falda) junto a su familia. Por: José Miguel Méndez

Hoy, Iloca es un pueblo sin vida, pero pese a la destrucción aún quedan indicios de lo que sus habitantes y veraneantes hacían antes del maremoto. Entre los escombros se atisban pelotas de niño, carteles que anuncian empanadas de queso y mariscos, pedazos de máquinas de bebidas, trozos de refrigeradores, palos de madera que fueron mesas, sillas, camas, cómodas, veladores. Hay zapatos esparcidos por el barro, pantalones, calcetines, cortinas, muñecas destruidas, manteles, cepillos de dientes, máquinas de coser, diarios de vida, cubrecamas embarrados, cuadernos y cientos de personas escarbando para ver si encuentran algún objeto de valor. Hombres y mujeres hurguetean en una masa de basura que hace pocos días eran sus casas. Muchos buscan su dinero: prácticamente nadie guardaba sus ganancias del turismo -solían arrendar piezas a veraneantes- en el banco.

Jorge Bravo Santelices, un conocido chofer de la zona que recorre a diario la ruta Iloca-Curicó, cuenta que le costará volver a ver el mar de frente. "Ahora lo evitamos con la mirada". Su mujer añade: "Es que hay que estar aquí para saber cómo fue todo".

Pocas horas antes del tsunami, Iloca y La Pesca vivían sus últimas horas del verano. Un cartel pegado en la calle Besoaín da cuenta de lo que ocurría el 27 en la noche en el salón bailable "Raulito", la ex Quinta de Recreo del pueblo, de la que sólo quedó el radier. El grupo "Aroma, esencia de amor" llegaría el sábado a tocar según lo que quedó registrado en los pocos postes de luz que quedaron en pie como "el último gran evento". Horas después, los parlantes del conjunto flotaban por las calles.

Costa brava

La participación del grupo "Aroma..." no sólo sería el último gran evento de la temporada, sino también tal vez el único del verano que resultaría en el pueblo. Isabel Lecaros dice que este verano fue especialmente extraño para Iloca, pues nada resultó como en otras temporadas. Por primera vez, la Semana Ilocana no se realizó y no hubo reina. "Fracasaron muchas de las actividades que organizamos. Finalmente, el verano se acabó de un día para otro con el tsunami", dice. Ella misma, la noche del maremoto se duchó y maquilló especialmente para salir a uno de los dos karaokes del pueblo, que son junto a la discoteca Saint River, polo de la entretención en época de vacaciones. "No me explico por qué no fui... Me habría pillado el terremoto allí", medita hoy.

En Curanipe, a más de dos horas de Iloca, un campeonato de surf convocaba a los últimos turistas del lugar. Pero el tsunami congeló los sueños y vidas de muchos. El domingo 28, Bomberos encontró los primeros 17 cadáveres de la tragedia. De ellos, se cree que la mayoría alojaba en el camping municipal, un populoso y hermoso sector rodeado de árboles. El bosque confundió a sus habitantes y los convirtió, en minutos, de turistas a víctimas fatales. "Muchos tras el terremoto perdieron la ubicación. No sabían cuál era el norte y cuál el sur ni para dónde arrancar. Entonces, huyeron hacia el mar", relata uno de los rescatistas.

Curanipe y Pelluhue también se han convertido en los lugares emblema de la tragedia del tsunami. Ambos están a una hora y media de Cobquecura, el epicentro del terremoto.

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Esto es lo que queda de las cabañas El Espigón. Por: José Miguel Méndez

Frente a la playa de Pelluhue, dos hombres están sentados en el suelo. A sus espaldas, hay torres de iluminación a punto de caer. Es lo único que quedó del estadio. "Nunca vi algo así", dice David Fuentes (55), ayudante de buzo. Solía sacar piures y locos. Lo acompaña Alén del Carmen Jara Apablaza (51), cargador de camiones. "Yo me quedé sin nada. Mi casa se cayó", comenta al pasar.

Quedar con lo puesto

La casa en Iloca de Carlos Eguiluz , pescador de 35 años, tenía 14 metros de largo por 8 de ancho. Un gran rectángulo con un patio enorme. Su dueño calcula que eran 100 metros. Hoy queda sólo el radier y sobre él, la cerámica color té con leche del living comedor y la blanca que cubría el pasillo. "Esta casa la hizo mi papá cuando yo era niño", recuerda.

Eguiluz estaba en la discoteca Saint River cuando sintió el remezón. Ni siquiera alcanzó a despedirse de su casa. Como todo el pueblo, subió corriendo al cerro y allí esperó el tsunami. A diferencia de otras localidades de la zona, desde la altura Iloca se ve por completo. Y la noche del maremoto había luna llena. Los vecinos vieron el maremoto dramáticamente desde un anfiteatro y sintieron la quebrazón de sus casas. "Fueron cinco olas. La cuarta y quinta terminaron con todo", recuerda.

