Por quepasa_admin Marzo 6, 2010

Felipe Armijo, contador

Paso nivel Miraflores, Santiago

El terremoto me pilló en Huechuraba, en la casa de un amigo. Mi única preocupación, desde el minuto que empezó a temblar, era llegar donde mis hijos. Por eso, en cuanto el movimiento se detuvo, me subí al auto y partí a verlos. Tomé la autopista Américo Vespucio Norte en dirección a Maipú, camino obligado para ir a ver a mis niños. Todo estaba oscuro, los focos habían explotado y los cables hacían cortes de electricidad, pero la pista venía llena. Supongo que todos estaban como yo, desesperados por ir a ver a sus familias. Sintonicé la radio y aún no hablaban de terremoto, pero la polvareda y el caos de la autopista hicieron darme cuenta de lo obvio: se trataba de un desastre de magnitud. Subí la velocidad. Quería llegar luego donde mis niños.

Las luces del auto apenas alumbraban. Me di cuenta que la pista estaba derrumbada a dos metros de distancia. No alcancé a frenar. Volé. Literalmente, volé con el auto. Caí siete metros hacia el suelo, de frente a un poste que formaba parte de la caletera inferior de la autopista. sólo atiné a cubrirme el rostro con la mano. Sabía que el impacto iba a ser fuerte.

El parachoques se trizó por completo. Después cayeron las ruedas. Se abrió el airbag. a mí me atajó el cinturón de seguridad. Pero no sabía si estaba vivo o muerto. Ni siquiera tenía idea dónde estaba. Me toqué el cuerpo para ver si sentía algo. las voces de auxilio de la gente que cayó conmigo me ratificaron que aún respiraba. Que estaba vivo.

Me bajé del auto. Corrí a auxiliar a una camioneta que estaba volcada a pocos metros. Sus ocupantes gritaban por ayuda y se quejaban de dolor. Pero antes de que pudiera llegar, cayeron tres autos más. Los focos de los que alcanzaron a frenar nos alumbraron desde arriba. Supe que estaba en el paso nivel Miraflores. Una voz me preguntó si estaba bien, si podía moverme. Era un taxista que, al igual que yo, salió vivo del accidente. Le respondí que sí, que fuéramos a ayudar a la camioneta. Entre los dos sacamos a sus ocupantes por la puerta de atrás. Uno se quejaba de tener sus costillas rotas. Otro sangraba sin parar por la boca. Queríamos ayuda, pero nadie llegaba a socorrernos. Cuando me di cuenta que era poco lo que podía hacer allí, salí como pude y pedí que me llevaran. Necesitaba ver a mis hijos. Un camión de remolque me llevó.

Recién cuando estuve con mis niños en brazos, con la certeza de que estaban bien, me preocupé de mí. Fui al hospital de la UC. Me hicieron todo tipo de exámenes. Por suerte, nada grave me había sucedido. Ahora, sigo con miedo a manejar. Cuando freno fuerte, se me vienen a la mente los ruidos del choque de esa madrugada. Y agradezco a Dios no haber venido con mis pequeños en el auto. Ahí, la historia sería muy diferente.

Paulina Cerda

Paulina Cerda

Sala de partos, Clínica Indisa

Recién habían retirado a Vicente de mis brazos cuando comenzó el terremoto. El reloj de la sala de partos marcaba las 3:34 a.m. Sólo minutos antes había nacido mi primer hijo, pero mi felicidad se convirtió en desesperación. Me sentí tremendamente indefensa, porque no podía moverme del pabellón donde los médicos hacían todo su esfuerzo por seguir adelante. El obstetra, que ya había comenzado a retirar la placenta, tuvo que detener el procedimiento. Para evitar que me desangrara, sostuvo con fuerza una compresa contra mi abdomen. Entonces, se cortó la luz y perdí casi por completo la noción de todo. Las enfermeras y la matrona trataban de tranquilizarme. Sin embargo, en ese momento ocurrió algo que profundizó aún más el miedo que todos sentíamos: el anestesista salió corriendo de la sala de partos y abandonó la intervención sin mediar explicaciones. Yo tenía ganas de hacer lo mismo, pero el efecto la anestesia y la confusión no me lo permitían. Lo que más me preocupaba era saber si mi hijo estaba bien. Sólo cuando se tranquilizó la tierra, el doctor terminó de sacarme la placenta y de suturarme. No volví a ver a Vicente -que había estado bajo la protección del neonatólogo- hasta casi media hora después, un tiempo interminable en esa oscura madrugada del 27 de febrero. Hoy, ya de regreso en mi casa de San Miguel, miro a mi guagua y las imágenes de televisión. y me quedo sin palabras.

Carol Milos, Margarita Samamé y Pablo López, médicos

Médicos

Hospital San Juan de Dios

"Estaba de turno, a cargo de neonatología del hospital. Subí del octavo al noveno piso, a las 3:30 AM, para ir al baño. De pronto, comenzó el remezón. Logré salir del baño e intenté bajar las escaleras. no pude, pues el vaivén era intenso. Cuando se detuvo, volví a mi lugar de trabajo. Curiosamente, los niños estaban tranquilos. Casi no había llanto. Yo estaba calmada. sabía que debía estarlo frente a los pacientes. Con la luz de mi celular revisé las 32 incubadoras que estaban en la oscuridad. Todos los recién nacidos estaban bien. En el hospital No tuvimos daños estructurales ni desgracias personales. Más tarde un mensaje de texto de mi familia: 'Está todo OK'. Ahí me tranquilicé" (doctora Samamé).

"Diría que en el hospital se vivió un caos controlado. Yo llegué dos minutos después del terremoto. Tranquilicé a los cerca de 100 hospitalizados. La mitad había decidido, por su cuenta, bajar del cuarto piso a los patios y a la calle. Había desconcierto al principio, no sabíamos por dónde comenzar a actuar, pero luego nos coordinamos" (doctor López, jefe de hospitalización).

