Por Agosto 15, 2009

Avalado por un titular en primera plana del diario Granma  y como parte del homenaje por el cumpleaños 83 del líder de la revolución cubana, se presentó en La Habana el Diccionario de pensamientos de Fidel Castro, elaborado por el investigador Salomón Susi Sarfati. El lanzamiento tuvo como escenario la Plaza de Armas, justo en los portales del Instituto Cubano del Libro, donde ya es tradicional que cada sábado se presente al público un nuevo título. Para frustración de los que asistieron, en su mayoría personas que sobrepasaban los 50 años, los cerca de 500 ejemplares que allí se vendieron no alcanzaron para todos, a pesar de que la venta estuvo regulada bajo el signo del racionamiento (¡qué simbólico!) y sólo se podía comprar uno por persona. Cuando ya era evidente que no todos alcanzarían un ejemplar, los ánimos se caldearon y hubo codazos e insultos. Hasta la policía tuvo que intervenir para evitar males mayores. Pero eso es sólo un detalle organizativo que ni le quita ni le agrega nada al valor intrínseco de la obra.

Quizás sea éste uno de los pocos, si no el único diccionario que se realiza sobre el pensamiento de una persona viva y que aún produce ideas. Su autor debe haber enfrentado el enorme desafío de consultar aproximadamente 6.000 horas de intervenciones públicas (un promedio de diez u once horas al mes, por 47 años) que se calcula protagonizó el infatigable orador durante su gestión de conductor de la revolución cubana. A este caudal de grabaciones -atesoradas seguramente en alguna fonoteca,  transcritas y revisadas con sumo cuidado-, habrá que sumarle las miles de páginas donde se recogen las entrevistas que ha concedido y otros centenares de cuartillas en cartas, informes y libros escritos por el comandante. Sólo así se podría cumplir el ambicioso propósito de encontrar el hilo de Ariadna, la brújula precisa para determinar lo que debía citarse y lo que no era necesario recordar.

No debe haber sido fácil sintetizar el pensamiento de una persona que ha tenido tanta influencia en los destinos de una nación y cuyo nombre, incluso, resulta imprescindible para escribir cualquier resumen mundial del siglo XX. Él ha tocado temas tan disímiles como la política, la economía, la cultura, el deporte, la ciencia, la religión, la pedagogía, la moral y las artes militares. No se le dieron nunca la filosofía ni el humor y quienes lo han conocido de cerca afirman que la frustración intelectual más grande de su vida es que la poesía le haya negado sus dones.

Una colección incompleta

Un mapa esquemático de su ideario podría abreviarse en lo siguiente. En política internacional: antiimperialismo, internacionalismo y una combinación de soberanía irreductible con anhelos de integración en un bloque con América Latina, más la ambición de liderar el resucitado movimiento de los No Alineados. Habría que incluir aquí todo lo que dijo durante su larga época prosoviética. La política interna se expresa en la defensa a ultranza de un partido único y una elevada intolerancia a cualquier oposición. Sus ideas de la economía se basan en el control por parte del Estado de las empresas productivas y de servicio más el mercado externo e interno, la reducción al mínimo de la iniciativa privada, el aprovechamiento máximo del capital humano como fuente de ingresos del erario público y una rígida distribución centralizada de los beneficios obtenidos, que garantice un mínimo indispensable.

A lo anterior hay que sumarle una obsesión por el ahorro. Sus paradigmas de un programa social descansan en promover la salud y la instrucción gratuitas de toda la población, la paulatina elevación de la calidad de la vida y la subsistencia de los desvalidos, pero evitando el desarrollo de una clase acomodada. En el plano cultural-artístico, todavía se citan sus palabras a los intelectuales de 1960: "Dentro de la revolución todo, contra la revolución nada", y otros conceptos que promulgan una  amplia libertad formal, pero enfocándose en los principios que contribuyan a la irrenunciable meta de formar un hombre nuevo. El evangelio militar siempre ha sido el mismo: "La guerra de todo el pueblo para defender las conquistas obtenidas, al precio que sea necesario".

Faltan en este diccionario sus frecuentes alusiones homofóbicas, su declaración de que antes que caiga la revolución rodarían las cabezas de sus enemigos o esa frase de 1980 cuando, al ver cómo más de cien mil cubanos descontentos dejaban la isla, enunció su más despectiva consigna: "¡Que se vaya la escoria, que se vaya!".

