Por Patricio Jara, periodista y escritor Marzo 6, 2010

Es como si no hubiera pasado nada, como si todo ocurriera allá bien lejos, en ese sur de poblados brumosos enclavados en la costa, o bien al otro lado de la capital, en las comunas donde la buena suerte tarda en llegar. Pero es la apariencia una idea de normalidad que se esfuma rápido para quien por estos días de réplicas e incertidumbre recorra, con algo de atención, tramos de Irarrázaval y Dublé Almeyda, en Ñuñoa, la comuna a medio camino de todo y que no hace mucho el gobierno distinguió como la de mejor calidad de vida, de espacios públicos y de vivienda del Gran Santiago.

Porque junto al horror de lo evidente y a todo cuanto podamos reflexionar al respecto, éste ha sido también el terremoto de la clase media emergente. Ñuñoa y sus edificios nuevos, bonitos, modernos, con nombres de película Disney y asomando desde la altura como pirámides mayas en la espesura. Ese enjambre de construcciones que del 2000 a la fecha sobrepasan las 300, desde la madrugada del sábado para muchos se ha comenzado a desmoronar en su ilusión de la anhelada vivienda propia.

A Rodrigo su mujer se lo dijo simple y directo: por ningún motivo, ni siquiera a sacar las cosas, ella volverá al departamento que tenían en el piso 12 del edificio "Emerald", en Irarrázaval al llegar a Suecia; porque si bien se trata de una de las edificaciones más grandes de Ñuñoa -tanto que además de dos torres de ocho y veinte pisos se extiende a lo largo de toda la cuadra hasta llegar a Dublé Almeyda-, en estos días ha estado en el centro de la noticia por simbolizar más nítidamente el desastre puertas adentro de decenas de jóvenes familias.

"Pocas veces me he sentido más vulnerable que ahora. Varios de los que vivimos acá nos tuvimos que endeudar por muchos años para tener nuestra vivienda propia", dice Rodrigo, que tiene 28 años, trabaja en el sector público y junto a su mujer optó a un crédito por 2.800 UF. Recién en julio de este año habrían cumplido un año en el departamento. Antes él vivía junto a sus padres en una casa en La Florida y cruzó medio Santiago para instalarse en Ñuñoa.

El "Emerald" tiene menos de dos años de uso y lo habita un centenar de personas. Pero hoy no queda ninguna. Con el temblor, los cimientos del edificio hicieron agua, se doblaron y la mole se tumbó hacia el oriente. Si es diez o cinco centímetros, tantos o más grados, es lo que aún está por determinarse. Lo cierto es que es imposible seguir ahí porque, salvo el ascensor, los servicios básicos están estropeados: hay filtraciones, murallas desprendidas, ventanales rotos, puertas desencajadas, tuberías asomando amenazantes. Imposible, también, hasta que no haya un modo concreto de enderezarlo y de corregir la falla. Basta caminar unos metros por los estacionamientos del primer subterráneo para ver las vigas dobladas como alambres y los numerosos desprendimientos laterales. Hay un eco mortuorio que crece a medida que se avanza y las suelas de los zapatos rompen trozos de estuco. Es un sonido de catacumbas. Dan ganas de salir corriendo.

Si bien la empresa Paz Corp se ha hecho cargo de sus responsabilidades, que incluyen alojamiento de los damnificados, bodegaje de enseres y análisis técnicos de las fallas, todo indica que el proceso tardará tiempo. El miércoles pasado, los socios de la inmobiliaria ofrecieron tres alternativas a los propietarios: devolverles su dinero -haciéndose cargo de los créditos directamente con los bancos-; trasladarlos a un departamento de similares características en Ñuñoa o Providencia; o permanecer en el edificio, una vez hechas las reparaciones. Porque quienes construyeron el inmueble de Irarrázaval 2931 siguen conjugando el verbo reparar; reparar los daños dentro de un plazo prudente y que todo trate de seguir más o menos como antes.

Por ser la meta cumplida de muchos de los nacidos en los 70, fue que el día del temblor no teníamos velas de seguridad y alumbramos con velas aromáticas; quizás tampoco teníamos fósforos porque usamos agua caliente de caldera y la cocina funciona con chispero eléctrico.