"Esa coordinación espontánea entre médicos, funcionarios y jefes de servicio, logró que los pacientes mantuvieran la calma incluso en sectores más movidos, como la Urgencia. Yo llegué allí a los pocos minutos de ocurrido el terremoto. Trasladamos a los pacientes en cama al patio de las ambulancias, para dejar espacio a los que llegarían heridos. Todos los departamentos apoyaron a Urgencia, entregándonos suturas, compresas y otros materiales útiles para estar preparados" (doctor Milos, jefe de la posta).

Mariela Jiménez, dueña de residencial El Giolito

Juan Fernández

Foto: Raúl Lorca

Archipiélago Juan Fernández

A las 5 AM, un llamado de Santiago nos despertó. Era mi padre, quien angustiado quería saber cómo estábamos. Nos contó del terremoto. A esa hora hubo un temblor en la isla, pero no fue más que eso. Mi papá estaba preocupado pues temía un tsunami. Pero como la Armada había dicho que no había peligro, nos quedamos tranquilos. Tanto, que junto a mi marido y mi hijo de 8 años volvimos a dormir. Pero a las 6 empezó a sonar el gong. Era Martina Maturana, de 12 años, vecina nuestra e hija de unos amigos. Ahí, mi marido me dijo: "Levántate, la ola está en la cancha. La estoy viendo". Me aterré porque nuestra cabaña queda a unos 100 metros de ese lugar y la gente que se hospedaba en nuestra residencial aún no salía. En pocos segundos fuimos a buscarlos y partimos todos juntos corriendo cerro arriba. La pareja de biólogos marinos venía detrás mío. La Paula Allardy se tropezó al escapar y, como perdió tiempo, se refugió detrás de la casa. Lamentablemente, la ola llegó y la atrapó. Murió ahogada. Fue muy triste ver eso. Ella dormía en mi residencial con su pololo. Llevaba dos semanas aquí y le tomé mucho cariño. Estaba muy entusiasmada con su carrera de bióloga marina. Además de ella, murieron otras 4 personas de la isla y aún hay 11 desaparecidos.

La ola arrasó con todo, de oeste a este: desapareció el cementerio, la casa de botellas, el museo, la municipalidad, la escuela, el sindicato de pescadores... todo el casco histórico. Fue cosa de segundos. A mí la ola me tocó los talones. Al notar que el mar nos podía pillar, corrimos más rápido, hasta que nos sentimos a salvo en un negocio que se llama Picaflor Rojo. Desde ahí vimos cómo el agua se comía el gimnasio de la isla. Se reventó como una lata de bebida. Nos dio miedo que viniera otra ola más grande y caminamos hasta el cerro Yunque. Nos quedamos ahí un buen rato.

Se generó un ambiente muy solidario en Juan Fernández. El que tenía comida, la ofrecía. Y no nos faltó techo. El martes llegué a Santiago. Viviré en la casa de mis padres y tendremos que empezar la vida de nuevo. Perdimos todo: nuestra cabaña desapareció y la residencial se partió en dos. La habíamos comprado hace tres años, con la herencia de mi suegra. En 2007 aterrizamos en Juan Fernández con la ilusión de comenzar una vida ahí. Pero nuestros planes cambiaron bruscamente. Incluso, tememos que Robinson Crusoe nunca vuelva a ser la de antes y desaparezca para siempre.

En primera persona

Vicente Martínez, universitario y barman

Discotheque Gabbana, Llo-Lleo, V Región

El viernes 26 de febrero, un grupo de ex compañeros del Colegio Cumbres organizó una fiesta en la discotheque Gabbana de Llo-Lleo. Como siempre, fui barman. Aunque esa noche me encargaron la barra de una terraza.

Había más gente que de costumbre: el cierre de la Ice hizo que la mayoría de quienes veraneaban en Santo Domingo vinieran a Llo-Lleo. Eran las 3:34 de la madrugada cuando se cortó la luz. De inmediato pensé: "otro apagón más", pues ese día en el balneario hubo un corte. Creí que sería momentáneo, y le dije a mi compañero de trabajo: "bajemos los copetes y escondamos la caja del bar". Estábamos en eso, cuando empezó a temblar.

En segundos, El movimiento se desató y me percaté que era terremoto. entonces salté de la barra con mi compañero y empezamos a agrupar a toda la gente de la terraza, que es un espacio de unos 20 metros cuadrados. En ese momento allí había unas 300 personas, rodeadas de dos murallas de 2 metros y una grande de 6 metros. El riesgo era enorme.

La gente -había unas 1.400 personas en toda la discotheque- comenzó a correr. Se levantó mucho polvo por el movimiento y la cantidad de personas. Cuando llegaron a la reja para salir, se encontraron con el portón encadenado. El guardia no aparecía con las llaves y Los jóvenes se aplastaban contra la reja. Finalmente, llegó el guardia y abrió una puerta.

A los primeros que llegaron al portón les cayeron escombros de las paredes. Al poco rato se desmoronó un muro de 4 metros, mientras un grupo de personas intentaba salir por la puerta de emergencia de la discotheque. El lugar estaba oscuro, había mucho griterío, había varios jóvenes en el suelo que eran pisados por quienes intentaban huir. La sensación de calor y asfixia se extendía. Al caos reinante se sumaba que muchos de los presentes estaban con mucho alcohol encima.

Había que organizar el escape y preocuparse de los heridos. Soy scout y he tomado algunos cursos de primeros auxilios. Pero más allá del conocimiento médico, logré calmarme y luego tranquilizar al resto. Lo primero fue atender a los heridos de gravedad -que eran cerca de seis- y derivarlos de inmediato a la posta de Llo-Lleo. Aquí tuvo que primar el criterio: si ves a alguien súper adolorido y sangrando, pero que es capaz de gritar, y a su lado ves a alguien sangrando y en silencio, obviamente atiendes primero al que no reacciona ni habla.