Imagino que, buscando bien, la doctrina fidelista podría arrojar otros detalles, donde pudieran encontrarse pautas para el desarrollo de la ganadería, precisiones sobre las mejores cepas de la caña de azúcar, la importancia del regadío para la producción de plátanos, las técnicas para producir electricidad con bajo costo, los mejores procedimientos para el entrenamiento de deportistas, la forma de cocinar frijoles negros en una olla a presión o los métodos para la detección temprana de huracanes. Algún día podrían recogerse estas menudencias, abarcadoras de una miscelánea sorprendente.

El plato fuerte de un diccionario sobre el pensamiento de Fidel Castro, algo muy diferente a lo que se nos presenta ahora bajo el título de "Diccionario de pensamientos…", debería ser algo más que una colección de 1.978 aforismos ordenados alfabéticamente en 497 entradas, donde la palabra Revolución ocupa 23 de las 329 páginas con unas ciento cuarenta sentencias. De una obra así podría esperarse, para ser fiel a la realidad histórica, una selección de todas las promesas incumplidas. Un registro concienzudo de las múltiples contradicciones que habitan su discurso, donde el ejemplo más claro sería enumerar todas las veces que negó su filiación a la doctrina comunista y contrastar estas citas con sus declaraciones de haber sido siempre un seguidor del pensamiento marxista leninista.

Fundamentales serían, en un diccionario de esta naturaleza, las entradas que se remitieran a sus opiniones sobre los líderes del ya extinto campo socialista y acerca de ciertos hechos históricos que le tocó vivir, como las invasiones soviéticas a Hungría y a Checoslovaquia. También ciertas definiciones sobre la República Popular China en la época en que el maoísmo era tenido como una corriente contrarrevolucionaria, la propuesta de construir el socialismo y el comunismo al mismo tiempo, sus frecuentes alusiones homofóbicas, su declaración de que antes que caiga la revolución rodarían las cabezas de sus enemigos,  sus delirantes ideas de tener en Cuba el zoológico más grande del mundo, de producir cada año diez millones de toneladas de azúcar, o tanta leche, tanta, que ni aun cuando se triplicara la población sería posible consumirla.

Cómo olvidar tampoco aquella frase de 1980 cuando, al ver cómo más de cien mil cubanos descontentos abandonaban la isla, enunció su más despectiva consigna: "¡Que se vaya la escoria, que se vaya!".  En esta lista sería un pecado de lesa historicidad omitir sus frecuentes incitaciones a fusilar a sus adversarios políticos y su propuesta de octubre de 1962 de asestar un golpe nuclear a los Estados Unidos, usando para ello los cohetes intercontinentales soviéticos emplazados en la isla. Por nada del mundo dejaría de anotar su sorprendente declaración de diciembre de 1986, cuando después de haber transcurrido 28 años de revolución dijo graciosamente: "¡Ahora sí vamos a construir el socialismo!".

Un cementerio de palabras

Kitsch revolucionario

 Pero lo más valioso que se echa en falta en esta colección que todavía no llega a las librerías, son las emociones del momento histórico matizadas por la voz y la imagen del orador que decía todas estas palabras, ahora recogidas sobre la frialdad del papel. Porque la voz y la imagen de Fidel Castro han jugado en este medio siglo un rol decisivo en la aceptación de su autoridad o, mejor, en el sometimiento a su voluntad de parte de toda la clase dirigente y, aunque cueste creerlo, de una aplastante mayoría de la población. La fascinación se alimentaba de su presencia,  de eso que los entendidos llaman "el carisma" y que se ha venido deshaciendo en estos últimos años en que se ha evidenciado su humana fragilidad.

Los cubanos que fuimos adolescentes en los años 60 y 70 no podremos olvidar que imitarlo se convirtió en un juego recurrente, en el que llegó a haber verdaderos expertos. Alargando los dedos para acomodar invisibles micrófonos, adelantando el torso sobre la imaginaria tribuna, y con la mirada dirigiéndose al más lejano hombre o mujer de entre el millón de asistentes,  enronquecíamos la voz para decir cosas como "todos somos uno en esta hora de peligro", "en este minuto histórico que vive nuestra patria" o "cuando un pueblo enérgico y viril llora, la injusticia tiembla".  Ahora, todo eso en blanco y negro,  despojado de los prolongados aplausos, de las grandes ovaciones, del calor de una plaza colmada de himnos, repleta de banderas y con la agravante del desengaño y la frustración de no haber alcanzado el futuro luminoso que aquella voz nos profetizaba, ahora todo eso, con el perdón de quienes todavía no hayan perdido la fe, es puro kitsch revolucionario, donde falta el basamento teórico que permita decir a los exegetas: "He aquí el fidelismo".