Es entonces cuando los habitantes del "Emerald" aprietan el botón de pánico.

"No se trata de arreglar o no la estructura, lo que de momento nos parece imposible; aunque lo hagan, nunca quedará igual", explica Rodrigo. "Es un edificio que, si lo reparan, sus departamentos costarán 50 lucas. Hoy la devaluación es tremenda y si nos dejan a nosotros con el problema, jamás haremos esto parte de nuestro proyecto de vida. ¿Podré vender el mío en diez años más para cambiarme a una casa y tener una familia? Muchos compraron un sueño y están arrancando de una pesadilla. Eso no lo ven los números, no queda en las estadísticas ni en los recuentos".

Hoy Rodrigo vive como allegado en la casa de un pariente, pero sus cosas debió repartirlas donde otros familiares. Ha sido un desorden tremendo y está desalentado, sobre todo porque tiene que seguir en su trabajo todos los días y cuidarlo más que nunca. "Debo cumplir independiente de que duerma en un lado, mi ropa esté en otro y mis muebles anden repartidos por aquí y por allá. El sistema no acoge a los que formamos parte de la clase media; como no somos parte de la extrema pobreza ni lo suficientemente vulnerables para que el Estado u otra organización venga en nuestra ayuda, debemos arreglárnoslas solos, respondiendo como trabajadores, como parejas, como deudores para todos los efectos comerciales, pagando impuestos… y como si nada hubiese pasado".

Una generación agrietada

edificio

De vuelta a lo que un día fue el hall de acceso del "Emerald", los últimos vecinos en salir terminan de acomodar sus enseres. Los más enterados y que han traído a sus propios técnicos para tener una opinión ajustada, anuncian que arreglar el problema implicaría una faena a escala minera, con esa clase de maquinarias y con esa potencia; los más impacientes, en cambio, sólo esperan que les devuelvan la plata "porque se necesita a Superman para enderezar esta huevada", dicen y miran al cielo como si maldijeran a Dios.

Lo que pasa en Ñuñoa, en Maipú, en Santiago Centro o Pudahuel no se trata únicamente de edificios que hoy exhiben su frontis descascarado al modo de malas escenografías, con baches donde el revestimiento de ladrillos deja ver el muro como una dentadura incompleta. No es sólo la veintena de construcciones que sólo en Santiago evidencian fallas estructurales severas, grotescas, en algunos casos, al punto de volverse, además de inhabitables, en una amenaza para terceros. Hay bastante más que eso, y tiene estricta relación con las vidas de quienes habitaban aquellos departamentos desalojados, los que colgaron sus fotos de luna de miel en esas paredes que hoy están rajadas.

El desalojo

A ellos también les pega el terremoto, a la generación que aspiró a tener algo propio, para lo cual pagan sagradamente un dividendo de 200 mil o 300 mil pesos; les pega a los que tuvieron que sacar a la calle sus camas nuevas, sus colchones aún envueltos en plástico, sus refrigeradores con autoadhesivos de fábrica intactos… y meter todo en camiones de mudanza que nunca pensaron volver a ver tan pronto.

La escena se multiplica por decenas en edificios nuevos que ya no sirven, tan nuevos en algunos casos que ni siquiera se terminan de vender, y por eso, por albergar esa promesa de futuro esplendor, se creían invencibles. Por ser la meta cumplida de muchos de los nacidos en los 70, fue que el día del temblor no teníamos velas de seguridad y alumbramos con velas aromáticas; quizás tampoco teníamos fósforos porque usamos agua caliente de caldera y la cocina funciona con chispero eléctrico. Ése fue el remezón más cruel: un baldazo que nos echa encima nuestra precariedad, que devora títulos universitarios y postgrados; una catástrofe que a muchos les hizo recordar la del 85 y, con eso, el barrio de donde venían.