A la terraza llegaba gente herida. Al ver la cantidad de lesionados organizamos una especie de cuadrilla: pregunté en voz alta quiénes sabían de primeros auxilios. A los que respondían afirmativamente los dejaba a cargo de un grupo de heridos. Les decía: "tú tómale las piernas mientras yo le limpio la sangre", "dame tu polerón para curarle la herida", cosas así. Un tipo se me acercó y me dijo que era estudiante de medicina, entonces juntos pudimos ser más efectivos.

Yo me encargué de un herido grave que llegó hasta la terraza: Mientras intentaba levantar a su polola que estaba herida en el suelo, le cayó una roca en su pierna, fracturándole la tibia y el peroné. Le tomé la pierna y me di cuenta de que sus huesos iban en diferente dirección. Tenía fractura expuesta y se desangraba. Pedí ayuda. Con unos amigos lo sostuvimos para calmarlo, mientras le inmovilizábamos la pierna con dos tablas y "vendas" hechas con poleras rasgadas. Sacamos la tabla de madera que yo utilizaba como barra y la ocupamos de camilla para poder moverlo. Luego lo llevamos a un auto para que sus amigos se fueran con él de inmediato a la posta. Más tarde supe que tuvo peligro de que le amputaran la pierna.

En total, atendí a unas 10 personas que tenían desmayos, golpes en la cabeza y contusiones fuertes. Había un tipo que estaba inconsciente en el piso, y mientras le estabilizaba el cuello noté que por la nuca tenía una herida que sangraba de forma permanente. Entonces juntamos un par de polerones y le hicimos una especie de cuello ortopédico, le enderezamos la cabeza y con el algodón de la ropa frenamos la hemorragia.

De la Gabbana me fui a las 4:30 de la mañana, cuando ya no quedaba nadie. Entonces, fui a la posta a ver cómo estaban los heridos.

Andrea Seelmann, universitaria

Andrea Seelmann

Aeropuerto Arturo Merino Benítez

Aterricé a las 3:10 AM del sábado 27 de febrero en el aeropuerto Arturo Merino Benítez. Como casi nunca me pasa, el vuelo TACA 021 que me traía desde Ciudad de México, con escala en Lima, estuvo muy tranquilo. Apenas el avión se detuvo, aún sentada en la fila 28, llamé a mi papá, quien me iba a ir a buscar. Sin prisa, bajamos del avión junto a dos amigos con los que compartimos un mes en el país azteca. Llevaba mi cartera en un brazo y la mochila con mi cámara de fotos en la espalda. Estábamos esperando que pasaran nuestras maletas por la cinta cuando comenzó a temblar.

Me reconozco nerviosa, pero la situación del aeropuerto me descontroló. Cuando todo empezó a remecerse más fuerte, miré hacia arriba y me di cuenta que era mejor quedarme bajo el techo falso. Junto a mis amigos nos tiramos al suelo, casi uno encima del otro, intentando protegernos del plumavit y todo lo que nos caía desde arriba. Fueron los dos minutos más eternos de mi vida. Entre mis gritos, los de los extranjeros que no entendían bien lo que pasaba -clamaban por irse rápido de este país- y el desastre que estaba quedando en el aeropuerto, pensé que me iba a morir. Que todo se me iba a venir encima. Que hasta ahí llegaba.

Completamente a oscuras, el terremoto terminó. Cuando me paré, sólo veía una nebulosa de polvo y escombros. De pronto, la gente de Aduana y otros funcionarios gritaron: "¡Derrumbe! ¡Salgan todos rápido!". Con mis amigos corrimos hacia fuera del aeropuerto, olvidándonos del equipaje. Al llegar, quedamos impactados con el escenario que nos rodeaba: una pasarela destruida, los ascensores abajo, el techo caído, las lámparas completamente rotas.

Grité "¡Papá! ¿Dónde estás?". Lo grité unas mil veces. De puros nervios, No me acordaba de su número de celular ni del modelo de su auto. Pero él no estaba en ninguna parte. De pronto aparecieron los padres de mi amiga. "Pensábamos que teníamos que ir a buscarlos entre los escombros", nos dijeron, mientras nos abrazaban. A los pocos minutos llegó mi papá, quien pasó el terremoto en la Costanera Norte. Lo abracé fuerte, me subí al auto y lloré todo el camino hasta llegar a mi casa en Lo Barnechea. Luego me di cuenta que, según el boarding pass, mi avión se había adelantado: debía aterrizar a eso de las 3:30 AM.

Nicolás Loi, hermano de Andrea (fallecida en terremoto de Haití)

Nicolás Loi

Santiago

Ni siquiera me levanté de la cama. Pensé que la situación no era tan grave. De hecho, una vez que terminó el terremoto seguí durmiendo. En el fondo, creo que no quise reaccionar, porque estoy curado de espanto con lo que significa un terremoto. Para mí fue muy difícil vivir lo que sucedió en Puerto Príncipe, donde estuve casi dos semanas buscando a mi hermana Andrea. Allá me tocó vivir personalmente la tragedia y debí actuar con la mente fría, a pesar del caos imperante. Tuve que trasladarme a través de toda la ciudad, pedir ayuda y enfrentar la angustia de buscar a un familiar desaparecido. Fue una larga espera: vi cómo sacaban los cadáveres, el momento en que los identificaban y cada vez que esto sucedía enfrenté el miedo ante la posibilidad de que fuera ella.

Cuando me desperté, la mañana del sábado 27 en mi casa de Santiago, recién dimensioné lo que había sucedido en Chile. Tenía cortada la luz, pero en un computador que funciona con pilas pude enterarme a través de internet de lo que había ocurrido. Afortunadamente, me pude comunicar de inmediato con mi padre. Con mi mamá y con mi hermano sólo lo pude hacer el domingo, pero me tranquilizaba saber que estaban en una casa sólida, de un piso, en Rapel.