Tres años atrás, hubo un enorme entusiasmo en las esferas oficiales para la preparación de los festejos por el cumpleaños 80 del Presidente de los Consejos de Estado y de Ministros y Primer Secretario del Comité Central del Partido Comunista de Cuba, el invencible Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz. Una vulgar complicación de los intestinos puso entre la vida y la muerte al hombre que decidía los destinos de la nación y ya nunca más pronunció un discurso en público. La fiesta se pospuso y hasta se suspendieron los carnavales que coincidirían con la fecha.  Dejó todos sus cargos a su hermano Raúl y a partir de entonces pasaría a ser "el compañero Fidel". Tras ocho meses de dura convalecencia, comenzaría a producir su serie de "Reflexiones", en las que opina sobre lo terreno y lo divino, aclarando que no desea intervenir en las decisiones gubernamentales, aunque de hecho todo el que sabe leer entre líneas puede percibir el disgusto que le ocasionan los leves cambios que pretende introducir su hermano Raúl, en particular las discretísimas insinuaciones de acercamiento con los Estados Unidos.

A fin de cuentas, el fidelismo terminará por ser definido algún día como la fórmula usada por un individuo para imponer su voluntad, fueran cuales fueran los obstáculos en medio del camino. Será identificado como el empecinamiento, la intransigencia, la testarudez, la intolerancia de quien estuvo convencido de que cuando una persona está decidida a no ceder un milímetro en sus opiniones, automáticamente sus ideas pasan a la categoría de principios irrenunciables, de obligatorio cumplimiento para todos. Uno podrá decir que es fidelista cuando esté dispuesto a matar y a morir por determinados objetivos (no importa si nobles o malignos),  y cuando se esté íntimamente persuadido de que nada ni nadie podrá impedir que se alcancen. Lo que no significa que se consigan, porque cuando no se tienen alas, no basta con proclamar que no habrá persona en el mundo que nos impida volar para llegar al cielo.

Asunto terminado

Fidel Castro ha sido muchas cosas, pero finalmente se le recordará como el mejor hipnotizador de la historia de Cuba. Un ilusionista que hizo creer a millones de personas que el futuro sería promisorio e inminente y que cualquier sacrificio individual sería poco para el bienestar colectivo que se avecinaba. Un seductor que creó en la mente de millones de cubanos el ensueño de una dignidad nacional fortalecida en el combate frente al enemigo más poderoso de la historia del mundo. Por mantener esa fantasía inasible, al menos tres generaciones de cubanos renunciaron a tener garantizado aquello que  hubiera podido ser la base material de su tangible dignidad personal: una vivienda decorosa, una alimentación adecuada, un transporte eficiente y los más elementales derechos de expresión, información y libre asociación.

Ninguna compilación podrá listar los encantamientos que desde la tribuna prodigaba el máximo líder. Porque el efecto mágico no radicaba en las palabras del conjuro, que cualquier aprendiz de brujo sabría pronunciar, sino en el secreto perfume que emanaban sus invocaciones, hecho de la piel del pueblo, de los sueños imposibles, de las oscuras venganzas incumplidas.

Como parte de los regalos que le habrán hecho llegar este 13 de agosto por su ochenta y tres cumpleaños, es muy probable que se haya incluido un ejemplar, dedicado por el autor, de este diccionario, que mejor sería haberlo llamado catálogo o repertorio. Si no lo ha revisado antes de su impresión, habrá buscado ansioso algunas entradas, se habrá complacido con la ausencia de todo aquello que hubiera sido embarazoso y habrá fruncido el ceño al descubrir que no incluyeron aquella frase magistral que a él le parecía imprescindible para la historia de la patria.

Estoy seguro de que todos los fidelólogos y fidelistas del mundo querrán tener en su biblioteca este libro. Lo que dudo es que alguien acuda a consultarlo para buscarle solución a algún problema concreto. Los políticos, los economistas, los especialistas en temas de cultura, los instructores de deporte, los científicos, los religiosos, los meteorólogos y los militares del futuro no encontrarán aquí una guía para la acción, si acaso usarán una cita anodina que justifique que determinada hipótesis es políticamente correcta. En el mejor de los casos, si es que Cuba llega a ser algún día el país que muchos aspiramos que sea, podrán hallarse en este libro las mejores explicaciones de por qué todo tuvo que ser cambiado.

Que ahora alguien se aparezca con semejante diccionario sólo nos da el consuelo de que hasta sus fieles lo consideran un asunto terminado.

*Reinaldo Escobar  es periodista y vive en La Habana. Tiene un blog en el portal Desde Cuba.

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