El sector donde estaba la casa de Eguiluz era muy poblado. Hoy, además de su radier, apenas hay un sofá café destartalado y la pared del baño de su vecino más cercano. En lo que quedó del que era el patio de su casa, todos los días corren cinco de los ocho perros cazadores que tenía. Los otros tres, que mantenía amarrados, desaparecieron.

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El pescador Carlos Eguiluz sentado en los restos de lo que fue su casa. Por: José Miguel Méndez

Eguiluz es serio. O lo está. El jeans, las zapatillas, su polera azul y su celular sin señal son lo único con que se quedó. También, como todos los pescadores de Iloca y Duao, perdió su barco y sus redes. El bote más barato de fibra de vidrio cuesta 2 millones y medio de pesos, sin contar el motor. Hasta antes del maremoto, a las cinco de la mañana estaba mar adentro con los demás pescadores. Por eso de niño le dicen "el Capitán".

"No sé qué voy a hacer", dice resignado mientras se agacha y recoge del suelo una pequeña caja de la TV cable que tenía en su dormitorio.

A 10 minutos de la casa de Eguiluz, Saladín Jara Calquín (66) pregunta si alguien ha visto una lavadora con ropa. El tsunami lo pilló con lo puesto: un pantalón y una camisa sucios que agarró antes de arrancar. "Todo lo demás mi señora lo había echado a la lavadora", dice.

En Curanipe, un campeonato de surf convocaba a los turistas. Pero el tsunami acabó con la vida de muchos. El domingo 28, Bomberos encontró los primeros 17 cadáveres. La mayoría alojaba en el camping municipal, un sector rodeado de árboles. El bosque los confundió. "No sabían cuál era el norte y cuál el sur ni para dónde arrancar. Entonces, huyeron hacia el mar", relata uno de los rescatistas.

Saladín se pasea por lo que fueron las Cabañas El Espigón,  cuatro casas color melón de veraneo que construyó con sus propias manos y con el dinero que ganó primero como pescador y luego arrendando piezas a turistas. Había logrado tener uno de los mejores complejos turísticos de La Pesca, con piscina y palmeras. Hoy le quedan algunas paredes y algo de suelo. También energías para llorar frente a un inmenso terreno de playa.

Jara ha vivido toda su vida en La Pesca. Logró ser un próspero empresario junto a su familia, pese a que es analfabeto: tuvo que salirse a los 7 años de la escuela de la zona para trabajar de pescador.

Del viernes 26 de febrero recuerda que su esposa y su hija estaban pelando jaibas para el pastel que hacían todos los fines de semana en el restorán de las cabañas; que antes de acostarse su esposa echó a lavar toda su ropa; que cuando se durmieron despertó con el terremoto y corrió a sacar a los turistas para llevarlos al cerro. "Estaba nervioso. Había un matrimonio de ancianos que se demoraba en irse porque la señora quería llevar su cartera", dice.

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Emiliano Hernández participaba en las charlas preventivas sobre tsunamis. Por: José Miguel Méndez

Como todos en el pueblo, esperó en el cerro el amanecer. De arriba sintió el ruido ensordecedor del mar. Hasta la madrugada del 27, Saladín sólo recordaba que en La Pesca hubo una fuerte marejada cuando él tenía 12 años, pero que sólo mojó las casas. Esta vez fue diferente. Cuando volvió a su casa, sólo encontró algunas paredes y un refrigerador y un congelador que había comprado hace poco. Estaba lleno de corvina congelada. Eran 400 kilos. Hoy es su alimento.

"¿Que qué voy a hacer? A estas alturas de la vida no lo sé", dice y se echa a llorar. Pero a los minutos recapacita, mira las dos paredes y el radier que sobrevivieron y dice: "Si junto todas las maderas y me ayudan, puedo reconstruir todo".

Pocos metros más allá, José Luis Oyarce Jara (66) observa lo que queda de su casa azul, que él mismo construyó. Recorre el terreno con un hacha. Lo sigue su pequeña perra Perla. La encontró el lunes en la mañana en el segundo piso, donde supone que la ola la arrojó.  "Es lo único que salvé", comenta.

Oyarce muestra su casa. Aún hay agua que va y viene por los dormitorios. "Éste era el living, éste el comedor. Aquí hice hace poco una ampliación. Yo tenía cuatro televisores. Ésta es la foto de mi nieta, éstos sus cuadernos. Este mueble era muy bonito".

Junto a su primo Saladín, José Luis Oyarce se crió entre La Pesca e Iloca. Jugaban juntos a la pelota en la playa y Oyarce ganó un campeonato de cueca en Iloca. No quiso seguir los pasos de su papá, un agricultor que tenía una pequeña chacra en el patio que el tusnami arrasó, y se convirtió en constructor de casas y pescador. Como los demás, también perdió su bote.

No es todo. Antes del tsunami, él y su hija Marcela, profesora del Colegio Salvador Allende, tenían el sábado planificado. "Iríamos a comprar una camioneta a Curicó durante la mañana. Costaba seis millones". Seis millones que también se los llevó el mar. Estaban en efectivo.

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