Quizás lo que más me llamó la atención de lo que vi fueron los saqueos y la violencia en Concepción. En Haití no sucedió eso. Probablemente, no había mucho que robar, sin embargo creo también que la gente estaba más tranquila, a pesar de que la destrucción fue total y murieron más de 250 mil personas como consecuencia del derrumbe de edificios y casas. Sé que las autoridades chilenas han sido cuestionadas por la manera en que han manejado la situación, pero -como testigo de lo ocurrido en Haití- creo que en nuestro país uno ha visto un intento por abordar de manera efectiva la crisis.  En Puerto Príncipe no había prácticamente nada: ni Estado, ni policía, ni médicos.

Enfrenté el terremoto de Haití como un actor involucrado en la tragedia. En Chile, lo he vivido como espectador. Como un ciudadano cualquiera que se informa de lo sucedido a través de la televisión. Obviamente solidaricé con el dolor que provocó un hecho como éste, pero es totalmente distinto vivirlo cuando tienes a una víctima cercana. Un grupo de amigos se organizó para salir en ayuda de los damnificados. Yo he optado en esta oportunidad por mantener distancia. Como mi experiencia en Haití es muy reciente, aún me siento muy expuesto y creo que debo cuidarme a mí mismo. Para mí ha sido muy difícil el período de recuperación. Volví completamente traumado de allá y me ha costado bastante llevar una vida normal. Aparte del duelo por la muerte de mi hermana, que es un sentimiento muy profundo, están todas aquellas imágenes y recuerdos de un lugar totalmente devastado como Haití.

César Antonio Araya, experto en prevención de riesgos

César Antonio Araya

Casino Monticello

Íbamos a celebrar diez años de matrimonio. Con mi señora, Llegamos al Monticello a las 10 pm. El terremoto nos tocó en el MVG, el bar-restaurante del casino. Estábamos esperando un café cuando sentimos el primer movimiento. Luego el lugar se movió más y más. Corrimos al acceso principal. Pero el personal del casino nos devolvió porque en la entrada se estaban quebrando los ventanales. Desde las salas de juego, la gente salía gritando y las máquinas y las lámparas se caían. Vi personas recogiendo fichas, pero no fue un saqueo masivo. Creo que fuimos más los que perdimos dinero (en mi caso, $320.000 sólo en fichas) que los que se aprovecharon de la situación para robar.

En segundos se activó el sistema de incendios y el agua nos empapó. Luego se apagó la luz. los gritos aumentaron. empezó a sentirse un olor a gas. Por suerte, ahí paró el terremoto. caía agua del techo, había cañerías rotas que dejaron inundado el estacionamiento. Es lamentable que una construcción tan nueva casi se desarme. Lo bueno, eso sí, era la preparación del personal: siempre en calma, indicando bien qué hacer y dónde ubicarse. Cuando salimos, la gente estaba desesperada. Nadie podía hablar por celular y no se veían los buses de acercamiento. Con mi señora empezamos a hacer dedo a los autos que iban saliendo. Una pareja nos vio. Y nos llevaron hasta la puerta de nuestra casa.

En primera persona

Mónica Rincón, periodista

Santiago / Estudios TVN

"Tengo que irme al canal, tengo que irme al canal". Ésa era la frase que repetía cuando todo se dejó de mover.  Mi marido y yo estábamos bien, y sentí que la única forma en que podía ayudar era trabajando. Alumbrada con una vela, me puse los lentes de contacto. Me vestí con lo que había cerca y como no vi mis zapatos, partí en pantuflas a TVN. En el camino, mientras mi marido manejaba, hablé con uno de mis hermanos. Algo de calma.

Entré corriendo y en el canal de noticias, 24 Horas, me encontré con nuestro editor general, Gerson del Río, y con Ignacio Uribe. Habían llegado con la misma urgencia de informar. No pasaron 7 minutos y ya estábamos, a las 3:55 a.m., al aire. Contándole al mundo del terremoto que azotaba al país. Primero fue sólo a través del 24H, luego nos enlazamos con TVN y con TV Chile. Radios, canales de todos los países replicaban nuestra transmisión. Aún no podíamos saber la magnitud de la tragedia, en medio de rumores y de comunicaciones cortadas.

En el estudio sentía las réplicas y veía cómo se movían los focos. Tenía miedo. Pensaba en mi familia en Concepción y mandaba recados afuera pidiendo que los llamaran. Mis compañeros me entregaban datos escritos a mano en papeles, otros me traían agua, muchos pasaron a darme ánimo. Traté de mantener la calma. Porque el aplomo no tiene sentido para lucirte tú, sino para tranquilizar a los que te están viendo. Y lo da saberte respaldada por un equipo de primera, la experiencia al aire, hitos anteriores (como haber encabezado la cobertura de la muerte de Pinochet)  y la preparación constante. Cuando llegó la luz del día, la angustia creció al comprobar el tamaño del desastre y lo frágil que era el país para resistirlo.

Me han preguntado por qué llegué tan rápido si ni siquiera vivo cerca del canal, que si estaba de turno, que si lo tengo en mi contrato, que si estaba pasándolo bien en algún lugar de Bellavista. No. Simplemente todos los de prensa sabemos que ante un desastre o una gran noticia, sin preguntar, hay que irse a trabajar. Porque si llevas el periodismo en las venas, no puedes quedarte en tu casa. Sientes la urgencia de ayudar a las personas, porque lo que a ellas les pase, te importa. Porque tienes el privilegio de ser su voz y de interpelar a las autoridades cuando hay lentitud o ineficacia en su actuar.

Al salir del estudio, después de 12 horas, me dolía todo el cuerpo. Vi con orgullo cómo mis compañeros, técnicos, periodistas, editores, hicieron un tremendo esfuerzo, que recién empezaba y que no ha parado. Vi la cara de cansancio y satisfacción de nuestro jefe de Prensa, Jorge Cabezas.

Apenas dormí, como todo Chile. Las imágenes de dolor, muerte y devastación daban y dan vuelta en mi cabeza. Lo mejor y lo peor de las personas al desnudo. Las miserias más vergonzosas y esa generosidad que conmueve. Pensé que si había alguna duda sobre la utilidad de un canal de noticias, ha quedado despejada. De manera trágica cumplimos un año al aire este jueves 4 de marzo, haciendo lo que nos apasiona: informar.