El del sábado fue un terremoto que agrietó paredes con papel mural impecable, que levantó pisos flotantes que olían a Brillex, que reventó baños con espejos de muro a muro y estropeó sistemas de calefacción por losa radiante que nunca llegaron a ocuparse. Por ahí se extiende la otra grieta de esta carajada, hacia los que cada tarde, recién llegados del trabajo, pasean a su guagua en coche, y que después, cuando la cría se haya dormido, se turnarán para salir en bicicleta o a trotar con los audífonos enchufados. A ellos les ha pegado hasta dejarlos en la calle o, en el mejor de los casos, hasta mandarlos de vuelta a la casa de sus papás con una inmensa sensación de derrota.

Todo de nuevo

Pese a todo, los habitantes del edificio "Emerald" han mantenido la calma. El presidente de la junta de propietarios es ingeniero y eso les ha dado un poco más de seguridad respecto de las decisiones por venir, de modo que pudieron continuar con la evacuación en silencio, con una dignidad inquebrantable, propia de los que saben que saldrán a flote, aunque les cueste, aunque hoy mismo piensen que no se puede. Por eso no contestan a una vecina del edificio contiguo que reclama porque es probable que si todo sale mal, si viene otro temblor tanto o más fuerte que el del sábado, el "Emerald" caiga encima. Es una mujer rubia, bronceada y vestida con un buzo gris. Gesticula, grita, se enoja con la prensa, se enoja con los carabineros y con los conserjes. Es de esas mujeres que hablan apuntando con el dedo. Luego se cansa, se va y todos siguen metiendo sus cosas en los camiones de flete.

A diez pisos de allí, Enrique Espinoza organiza junto a su esposa Roxana Moreno el desalojo de su departamento. Compraron uno de dos dormitorios con espléndida vista a la cordillera. Les costó cerca de 50 millones de pesos y dieron un pie de diez. Enrique y Roxana se casaron para vivir aquí. En mayo recién cumplirían un año como propietarios, pero hoy todo se ha transformado en improvisadas cajas de embalaje y bolsas saliendo en medio del desorden que combaten con la generosidad de amigos y parientes que han venido a ayudar.

Ése fue el remezón más cruel: un baldazo que nos echa encima nuestra precariedad, que devora títulos universitarios y postgrados; una catástrofe que a muchos les hizo recordar la del 85 y, con eso, el barrio de donde venían.

En el momento en que comenzó el terremoto, Enrique celebraba orgulloso sus treinta años: casado, con departamento propio y trabajo estable como ingeniero en construcción. Por eso que en el living aún hay algunas bandejas y vasos de la celebración interrumpida. Hoy no es fácil caminar aquí. El suelo está inclinado y se nota. Hacemos la prueba de la botella y ésta rueda hacia la pared.

Este departamento es su primera propiedad. Antes Enrique vivía con sus padres en Macul, en una casa antigua. "Pensaba que esto era la modernidad, pero resulta que tuve que volver donde mis papás, porque a su casa sí que no le pasó nada. Es el único lugar seguro que hoy tengo", dice.

Paz

Recuerda que apenas terminó el remezón, tomó las llaves del auto y se fue con su mujer, sospechando que si bien el edificio probablemente no se caería ("a menos que haya un temblor muy grande de nuevo", como le ha dicho un técnico a la pasada), sería muy difícil volver a vivir allí.

"Hay que esperar a que decanten las aguas. En este rato deben estar todos arremolinados en la puerta de los bancos pidiendo que se activen los seguros", dice Enrique. "Pero no todos los tienen. Hay muchos que compran sin mucha idea, se quedan con créditos hipotecarios baratos pero sin gran cobertura. A veces los bancos no te detallan eso. Por suerte no es mi caso", explica y a sus espaldas se oye el estallido de un plato que cae en la cocina.

Enrique vuelve al embalaje de sus cosas. Aprovecha ahora que es lunes, pues mañana en la noche se correrá la voz de lo que realmente pasa en el edificio. Entonces llegarán las cámaras de televisión y cientos de curiosos; las acciones de la empresa constructora caerán varios puntos en la Bolsa, el alcalde de la comuna será entrevistado por cadenas radiales anunciando como nuevo lo que se sabe desde el sábado, Carabineros cortará el tráfico una cuadra a la redonda, y el "Emerald" se sumará, con toda propiedad, al inventario del horror.

* Escritor y periodista

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