Por Alberto Fuguet* Febrero 20, 2010

© José Miguel Méndez

1.-

El escritor Henry Miller, que pasó buena parte de su juventud teniendo sexo en buhardillas parisinas, bautizó a los Estados Unidos como "la pesadilla con aire acondicionado". Buena frase, sobre todo pensando que en 1945 sólo algunos tenían aire acondicionado en ese país, pero la metáfora -el metaforón- se entiende: todo aquello que no es natural, que es intervenido, es falso, malo y altera el sueño. Dicho de otro modo: da miedo y asco, para citar ahora a Hunter S. Thompson, un periodista kamikaze que consideró que la única manera de afrontar Las Vegas, a fines de los 60, era combinando LSD, cocaína, galones de alcohol, mescalina y algo de cannabis.

Desde el minuto que se fundó Las Vegas (por gángsters, para más remate) ha pasado a ser una metáfora -un metaforón- de Estados Unidos, el centro más oscuro de la pesadilla, el no-lugar más pavoroso de todos los no-lugares, un sitio indigno que asquea a los que se consideran con gusto, finos, cultos. ¿Qué se puede decir de Las Vegas que ni el más chanta de los intelectuales, con o sin intelecto, no haya dicho? Que ahí está el mínimo común múltiplo de lo más básico de la sociedad, que es una cultura falsa, híbrida, capitalista, donde todo es copia, remedo, kitsch; donde lo que sucede ahí, se queda ahí. Una ciudad que vive de las apuestas, los shows y las luces merece la ira de Dios.

2.-

Esto -ojo- no va a ser acerca de Las Vegas. Será acerca de Monticello, nuestra "propia Las Vegas", según me insisten. No vine a "lo Gonzo", a lo Hunter S.Thompson, ni recurriré a las drogas o al alcohol para "entenderlo". No apostaré millones de pesos ajenos para "sentir la experiencia". Mi meta es observar y quedarme 24 horas. No me dan miedo sus supuestos excesos sino más bien aburrirme, porque casi todo lo que "promete" Monticello me interesa poco. Mi meta entonces no es ver cómo puedo destruirlo antes de llegar, sino darle una oportunidad. Veamos.

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Para muchos, Monticello es el nuevo lugar-donde-hay-que-estar; para no pocos es "el verdadero epicentro del verano". La verdad es que, hasta hace unos meses, yo no sabía que existía Monticello, algo que, al parecer, me transforma en un alien porque, según las cifras, un porcentaje considerable de los chilenos ya ha ido. Monticello es ya un símbolo -una metáfora y, quizás, un metaforón- de tantas cosas, que no existe espacio para anotarlas en mi libreta. Una publicista me dice que en Monticello termina el sur; otros me dicen que es "el Santa Cruz para la clase media". Un abogado me argumenta que Monticello, junto al Festival de Viña, las elecciones, la Pequeña Gigante, las catástrofes y la Teletón, es una de esas cosas que "les pertenecen a todos los chilenos".

Monticello no es un monumento al buen gusto, pero está lejos de ser la prueba viviente del peor. No es una oda a lo minimal, pero tampoco un insulto a los ojos. Las luces del exterior bañan los muros y no hay figuras de neón que se mueven. El efecto de los tres edificios tiene algo de complejo militar de película americana de la era Reagan o de un capítulo de Los Thundercats.

Googleando, me encuentro con esto en el sitio 800.cl: "…antes, el mundo de los casinos estaba asociado a la formalidad y a cierto toque de glamour, pero con la explosión de estos centros de diversión y apuestas hace un par de años, éstos se han democratizado". Democratizado. Ésa es la palabra. Monticello recibió casi un millón de visitantes el 2009; ahora, con el hotel y spa de cinco estrellas más el paseo-patio de comidas redondo, no sería raro que los números para el 2010 aumenten. Eso esperan. Los fines de semana no se puede entrar pasadas las seis de la tarde; hay gente que va a almorzar al famoso buffet El Capataz y termina, como me dijo una profesora jubilada de San Miguel, "tomando onces… pero vale la pena; todo es exquisito, como si uno estuviera en el exterior".