Rolf Lüders, economista

Rolf Lüders

San Francisco de Mostazal

Viví el terremoto en nuestra casa de campo de la VI región. La construimos hace unos años, imitando una típica vivienda campestre del siglo XIX, con materiales del lugar: estructura de troncos de eucaliptos tratados, muros rellenos con barro y paja de trigo, tejas antiguas, estuco de barro y pintura de muros de cal. Desperté cuando mi esposa Marily gritó "temblor" y se dirigió a la salida de la casa. Yo me instalé bajo el dintel de una puerta. En el trayecto, el temblor se transformó en terremoto, las luces se apagaron, el ruido era infernal y el polvo empezó a ser asfixiante. Tuve que afirmarme en el marco de la puerta para no caer.  Marily no podía abrir las puertas para salir. Todo caía y temí que en cualquier momento se derrumbara la casa. Llamaba a Marily, que infructuosamente seguía intentando salir. De pronto, se desprendió el estuco de los muros con gran sonajera y polvareda. A continuación cayeron toneladas de relleno de tierra y paja. Finalmente, vino la calma, que percibí como la paz. Marily estaba a mi lado y bien.

La estructura de la casa había resistido el terremoto, no así sus muros. Al salir, recordé la sonrisa irónica de los constructores cuando conocieron las exigencias de mi hermano, el calculista, las que consideraban absolutamente exageradas para una simple casa de barro. Estoy seguro que esa "exageración" nos salvó la vida. El barro y la paja son un excelente aislante y las casas de campo antiguas tienen un inmenso atractivo, pero es obvio que, aun con un diseño estructural moderno, difícilmente resisten bien los movimientos telúricos que tenemos en Chile.

Marcela Navarro, diseñadora

Don Tristán

Foto: AP

Edificio Don Tristán, Maipú

Hace tiempo yo notaba que nuestro departamento, en el tercer piso, se estaba hundiendo. le había informado a la inmobiliaria a la cual le arrendábamos que el departamento estaba con problemas. El conserje me había comentado que ya habían puesto tres demandas contra la constructora Mujica y González en el Sernac.

Esa noche estábamos todos durmiendo. Yo, mi marido, mi hijo de siete años y un primo que estaba de visita. Cuando empezó el terremoto, lo primero que pensé fue ir a la puerta del living: en este edificio las puertas de todos los departamentos estaban descuadradas: Si se cerraba, nos quedaríamos atrapados. Fui hasta el living y mi marido fue a buscar al niño, pero se les apretó la puerta del dormitorio y quedaron encerrados. A nuestro primo se le cayó el clóset encima de la cama. Gracias a Dios pudo salir por debajo.

En ese momento creí que me iba a morir: los sillones se dieron vuelta, sentía a la gente que gritaba y me caí al suelo. Tuve la sensación de que el edificio se iba a dar vuelta. Hubo un ruido superfuerte y sentí que el edificio se quebraba.

Cuando paró de temblar, mi primo fue a rescatar a mi marido y entre los dos golpearon la puerta hasta que la rompieron. Había vidrios en el piso. no veíamos nada. Tomé a mi hijo en brazos y bajamos. Al salir ya se notaba una pendiente bastante inclinada. Lo más lamentable es que en el segundo piso la escalera se derrumbó. Era como cuando rompes un pan viejo y empieza a hacerse picadillo. Así estaba. Nos pusimos encima de todo el material que se había derrumbado de la escalera. Yo estaba sentada y mi cabeza casi tocaba el cielo. Nos empezamos a desesperar porque había comenzado una filtración de gas. Un vecino prendió un foco. Gracias a eso pudimos salir, todos ilesos.

Perdimos nuestro vehículo, que estaba nuevo. Dos días después del sismo, bomberos pudo entrar al edificio y lo único que rescató de nuestro departamento fue un notebook y una maleta con ropa. Fue horrible. Nos salvamos milagrosamente. Pero vi la muerte tan encima que la vida toma otro sentido.

José Sánchez, empresario

Jose Sánchez

Torres de Bilbao, Las Condes

Escuché un ruido terrible. Yo estaba abrazado con mi señora y mi hija de 12 años, aguantando el remezón en la madrugada. Cuando sentí ese estruendo, pensé que las Torres de Bilbao, en calle Duqueco, donde vivo, se venían encima de nosotros. Tras los dos minutos de terremoto, estábamos completamente a oscuras. Nuestra desesperación era inmensa.

Esa noche yo me había acostado muy cansado, cerca de la 1 a.m., porque había estado  preparando el embarque de lenguas de erizos a Japón, en la planta de mi empresa, Chile Sur Productos, en Departamental. Me quedé dormido apenas puse la cabeza en la almohada. Cuando sentí el primer remezón, no lo tomé en serio y sólo me senté en la cama. Pero a medida que el edificio comenzó a moverse sin control, desperté a mi señora. Nos pusimos las pantuflas para huir sin demoras. Gracias a Dios, se encendieron unas luces de emergencia y pudimos bajar desde el cuarto piso. Mi esposa llevó las llaves de uno de nuestros autos. Queríamos ir a ver a nuestras hijas mayores que viven a unas pocas cuadras.

Al llegar abajo, nos dimos cuenta de que ese ruido ensordecedor lo había provocado la losa del estacionamiento, que se había caído sobre los más de 50 autos, que ahora son sólo chatarra. Mis dos vehículos -una camioneta Ford Explorer y un jeep Mercedes- estaban allí. Aplastados. A pesar del caos, de las chispas que saltaban de los cables de alta tensión, de los gritos y de la angustia, le di gracias a Dios por estar vivo junto a mi familia.

Compré ese departamento, el 46 de la torre 4, hace un año. Me habían prometido que era antisísmico, pese a ser construido en los años 70. Hoy está cercado con huinchas que dicen "peligro" y con resguardo policial. Ya es un hecho que lo demolerán.