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Monticello tiene 1.543 maquinas de juego (que es donde realmente ingresa el dinero y que acá no funcionan con monedas o fichas, sino con dinero electrónico que ingresa a una tarjeta tipo Bip!). La empresa calcula que este año entre 300 y 400 mil personas tendrán su tarjeta MVG de fidelidad. El truco es viejo: mientras más gastas, más puntos sumas. Los puntos te dan rebajas. En todo, menos en el casino (no hay rebajas en el azar).

Allí, la gente pasa el carnet de identidad para que lo fotocopien. Lo importante, al parecer, es ser parte. Pertenecer. Fidelizar para tiener fieles. Y lo están logrando. El gasto promedio de cada persona en el casino es de $ 48.680. El año pasado, Monticello Grand Casino alcanzó el 35,3% de participación de mercado, según datos de la Superintendencia de Casinos de Juego. Para el 2010, se prevé un crecimiento en ventas superior al 20%; es decir, si el casino en 2009 generó ingresos por US$ 77,6 millones, este año quiere superar los US$ 100 millones. También quiere aumentar el número de maquinitas, aunque no sé dónde las colocarán.

Pan con palta e hiperrealidad en Monticello

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La tarde comienza a caer, pero no el sol. Empiezan a llegar los buses desde los malls de Santiago, pero, la verdad, es muy poca la gente que usa esos coloridos vehículos. Casi todos llegan en auto. Casi todos llegan en grupo: familiares, de primos, de amigos, de "colegas laborales". La idea del apostador solitario, ansioso y adicto no se ve. Conocí a uno, oriental, del norte del país, que nunca paró de fumar o tomar Dark Dog. Terminó perdiendo mucho, tanto que no quiso tocar el tema. No alojó en el hotel y pasó, al menos, 24 horas despierto. De esta gente, claro, el casino vive, pero lo notable del concepto Monticello es que no se vende como un lugar de apuestas, sino un complejo familiar para entretenerse. Uno podría decir que es lo mismo. Sí y no.

Unos discretos letreros en cada una de las entradas explican las reglas del juego, pero entiendo poco. Parece que quiere decir que si gastas más de lo necesario o arruinas a tu familia o pierdes el negocio, no es culpa del establecimiento. También señala que están prohibidas las armas y las navajas. Lo otro que me llama la atención es la línea acerca del código de vestir: "Informal, pero elegante". Me acuerdo de alguien que una vez me contó que no lo dejaron ingresar al Casino de Viña por andar sin chaqueta. Aquí las más elegantes son algunas mujeres "de cierta edad" que tienen una cierta afición por telas inspiradas en animales salvajes. La mayoría de los hombres anda de bermudas y camisas polo. Todo es muy relajado. No sé si elegante, pero relajado.

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Es un error grave comparar Las Vegas con Monticello. Error del tipo peras con manzanas. La primera es una ciudad (una gran metrópoli, en rigor), mientras que el complejo que está en Angostura de Paine es justamente eso: un complejo que es mucho más complejo de lo que se cree. Monticello no es Las Vegas, tampoco es un mall y ha puesto en jaque y en duda y en crisis lo que se entiende por "casino". Se parece a un aeropuerto. O a un trasatlántico que no se mueve. Las eternas escaleras automáticas, más que llevar al cielo, parecen llevarte a una puerta donde sale tu próxima conexión. Que esté rodeado, por ambos lados, por la Carretera Norte-Sur, por la Cinco, por la Panamericana, y que los ventanales del restorán y del bingo y de las habitaciones miren hacia la carretera -que, en esta parte, parece abrirse para dejarle espacio al Monticello- transforma el enclave levemente ovni en algo tipo Distrito 9.