En primera persona

Joseph Wagner, norteamericano en Chile

La Reina

El piso era mi obsesión. En lugar de mirar para arriba por posibles derrumbes, sólo me preocupaba que la tierra no se abriera. Hasta entonces, yo sólo conocía lo que era un terremoto en la televisión y en las películas que había visto en mi natal Estados Unidos.

La casa en Santiago se movía como un pequeño bote en el océano. Sin saber muy bien qué hacer, seguí a mi esposa hasta el dintel del dormitorio. Sólo recuerdo haber pensado  "My God", mientras todo parecía venirse abajo y la madera no dejaba de crujir. Ahí nos quedamos, con nuestro perro a los pies, esperando.

Cuando por fin todo terminó, salimos a la calle en pijama. Afortunadamente, en la zona donde vivo, en La Reina, no hay edificios, así que más que caos, lo que allí había era soledad. Soy de Ohio, un estado ubicado en el centro oeste de Estados Unidos. Es tierra de tornados, pero el daño de Éstos, aunque brutal, es acotado. Me di cuenta de que con un terremoto el asunto es distinto: la devastación es más extensa y apocalíptica. Ni siquiera el huracán Katrina, que me tocó observar en el sur de mi país, provocó la desolación tan profunda que he visto estos días en Chile.

Me imaginaba que mi familia en Ohio estaría quizás más impactada que yo. Pero no pude decirles que estaba bien sino hasta más de 14 horas después, cuando las imágenes de la tragedia en toda su magnitud ya habían dado la vuelta al mundo.

Bárbara Ríos, actriz

Bárbara Ríos

Isla de Pascua

De madrugada, a la hora que el terremoto azotaba a Chile continental, en Isla de Pascua no se sintió nada. Recién a las 8:30 a.m. me llamó un amigo para decirme lo que había pasado y que había alerta de tsunami en Rapa Nui, donde yo estoy viviendo hace dos meses. Me asusté mucho, tomé mis cosas y fui a despertar a la pascuense con la que vivo, que estaba con su pololo. Se levantaron rápido, agarramos el auto y partimos a Ahu Akivi -centro ceremonial de siete moÁis que miran al mar-, que es un lugar alto y céntrico de la isla.

Cuando pasamos por el centro de Hanga Roa, vimos a todo el pueblo congregado en la iglesia. Nos contaron que los carabineros habían dado la alerta, despertaron a todos los habitantes y los llevaron para allá. Eligieron la iglesia porque está en lo alto del pueblo: para el terremoto de 1960 el agua no alcanzó a llegar hasta ese nivel.

Desde el pueblo se veía cómo el mar se recogía un poco, pero por suerte en Hanga Roa no pasó nada al final. En cambio, Al otro lado de la isla, en Tongariki, donde están los 15 moais -el Ahu o altar más grande de Rapa Nui-, sí entró el mar. Como a las 9 de la mañana llegó una ola que arrastró piedras e inundó algunas cuevas. No les pasó nada a los moÁis, según entiendo. Esa zona de la isla no está habitada, así que no hubo heridos. tuve suerte, porque el fin de semana anterior estuve acampando allí.

Aparte de eso, no hubo otras complicaciones en la isla. Eso sí, había mucho nerviosismo porque aquí estamos en la mitad del océano. Pero no pasó nada. Al parecer, la ola se "paleteó" con nosotros.

Francisco "Chaleco" López, piloto de rally

Chaleco López

Teno y Curicó

El terremoto "me pilló" en la precordillera. Junto a tres amigos habíamos viajado de Santiago a Teno para una competencia de enduro que se haría el domingo 28. Íbamos en una casa rodante. Cuando comenzó el movimiento, pensé que era una broma: les grité a mis amigos que dejaran de mover el vehículo. Me contestaron que no eran ellos. Entonces, nos dimos cuenta que se trataba de algo mayor. Nos asomamos por la ventana. Había mucho polvo y los autos que estaban cerca se movían de un lado a otro. Fui hacia la puerta, pero no pude abrirla por el vaivén. El tiempo se hizo eterno.

Cuando todo terminó, pudimos bajarnos. De inmediato pensamos en nuestras familias, pero no teníamos teléfono: un miembro del grupo había "bajado" al pueblo a cargar los celulares. Nos subimos al auto y nos fuimos donde unos arrieros que estaban en el pueblo más cercano, Romeral. Allí, la gente estaba en la calle y muy asustada. Como a las seis de la mañana partí a Teno, a la casa de mis padres. No había tenido noticias de ellos. Cuando llegué me alivió verlos. Estaban tranquilos. De hecho, ya estaban limpiando los escombros.

En el centro de Teno me di cuenta de la dimensión de lo ocurrido. A los vecinos de mis padres se les cayó todo, perdieron sus casas. Intenté consolarlos. Cuando comprobé que mis padres y mi hermana estaban bien, me subí al auto y viajé a ver a mi abuela y mis tías en Curicó. La casa de ellas es antigua, de adobe. Había parrones en el suelo, tejas desprendidas y el baño se había derrumbado por completo. Nos dimos un abrazo. A las 9 de la mañana partí a ver el local de motos que tenemos en esa ciudad.

Cuando transité por Curicó -mi ciudad natal-, me di cuenta que estaba destruida. Fue impresionante ver la iglesia San Francisco, donde me bautizaron, totalmente derrumbada. El domingo fui a Iloca, porque tengo dos amigos a los que no podía ubicar. Uno de ellos es mi mecánico. Los dos estaban bien. Junto a mi padre y uno de mis vecinos llevamos frazadas, verduras y algo de bencina. Fuimos a los cerros.

El lunes en la noche me vine a Santiago. Sé que mis papás están bien: por ahora están durmiendo en la casa rodante, junto con mi hermana. Prefiero que sigan ahí hasta que pase un tiempo. Están equipados y seguros.

Jorge San Martín Urrejola, abogado

Jorge San Martín

Concepción y Santiago

El terremoto del sábado fue el tercer gran sismo que he vivido. El 21 de mayo de 1960, cerca de las 5 A.M., venía llegando de una fiesta organizada por la Universidad de Concepción, donde estudiaba Derecho. En mi casa -ubicada en San Martín con Aníbal Pinto- ya había gente en pie, porque unos familiares partían en tren a Santiago. Llegué a mi habitación, me acosté y en sólo minutos se inició un temblor que fue aumentando de intensidad. Las cosas se caían y había un ruido horroroso. Se desplomaron cornisas y el techo de la casa se abrió por completo. Además de mi abuela, en la vivienda estaban mi madre y mis siete hermanos. Mi madre tomó a mis hermanos menores y se fueron a la Plaza de Armas. Comenzó a correr el rumor de que el mar se iba a salir, que entraría por el Biobío y llegaría a Concepción. Se decía que había que subir el cerro Caracol, el más cercano. Mucha gente lo hizo. Alguien tenía una radio a pilas y contaba lo que pasaba. Se hicieron fogatas. Nadie quería volver a su casa. Tampoco existía la preocupación de que entraran a robar. claro que el nerviosismo y la sensación de alarma eran generalizados. Ese día, mi madre comenzó a fumar.

Al día siguiente, a las 14.30, mientras sacábamos cosas de la casa, el terremoto de Valdivia se hizo sentir con fuerza en Concepción. Recuerdo a mi abuela arrodillada en el suelo, pidiendo misericordia al señor.

Nuestra casa quedó inhabitable. Como mi familia era muy numerosa, nos repartimos en distintos lugares. Yo me fui donde una tía muy mayor que vivía con dos nanas. Luego arrendamos, hasta que finalmente nos trasladamos a Santiago. Yo me cambié a Derecho en la UC.

En marzo de 1985, yo ya estaba casado y vivía en la misma casa que hoy, en Lo Barnechea. Con mi familia veníamos llegando de Santo Domingo, tras el término de las vacaciones. Cuando bajábamos las cosas del auto, vimos que el agua de la piscina se agitaba como mar embravecido y una de las panderetas comenzó a oscilar hasta venirse al suelo. "Esto es un terremoto", dijimos. Esperamos que parara y entramos a la casa. no hubo daños mayores.

El pasado 27 de febrero, y después de vivir episodios similares, decidí quedarme acostado cuando comenzó la nueva catástrofe. La casa temblaba entera, varias cosas se vinieron al suelo. Mi hija menor gritaba. Intenté calmarla, pero no tuve éxito.

Dos de mis hijos salieron con su madre y se instalaron bajo el dintel. Cuando el terremoto pasó, revisamos la casa. Un televisor muy antiguo y pesado había estado a punto de caerse. Ahí caímos en cuenta de que el sismo había sido de gran magnitud.

Como originario de la VIII Región, hasta hoy tengo parientes que sé que están vivos en Concepción, pero no sé en qué circunstancias están sobrellevando esta calamidad.

En primera persona

Andrés Tobar, dueño Hotel Surazo

Matanzas, VI Región

Habíamos hablado miles de veces de la posibilidad de un maremoto. Pero siempre como talla más que algo real. El hotel está en la playa, a 200 metros del mar. Por eso, yo estaba consciente de lo que había que hacer en un tsunami.

Esa noche me quedé a dormir en el hotel. Apenas sentí el terremoto, salí de mi pieza con dos personas que trabajan allí, con la idea de evacuar a la gente. había 20 huéspedes y cinco empleados. Tocamos puertas y gritamos para que todos salieran. Agarré agua, frazadas, un computador y algo de plata en efectivo. y partimos rápido hacia los cerros.

Al principio creímos que no podríamos avanzar, porque se cayó una pandereta de la entrada del hotel y los autos no podían salir. En una camioneta 4x4 logramos por fin pasar sobre los escombros. Nos demoramos entre tres y cinco minutos en llegar al camping que está a 200 metros hacia el interior, sobre una duna. Ahí vimos cómo la primera ola sacudió al hotel. Fue muy fuerte. La violencia con que entró el agua a las piezas fue impactante. las olas movían los autos en el estacionamiento. Había un jaguar que quedó lleno de agua. al día siguiente lo secaron y se salvó.

Ahora hay camas adentro de los baños, puertas rajadas, todo tirado y lleno de vidrios rotos. el hotel tenía un muelle hacia la playa que fue arrastrado un kilómetro hacia el norte, y una terraza que quedó en la mitad del pueblo. También teníamos un domo grande que quedó 500 metros hacia el interior.

El panorama en la playa era desolador. Vimos gente que estaba en la arena y se agarraba de una reja para que no se los llevara el mar. Había un niño que se soltó y quedó enterrado hasta la mitad en la arena, pero lo pudieron sacar vivo. Había un auto flotando y otro con personas adentro que fue arrastrado por el río hacia el interior. Menos mal que no hubo muertos.

Como a las 7:30 de la mañana bajamos con tres personas que trabajan conmigo a tratar de salvar cosas. por suerte, en vez de ir directo hacia el hotel pasamos primero a la casa de uno de ellos que queda al lado, pero más hacia el lado de la calle. Estábamos recuperando remedios cuando nos empiezan a gritar que viene el mar de nuevo. Por puro instinto, nos subimos al techo y no nos pasó nada. Uno de los huéspedes, que había bajado a sacar sus cosas, se accidentó la pierna.

A casi una semana del desastre, está todo más tranquilo. Nosotros tenemos un seguro contra este tipo de eventos, así que espero que todo salga bien y podamos levantar el hotel para tenerlo funcionando para el próximo verano.