Todos a tu alrededor se mueven. Y por el aire acondicionado, por la luz que nunca cambia, por la música que te hace creer que Michael J. Fox nunca se ha enfermado y Michael Jackson sigue negro y vivo, por momentos uno se olvida que está acá. En Chile y en San Francisco de Mostazal. Uno está en una suerte de limbo que une lo muy local  (karaoke de los Enanitos Verdes, mal teatro tipo Chilevisión con Pepito TV y Cristián García-Huidobro, sacar a comer a la bisabuela) con algo ajeno, impuesto, aspiracional de tercera con lujos de primera (carnes SantaBrasa, chocolates La Fete, café Segafredo) para crear una suerte de duty free "del exterior" donde sí se paga impuesto, pero nadie lo nota. Algo muy curioso debe tener este sitio para que familias de Rancagua se tomen fotos ante muros de artesanía local.

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Justo en la frontera. Fronterizo. Ni aquí ni allá. El Grand Casino está a unos milímetros de la línea que separa la Región Metropolitana de la Sexta Región. Esto es una jugada maestra porque da la idea de "ir a otro Estado" y poder hacer cosas que no se pueden hacer en Santiago (en la capital, no hay casinos ni antros de máquinas como en muchas otras capitales latinoamericanas). Históricamente, a la gente le gusta salir, aunque sea unos kilómetros, "fuera". A Monticello -en efecto- hay que ir, no basta con pasar o llegar. Se vuelve, por lo tanto, un paseo. Hay que ir en auto o bus. No es tan, tan fácil llegar, pero tampoco es tan difícil. Y cuando llegas, te quedas. En rigor, no hay nada cerca. Nada turístico que pueda robar la atención. Lo más cerca es San Francisco de Mostazal que, si bien se ha beneficiado bastante de los ingresos, al igual que las otras comunas de la región, lo cierto que ningún turista visita el pueblo. Por otro lado, son muchos los del pueblo y de otros pueblos cercanos que visitan o lisa y llanamente trabajan en el Monticello. De hecho, se ha convertido en el centro de carrete de la juventud rural que usa el sector del bowling, llamado Strike Zone, para conocer a pares o pinches que han contactado por chat, facebook y otras redes sociales.

Monticello poco y nada tiene que ver con los viejos casinos, que eran una atracción más de balnearios o sitios ligados a la belleza natural. El peaje Angostura no es Viña, no es Coquimbo, no tiene nada que ver con Puerto Varas. Aquí no hay playa, pero hay agua. Es la atracción la que atrae, la razón por la que la gente viene y, quizás, ahí radica la genialidad de sus creadores. Está lejos, pero cerca. Y cuando se ilumina, no hay nada que se parezca en todo el valle.

El tema de las apuestas no es menor, pero no es lo único. A Monticello se va a carretear, a mirar gente, a comer con la familia, a celebrar aniversarios y cumpleaños, a ver espectáculos ligados a la tevé y a la nostalgia. Se bebe, sí, pero no más que en una fiesta. Aquellos que asocian casinos con prostitutas de lujo, alcohol desmedido y perversiones varias, han visto mucho Showgirls, CSI o ¿Qué pasó ayer?

Pan con palta e hiperrealidad en Monticello

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Monticello no es un monumento al buen gusto, pero está lejos de ser la prueba viviente del peor. Se construyó pensando más en reprimir la imaginación que en soltarla. Tampoco es una oda a lo minimal, pero no es un insulto a los ojos. Las luces de exterior bañan los muros y no hay figuras de neón que se muevan. El efecto de los tres edificios tiene algo de complejo militar de película americana de la era Reagan o, al menos, un capítulo de los Thundercats. Quizás sea eso de estar al lado de un túnel.

Monticello no intenta parecer un palazzo italiano ni una pirámide ni la Estatua de la Libertad. Tampoco es un moái gigante. Esto es raro porque Monticello es operado por Sun International, Novomatic e IGGR, donde el que importa es Sun, que ayudó aún más a Sudáfrica a tener pésimas relaciones públicas, a invitar a artistas internacionales (algunos cayeron) a cantar a sus casinos durante el apartheid.  La obra maestra de Sun es Sun City, a la que le decían Sin City y es algo así como una Epcot para la familia y los apostadores. La estética de la compañía y buena parte de sus conceptos son francamente atroces y, a la vez, exitosísimos. Desde pequeños pueblos victorianos a orillas del mar a fantasías colonialistas tierra adentro. Pero la empresa crece, ha logrado alejarse del pecado original del apartheid y ahora tienen a Charlize Theron como vocera. Monticello no intenta ser un show arquitectónico. Hay excesos, es cierto. Pero de verdad pensé que me iba a encontrar con el infierno, y a lo más uno se topa con algo de mal gusto, pero ni siquiera tanto.

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Mucho. Mucho todo. Todo mucho. Muchos cigarrillos, mucho puro, mucho Red Bull, mucho mango sour, mucho fajo de billetes de veinte mil. Mucha tía, mucha tía Sonia, mucha tía abuela, mucha abuelita, mucha cuñada, mucha prima separada, mucha amiga separada. Mucha madre con su madre, mucho hijo con su padre viudo. Mucho primo, mucho yerno, mucho pariente que vive en el extranjero. Mucha cerveza, mucho karaoke, mucho pelo teñido. Mucha risa, mucha apuesta, mucha ruleta. Mucho agricultor, mucho minero, mucho jubilado. Mucho cuico joven parqueado y producido, mucho adulto joven fascinado y al lote. Mucha mina con su amiga, mucho nerd con su amigo. Mucho niño, mucho postre, mucho helado artesanal, mucho cuchuflí, mucho manjar, mucha salsa de chocolate. Mucho buffet, mucho camarón, mucha chorizo, mucha pasta, mucho sushi, mucho jamón casi-serrano. Mucho concurso, mucho sorteo, mucho dado. Mucho mucho.

10.-

Ahora estoy aquí, en un hotel que se enamoró del verde, las siluetas de bambú y el cristal. Afuera hace mucho, mucho calor, un calor seco que adormece. Adentro, claro, hay aire acondicionado y siento un poco de frío. Leo mis mails. Me preguntan: ¿es tan atroz?, ¿estás vivo aún?, ¿asqueado? Estoy en el Pool Lounge del spa, en el primer piso del hotel que está en la falda del cerro Challay enclavado, a exactos 57 kilómetros de la Plaza de Armas de Santiago. Me encuentro en bata de toalla y traje de baño, en una inmensa sala de vidrio que da a la piscina temperada que, por un efecto óptico, da la impresión que se transforma en una piscina al aire libre que pareciera flotar arriba del valle de San Francisco de Mostazal. Hay algo tipo Ocho y medio en todo esto o quizás es el mojito que me sirvieron, pero acá arriba (arriba del cerro y arriba del casino) hay una cierta paz. Gente que duerme siesta y gente que duerme porque no durmió mucho anoche. Reconozco algunos apostadores, a una familia que se levantó siete veces al buffet. Algunas señoras que claramente empezaron a tomar sol antes que palabras como rayos UV o filtro solar ingresaran al vocabulario nacional y que descansan sus carnes en poltronas mientras leen a Pilar Sordo. Algunos niños chapotean en el agua.

Los cuerpos no son de aviso de perfume, pero que no todo sea fashion y photoshopeado tiene algo refrescante. Tampoco hay una actitud de privilegiados de alfombra roja. Todo carece de actitud. El hotel vale más de 200 dólares la noche, pero en conversaciones de piscina me entero que soy el único que pagó esa impresionante cifra para alojar a metros del peaje de Angostura. Casi todos se han beneficiado de descuentos entre 70% y 80%. Son las ventajas de ser silver, de ser platino. "Menos que un volteadero de La Florida y además podís traer a los niños", como me dijo un caballero calvo con mucho pelo en la espalda y un traje de baño tipo Speedo, quien a la hora del buffet del desayuno se notaba fascinado con el hecho que, entre la granola y los huevos benedectinos, los croissants y los arándanos, había una gran fuente de palta molida para echarle al pan. Eso es, en el fondo, el secreto de Monticello: debajo de las lámparas de lágrimas, entre todo el supuesto lujo, una madre le puede dar a su hijo pan con palta y servirse un té, aunque sea un té de una marca o un país que nunca había escuchado. Aquí se puede venir a estrujar la noche, a apostar, a ver un show, pero siempre se van a sentir en casa y no en un país extranjero.

* Periodista, cineasta y escritor.

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