Axel Christensen

Axel Christensen

Lima

Ni sentí el terremoto. No es que tenga el sueño muy pesado. Es que estaba a miles de kilómetros del epicentro y a miles de metros de altura. Iba viajando de vuelta a Chile. Me enteré del desastre apenas mi vuelo aterrizó en Lima. Había estado en Ciudad de México por trabajo y aquí tomaría la escala final hacia Santiago. Ese mismo día me reuniría con mi familia que regresaba de la playa. Pero El destino quiso otra cosa. Apenas aterricé, prendí el celular y entraron un montón de mensajes preguntándome ¿dónde me había pillado el terremoto?, ¿cÓmo estaba mi familia? Sentí como se me apretaba el corazón. Curiosamente, no tuve problemas inicialmente para contactar a mi familia (Más adelante, la comunicación sería un calvario). Sentí alivio al escuchar la voz de mi señora que me confirmaba que los niños y el resto de mi familia estaban bien. Pero la tranquilidad duró sólo unos segundos, cuando noté el tono de angustia en su voz: sola, a oscuras con cinco niños, habiendo tenido que subir varias veces a lugares más altos por el temor a un maremoto. yo tenía que volver lo antes posible. A minutos de salir del avión, supe que eso sería casi imposible. me fui uniendo a pasajeros que también iban a Chile. Algunos habían tenido que regresar a sÓlo una hora de llegar, alarmados con el mensaje del piloto: "Ha ocurrido un terremoto en Chile. No podemos comunicarnos con Santiago. Tendremos que aterrizar en Lima".

Lo que siguió después fue una tragicomedia de desorganización. Superado por la ansiedad de los pasajeros, el personal de la aerolínea comunicaba mensajes contradictorios. Después de hacernos esperar unas horas para un comunicado oficial, éste se redujo a decir que había ocurrido un terremoto y que el aeropuerto de Santiago estaba cerrado por daños. Que recién en 72 horas se reanudarían los vuelos. se nos avisó a los pasajeros en tránsito que seríamos enviados a hoteles. tuvimos suerte, pues pasajeros de otros aeropuertos tuvieron que dormir en el terminal.

A pesar de un asoleado día en Lima, era difícil despegarse del televisor y reintentar llamar a familiares y amigos. También era casi imposible conectar con el call center de la línea aérea para saber cuándo podríamos volver. apenas pude dormir esa noche. Al día siguiente partimos al aeropuerto. Después de mucha espera y nerviosismo, pude despegar cerca de las 9 pm del domingo 28. Después de una escala en Antofagasta para hacer policía y aduana, aterrizamos en un oscuro aeropuerto de Santiago, que fue el primer testimonio directo que tuvimos de la dimensión del terremoto. Cansado pero feliz, llegué a mi casa el lunes a las 7 de la mañana.

Algunos piensan que no haber vivido el catastrófico terremoto y las interminables réplicas nos separa de la inmensa mayoría de chilenos que experimentaron el trauma. No estoy de acuerdo. La angustia de estar separado de tu familia, con nula o muy limitada comunicación, y la impotencia de no poder acompañarlos también generan dolor y tristeza.

Ana María Campos, periodista

Ana María Campos

Constitución

Sentimos el movimiento y de inmediato nos despertamos. Tomamos a Octavio, mi guagua que va a cumplir dos meses, nos vestimos y partimos. Estábamos en una hostería frente al Río Maule, en Constitución. Teníamos que escapar. En cualquier minuto el agua inundaba todo.

Nos subimos al auto y mi tío manejó en dirección al cerro. Ya había casas derrumbadas, por lo que cientos de personas estaban en lo mismo que nosotros. Enfilamos por una calle y, en dirección contraria, venía un auto. El conductor gritaba que nos devolviéramos: el mar se había desbordado y una ola gigante iba a arrasar con todo. Doblamos y nos metimos a una calle sin salida. Por la izquierda venía el mar. Por la derecha, el río. La corriente del océano nos arrastró e hizo que el auto impactara en un gran tronco, que sirvió para amortiguar el flujo de las aguas. Daniel, mi marido, se subió al techo del auto y sacó a Octavio por la ventana. No sé cómo, logró subirme a mí y a mi tío. Aun así, había que subir más. El nivel del agua aumentaba y pronto nos iba a alcanzar. Después, trepó por las ramas del tronco y comprobó que eran firmes. Me pidió que le pasara a Octavio. Estiré los brazos y nunca solté la cuna en la que estaba mi hijo hasta que mi esposo la tuviera firme. Pero él sintió que estaba liviana. Nuestro niño se había caído. Estaba todo oscuro, pero la luz de la luna sirvió para ver cómo Octavio flotaba en el agua.

Daniel se tiró a rescatarlo. Yo lloraba y gritaba. Pensé que mi hijo había muerto. En unos segundos, mi marido rescató a Octavio y me lo pasó. Él quedó abajo, flotando. El mar se recogió y Daniel aprovechó de abrir la maleta y sacar una muda de ropa para mi guagua. Lo sequé y recé. Nunca he sido muy católica, pero en ese momento le pedí a Dios que nos ayudara. Sabíamos que en cualquier minuto podía venir otra ola, así que tratamos de escapar hacia un sitio más alto. Pasó un auto y ofreció llevarnos, pero sólo tenía un cupo. Daniel me metió a la fuerza y me puso a Octavio en brazos. "Nos vemos mañana en la hostería", me dijo. Yo quería quedarme con él, pero no sé nadar.

Llegué a una casa grande, arriba de un cerro. Ya no había peligro. Me pasaron ropa seca, me dieron comida y abrigo. yo no paraba de llorar. Cuando me di cuenta que Octavio me miraba fijo y no lloraba ni chistaba, atiné: estaba en shock. Me calmé. Llegó mucha gente a pedir asilo a esa casa. Me contaban que vinieron tres olas más. Que Constitución ya no existía. yo no supe más de mi marido y tío hasta el otro día, cuando a las 5 de la tarde logramos comunicarnos. Estaban sanos y salvos. lograron escapar a un cerro; el mar no se los llevó. Todavía estamos asimilando todo lo que nos pasó. El pueblo ya no existe. Nos salvamos de milagro. Ahora creo firmemente en la existencia de un ser supremo que esa madrugada del 27 de febrero nos ayudó a lograr lo imposible: salir vivos del terremoto.

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